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Vista general de Ronda (Málaga), Rosa Palo,
Vivir al borde del abismo

Vivir al borde del abismo

Con la casa a cuestas ·

O de Ronda y sus balcones imposibles

Miércoles, 4 de agosto 2021, 00:14

Ya nos vamos conociendo, La Temblorosa y nosotros, digo. El matrimonio concertado por cuenta y orden de mis queridos señoritos empieza a funcionar. Comenzamos a interiorizar las rutinas: abrir y cerrar las claraboyas y el gas, conectar y desconectar la electricidad, bajar y subir las bicicletas. Hasta para llenar el depósito de agua y vaciar el intestinal hemos mejorado nuestro tiempo. Y mi santo casi ha dejado de renegar. Mi hijo no. La queja le va en el sueldo de adolescente.

También tenemos nuestros días, para qué nos vamos a engañar. Si parejas que parecían indestructibles, eternas, como las de Enrique Ponce y Paloma Cuevas, Iker Casillas y Sara Carbonero o Ramón García y Patricia Cerezo, han acabado rotas, que no será de la nuestra, una relación entre el hombre y la máquina, un amor de verano con fecha de caducidad. Pero aquí seguimos, en un tira y afloja permanente, unas veces queriendo a nuestra Temblorosa y otras echando de menos nuestro coche, nuestras camas mullidas, nuestro baño y nuestra cocina, que entre el menaje precario (una cafetera italiana vieja, una sartén donde solo se puede hacer tortilla de un huevo y un cazo tamaño Barbie Cocinera) y la dieta a base de salchichas de Frankfurt, bocadillos y nachos con guacamole, parece que hemos vuelto al piso de estudiantes. Miramos con envidia a los vecinos, campistas nivel experto que asan entrecots en sus planchas eléctricas. Por el tamaño deben ser de brontosaurio. Salivamos y maldecimos nuestro régimen alimenticio resuelto a golpe de improvisación y carbohidratos.

Malnutridos, llegamos hasta Ronda dispuestos a darnos un homenaje de gazpacho a la rondeña y rabo de toro, que una controla más España por su gastronomía que por las clases de geografía e historia del colegio. Y por sus famosos, claro: de Marbella supe antes por Alfonso de Hohenlohe, Jaime de Mora, Gunilla von Bismarck y los Choris que por la Plaza de los Naranjos, y a Ronda solo la conocía a través de la impresionante imagen de postal del Puente Nuevo. Pero pregúnteme por los Ordóñez. Por Antonio, por Francisco, por Cayetano, por Belén. Y por Carmina, claro.

«A mí plin»

Ronda, emplazada sobre una profunda garganta de más cien metros de profundidad, mira al abismo igual que miró Carmina. Bellísima, famosa por apellidos («a mí plin, soy Ordóñez Dominguín»), por belleza, por matrimonio y por pegarse las mejores juergas del mundo, Carmina lo mismo se alojaba en hoteles de cinco estrellas que se iba de chiringuitos churretosos con el Chuli, el Pai y el Cabra. Una todoterreno. Me apuesto lo que quieran a que se hubiera prestado a viajar en la autocaravana.

Plaza de toros de Ronda. R. Palo.

Hace diecisiete años que Carmina ya no está, pero ahí, en Ronda, sigue la hermosísima plaza de toros en la que su abuelo y su padre inauguraron la corrida goyesca en 1954 para conmemorar el bicentenario del nacimiento de Pedro Romero, un torero de la tierra que mató más de cinco mil toros. La Goyesca se ha convertido en un evento donde es tan interesante lo que sucede en el albero como lo que pasa en el tendido: año tras año, el titular 'Numerosos rostros conocidos se dan cita en la Goyesca' encabeza una lista de famosos patrios. Y servidora no podía perderse la visita a un lugar donde han sentado sus reales la mitad de los personajes de ¡Hola!

A la plaza hemos llegado en taxi, que a La Temblorosa la hemos dejado en un parking para autocaravanas situado a las afueras. «¿Tres cuartos de hora andando hasta el centro? Ni de coña, madre», me suelta el heredero. El joven heteropatriarcado, que es más vago aún que el anterior. Después, mientras esperamos a que su padre termine de hablar por teléfono, nos reiremos comprobando los distintos puntos de cocción de los guiris según su color de piel: crudos, en su punto y churruscados. Porque extranjeros hay, y muchos; algunos de ellos habrán llegado siguiendo el eco de los pasos de Orson Welles, de Hemingway, de los viajeros románticos o del mismísimo Rilke.

A mí me pasa como a Julio Camba, que la única inspiración que me produce la naturaleza es la de dormir

Pero el heredero no quiere seguir los pasos de nadie, ni siquiera los suyos: no contento con imponer su ley de andar lo mínimo posible, hemos acabado viendo una exhibición de vida animal con la que nos hemos topado. Que sí, que no, que ahí yo no entro. Durísima negociación. Pues hemos entrado. Cabezas de toros, de alces, de búfalos, de bisontes, de ciervos. Todo tipo de animales con cuernos. En el centro, una pequeña escultura del rey emérito rifle en mano sentado a horcajadas sobre un bicho que acaba de matar. Una imagen que, vista hoy, puede resultar tanto o más provocadora que aquella figura de Franco dentro de una nevera que exhibieron en Arco. Los caminos del arte son misteriosos.

Abandonamos Ronda igual de hambrientos, ya que apenas nos ha dado tiempo a echarnos al coleto un trozo de tortilla de patatas. Al día siguiente, en el camping, desayunamos bajo una encina mientras vemos un rebaño de cabras a lo lejos. «Mira qué estampa tan bucólica», me dice mi santo mientras se come una magdalena reseca. Pero a mí me pasa lo mismo que a Julio Camba, que la única inspiración que me produce la naturaleza es la de dormir. Y yo estoy por acostarme otra vez. Entro en la autocaravana y me tumbo un ratito en mi cama, aún deshecha. En momentos así es cuando más quiero a La Temblorosa.

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