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El obispo Alejandro Labaka, junto a la monja Inés Arango./ R.C.
Alejandro Labaka, caso abierto
Al otro lado del charco

Alejandro Labaka, caso abierto

El obispo vasco y la monja Inés Arango fueron alanceados por una tribu indígena en Ecuador. Él, con 14 lanzas, ella con 4. Sus muertes pudieron obedecer a una conspiración urdida por las petroleras

MIGUEL GUTIÉRREZ-GARITANO

Viernes, 30 de agosto 2013, 02:44

El 21 de julio de 2012 se cumplieron 25 años de la muerte, en las selvas de Ecuador, del obispo vasco y hermano capuchino Alejandro Labaka Ugarte y de la monja colombiana Inés Arango, misionera de la misma orden. Nunca antes, ni siquiera en los turbulentos siglos de la conquista de América, un prelado había caído en primera línea, bajo las lanzas de un puñado de indígenas desnudos. Sucedió en 1987 en los bosques profundos del oriente ecuatoriano, entre los ríos Cuchillacu y Tiguino, en el corazón de lo que hoy es el Parque Nacional del Yasuní. Un helicóptero alquilado bajó a Labaka y su compañera a un claro donde se levantaba una choza perteneciente a los indios tagaeri, con quienes pretendían contactar para mediar entre ellos y las petroleras que operaban allí. Cuando regresó al día siguiente la aeronave se topó con los cadáveres de los religiosos atravesados por más de una decena de lanzas. Catorce él y cuatro ella, de acuerdo con el rito de esa tribu. De los indios, ni rastro.

El lugar donde murió Labaka se encuentra en el corazón de la Zona Intangible, o territorio reservado desde 1999 por el Gobierno de Ecuador a los taromenane y tagaeri, dos clanes de la etnia huaorani que permanecen en aislamiento voluntario.

La zona es violada de continuo por los empleados de las petroleras y por madereros ilegales, con quienes los aislados, que han sido masacrados, mantienen un conflicto que se remonta a los años 70. Para entonces Labaka ya era conocido entre los clanes huaorani contactados. Durante años se había dedicado a aprender a hablar, vestir, comer y vivir como ellos. Tras la matanza en 1977 de tres obreros perpetrada por los intangibles, el vasco echó sobre sus hombros la responsabilidad de mediar entre las partes y restablecer la paz.

La verdad sobre el final de Alejandro Labaka me la cuenta el capuchino navarro Txarly Azcona en el Vicariato Apostólico de la ciudad de Coca, donde se guardan las lanzas que martirizaron al vasco. «Supimos lo que les pasó a Alejandro y a Inés gracias a Omatuki, una niña tagaeri que fue capturada en 1993 por los huaorani del río Tiguino; nos contó cómo su grupo mató al 'hombre gordo' (Alejandro Labaka)». Al parecer, Alejandro e Inés fueron recibidos amigablemente por las mujeres, pues los hombres estaban cazando. Cuando estos regresaron, el jefe cogió a Alejandro del pelo y le atravesó con su lanza. Al instante le imitaron los demás. Pero la peor parte se la llevó Inés, como asegura Txarly con un hilo de voz: «Alejandro murió con rapidez, pero Inés pudo verlo todo. Las mujeres la escondieron en una choza y la defendieron todo lo que pudieron, pero, al final, fue descubierta y asesinada».

Cuando le pregunto a Txarly sobre la razón y el empeño de Alejandro de «pacificar» a los indígenas, él me responde esclarecedor. «La gente piensa que Alejandro quería evangelizar a los tagaeri, que le movía un afán proselitista, pero se equivocan. El 17 de julio de 1987, pocos días antes de su muerte, en una reunión con los altos representantes de Petrobrás salió decidido a introducirse en el territorio de los intangibles. La razón la sabemos hoy: se había enterado de que un antropólogo contratado por las petroleras comandaba un ejército destinado a borrar a los tagaeri del mapa. Alejandro pensó que sería capaz de convencer a los tagaeri para que se mudaran pacíficamente. Pero fracasó».

Azcona me traslada sus sospechas sobre la actitud de la tripulación del helicóptero que llevó a los misioneros y que estaba a sueldo de las petroleras. «Según lo acordado debía volver una hora más tarde. No regresó hasta el día siguiente, con los resultados que conocemos. Pero enfatiza el navarro ¿quién se va a hacer encargos cuando ha dejado a dos personas en un campamento de indígenas hostiles?». Muchos piensan que la tripulación del helicóptero estaba sobornada y que, de haber vuelto cuando prometieron, Alejandro e Inés seguirían vivos».

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