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PABLO M. ZARRACINA
Jueves, 13 de diciembre 2012, 23:54
Serio, pragmático, equilibrado, honesto, metódico, trabajador, austero, discreto, competente, familiar... Es solo una pequeña parte de la avalancha de adjetivos que ha caído sobre Iñigo Urkullu en los últimos tiempos. Todos pertenecen a un aproximado campo semántico y parecen definirle con una precisión absoluta, personalizada. Aunque habría que buscar cuál de esos adjetivos no fue asignado en su día a Juan José Ibarretxe o Josu Jon Imaz. Existe cierta tendencia a presentar a los líderes nacionalistas como forjados en una especie de "western" moral. Serios e intachables, resumen las virtudes que la tradición atribuye a los vascos; una mezcla concreta de austeridad, fortaleza y honradez.
Sin embargo, el perfil del nuevo lehendakari ha sido especialmente construido sobre los cimientos de la fiabilidad. En parte porque los tiempos de crisis así parecen requerirlo, y en parte porque Urkullu ha sido hasta la fecha un político más de despachos que de tribunas. Había que darlo a conocer. Es probable que la mejor estrategia de comunicación de la pasada campaña haya sido el "Ezagutzen dudalako" del PNV: 180 personas públicas de distintos ámbitos hablando sobre él. Un aval decidido, variopinto y algo multitudinario. «Sobre todo, es una persona de palabra», decía de Urkullu Roberto San Salvador, vicerrector de Deusto. «Es un trabajador infatigable», señalaba Mario Fernández. «Es una persona que no deja caer a nadie», aseguraba Txema Montero.
Urkullu tiene ahora una imagen más reconocible, pero es difícil saber si su perfil político ha cambiado lo suficiente. A su favor sigue contando una sensación de integridad casi monolítica. En su contra juegan unas evidentes dificultades para comunicar más allá de las cortas distancias. Urkullu es un carácter y una lejanía. Esta campaña, durante un acto celebrado en Vitoria, fue preguntado por su visible templanza y dijo que tenía que ver con el esfuerzo por «construirse una manera de ser». Hay algo paradójico en el hecho de premeditar una naturaleza, pero también hay en ello mucho de confianza y disciplina, un extra de voluntad. Probablemente son las cualidades dominantes en el nuevo lehendakari.
Urkullu no es uno de esos animales políticos que seducen con un gesto y detectan por instinto las claves de la realidad. Es más bien un hombre que no da un paso sin tenerlo calculado y que apunta cada detalle, con letra diminuta, en unos cuadernos de anillas que tienen ya entre nosotros algo de "macguffin". Son el símbolo de la laboriosidad y la capacidad analítica de su dueño. Y se les viene otorgando un curioso valor apriorístico. Porque nadie sabe en realidad lo único importante: la calidad de lo que hay apuntado en ellos.
Un chaval adulto
Iñigo Urkullu nació en Alonsotegi, por entonces Barakaldo, el 18 de septiembre de 1961. Su padre trabajaba en la fábrica de aceros, su madre era natural de Mungia. Fue ante todo un chico formal. O aún mejor: un chico formal vasco. La suya es una biografía recta y discreta, una acumulación de fundamento. Estudió en la escuela de su pueblo y en el seminario, jugó al fútbol -su paisano Andoni Goikoetxea le recuerda entre «el centrocampista que distribuye y el defensa leñero»-, tocó el txistu, formó parte del grupo de danzas... No se le recuerdan escándalos, problemas ni excentricidades. «Iñigo era un chaval y ya parecía una persona adulta», ha dicho de él Manuel Galíndez, presidente de la junta municipal del PNV de Alonsotegi en los 80.
Estudió con beca la diplomatura de Magisterio, se casó joven con su novia de toda la vida, Lucía Arieta-Araunabeña, hija de Arieta, jugador del Athletic, con la que tiene tres hijos: Kerman, Malen y Karlos. Y siempre fue nacionalista. Contra lo que pueda parecer, un nacionalista destacado. Su perfil nunca fue bajo. Urkullu siempre estuvo allí. Se afilió al PNV en 1977, un año antes de cumplir la mayoría de edad. Tres años más tarde era dirigente de EGI y miembro de aquel grupo de "jobuvis" en el que estaban José Luis Bilbao y Andoni Ortuzar. Quienes acudieron al Alderdi Eguna de Aixerrota en 1983 le recuerdan interviniendo desde la tribuna de oradores.
Aquella cita ha adquirido cierto carácter fundacional. Urkullu ha insinuado que allí decidió que se dedicaría a la política. Fue un Alderdi Eguna multitudinario en el que ese pueblo en marcha que es el PNV se conjuró para reconstruir el país tras las inundaciones de aquel año. A veces Urkullu utiliza esa fecha como metáfora de la salida de la crisis. A veces la metáfora bordea la mitología. Sucedió en su discurso del último Alderdi Eguna: «Yo vivía en Alonsotegi y tengo un recuerdo imborrable. La imagen de un hombre enfundado en unas botas de agua que vino como uno más a donde quienes empujaban con su pala la tierra caída de los montes, el lodo y la basura empujada por el río tras la tormenta. Aquel hombre que, entre barro y mugre, también reflejaba liderazgo y solidaridad era Xabier Arzalluz.»
En 1984, con solo 23 años, Urkullu ya era parlamentario vasco. Se consumaba así un destino político: aquel muchacho que había trabajado de profesor en la ikastola Asti-Leku de Portugalete y en el colegio Félix Serrano de Bilbao no dejaría de pisar alfombras oficiales. Hasta hoy. Tres años después era director de Juventud y Acción Comunitaria en la Diputación de Bizkaia. Tras siete años en el cargo, volvió al Parlamento. En 2000 fue elegido presidente del Bizkai buru batzar. En 2007 llegó a la presidencia del PNV como candidato de consenso destinado a sacar al partido del incómodo lugar en el que le había dejado el fracaso del "plan Ibarretxe".
Los sótanos de Sabin Etxea
Es, sin duda, en ese empeño donde Urkullu ha empleado lo mejor de su arsenal político. Cinco años después, y tras perder la Lehendakaritza en 2009 por primera vez en la historia de la democracia, el PNV ha vuelto al poder como un partido centrado y posibilista. Y lo ha hecho sin demasiadas cicatrices. Ya apenas se recuerdan aquellos días en los que las dos almas del partido se enfrentaban con enorme virulencia. Tampoco la escasa sintonía personal que había entre Urkullu e Ibarretxe. De nuevo la bicefalia del partido estuvo a punto de liarse a cabezazos.
Urkullu ha dirigido ese viaje de vuelta con firmeza, discreción y pragmatismo. No hay duda de que conoce a la perfección los sótanos de Sabin Etxea y es sabedor de que en política conviene hacer solo apuestas que están ganadas de antemano. Así, Urkullu se jacta de ser un líder con «los pies en el suelo». «Primum vivere, deinde philosophare», gusta de repetir atribuyéndole el adagio a Arzalluz, figura mítica a la que incluso parece haber desactivado mediante una sofisticada sucesión de elogios.
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