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La infancia es la etapa de nuestra vida de la que guardamos menos recuerdos. Apenas ninguno. Pero no es el único tiempo que se borra ... de nuestra memoria. Si lo pensamos bien, tampoco son muchas las vivencias de los últimos diez años de las que conservamos registro, por ejemplo. Así funciona el cerebro. Un equipo de investigación estadounidense se ha propuesto desvelar las razones por las que apenas guarda anotaciones de los primeros años de nuestra existencia. Aún hay muchos misterios por resolver pero, según dicen, ya han obtenido algunas respuestas.
Aunque hay diversas teorías al respecto, la idea más extendida entre los científicos hasta ahora era que la parte del cerebro responsable de guardar los recuerdos, el hipocampo, se encuentra en continuo desarrollo hasta la adolescencia. En los primeros años de vida, cuando se desataba ese proceso, simplemente era incapaz todavía de codificar nada. Pero científicos de la Universidad de Yale, que publican su trabajo nada menos que en 'Science', sostienen que esto no es exactamente así.
Nuestra incapacidad para recordar hechos concretos no tiene que ver ni con algún trauma infantil ni, como sugería el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, con la existencia de mecanismos cerebrales preparados para reprimir los recuerdos relacionados con la sexualidad o la agresividad propia de los críos. La 'amnesia infantil', por lo visto, tiene que ver con el hecho de que el hipocampo es aún tan inmaduro en esos primeros años de vida que no hay forma de almacenar vivencia ni sentimiento alguno.
Eso no significa, según detalla el investigador del centro Achucarro de neurociencias y profesor de Ikerbasque Joaquín Piriz, que todo ese material no esté almacenado en algún rincón de nuestro 'disco duro', sino que, por algún motivo, no somos capaces de llegar a él. Tiene que ver también con el uso del lenguaje.
No deja de ser curioso, según reflexiona el neurocientífico vasco, que el momento de nuestra vida en que desarrollamos las habilidades que nos caracterizan como seres humanos sea el tiempo en que más cosas de todo tipo aprendemos y, a la vez, la época de la que no conservamos ni siquiera una 'fotografía' que seamos capaces de evocar. En esos primeros dos años, aprendemos a caminar, a hablar, a comunicarnos con nuestros seres queridos, a amar. En los siguientes, de los que también se suelen conservar pocos o ningún registro, comenzamos a escribir, a leer... pero recuerdos vívidos, cero.
«El artículo de la Universidad de Yale resulta muy interesante, porque de algún modo da respuesta a esta paradoja», plantea el científico. «No es que no guardemos memoria de lo que vivimos cuando éramos bebés, sino que al carecer de herramientas como el lenguaje somos incapaces de evocar esos recuerdos», detalla el experto. Pone un ejemplo: de niños tendríamos el mismo problema que se le presentaría a un león para contar algo que ha aprendido. No tiene expresión oral, le falta el lenguaje y, por tanto, carece de los medios necesarios para poner palabras a la experiencia.
La amnesia infantil se va perdiendo poco a poco según va evolucionando el cerebro, que alcanza el cénit de su madurez en torno a los 25 años. No desaparece de golpe, sino de manera paulatina. Es por este motivo por el que tampoco se tienen recuerdos muy nítidos hasta aproximadamente los diez años. Son tan solo versos sueltos de la memoria, que con frecuencia se han ido enriqueciendo con los recuerdos compartidos por nuestros padres. «¿Te acuerdas una vez, cuando eras niño...? Lo hemos comentado en más de una ocasión», suelen decir. ¿El resultado? La suma de la memoria personal más la información añadida.
El mismo fenómeno, no exactamente igual, pero muy parecido, se repite a lo largo de toda la vida. Los recuerdos que nuestra memoria conserva con mayor nitidez son los de la adolescencia y la primera juventud... y no es por casualidad. Ocurre así, según detalla el neurocientífico del centro Achucarro, porque es el momento en que el hipocampo del cerebro alcanza su plenitud. Pasados los años de juventud, sólo se retienen los acontecimientos graves o trascendentes como un nacimiento, una boda, una muerte...
La mente humana está llena de singularidades. Un proceso similar al descrito es el que posibilita que encontrarse en determinados lugares no visitados durante mucho tiempo despierte recuerdos que se creían perdidos. Lo mismo que los olores. De pronto, se entra en una habitación y uno conecta con el perfume de su madre y aquella tarde de fiesta por la ciudad que terminó con churros y chocolate. Una maravillosa magia que... también podría llegar a formar falsos recuerdos.
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Nos pasa a todos. Hasta un 40% de las personas habla de experiencias de su niñez que dice recordar con perfecta nitidez, pero de las que en realidad no se acuerda en absoluto. No es que seamos mentirosos patológicos. Simplemente, la memoria nos engaña.
El cerebro, según detalla el neurocientífico Joaquín Piriz, es un órgano plástico, es decir, con capacidad para modificar su estado y crear conexiones neuronales. Esa condición le permite procesar y acumular nueva información. ¿Cómo lo hace? Con frecuencia, la memoria acaba por tomar como experiencias propias las que una y otra vez nos relatan nuestros padres. Y nos lo creemos. Así de fácil.
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