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Txema Rodríguez
Lunes, 21 de agosto 2023, 00:15
Apunto en una hoja el remedio al problema de realizar un viaje que ya hizo otro: 'Solvitur ambulando' (se soluciona caminando), un latinajo que atribuyen a San Agustín. Luego pregunto a un vigilante de seguridad de la estación de trenes que deambula por la entrada cuál es el mejor camino para llegar andando al palacio del Infantado y el hombre, de asombroso parecido a Rompetechos, señala hacia su izquierda con la mano derecha y acciona la manecilla de la puerta con la siniestra mientras tira de ella hacia su cuerpo sin lograr el objetivo porque se le queda en la mano; después, con los nervios, el objeto sale volando en la dirección que me indicaba. De modo que lo que para él representa una dejadez en el mantenimiento es para mi un presagio. Me mira perplejo y corre a recoger el cacharro que bota como una cabra con rumbo a la parada de taxis.
El exterior es un espacio feo y gris de luz violenta, una calle impersonal compuesta por casas bajas y concesionarios de coches hasta llegar a una especie de océano de rotondas en obras. Uno me grita desde el coche ¡hasta luego!. Se ve que me conoce. Una pareja de ancianos que espera un autobús saluda a otra.
En la esquina se halla un hombre bajito con una gorra de pana marrón. Acaba de salir de una casa con las ventanas bajas tapiadas con ladrillos. El letrero sobre la puerta reza club Le Privé. Como la acera es estrecha y él se ha parado junto a una farola con la cabeza gacha me hago el turista despistado para evitar la colisión de nuestros cuerpos. También me señala la misma dirección que el vigilante, hacia un puente con una especie de arco metálico en su parte superior y que discurre paralelo a otro, el Califal, el antiguo, cuya belleza solo se aprecia desde la orilla del Henares, que baja escuálido. A la sombra, junto al agua escasa, están sentados Ali, un marroquí de Casablanca que lleva una docena de años trabajando en un supermercado, y su hijo, que se llama Salim y tiene cuatro. Está triste porque hoy no vienen los patos a comer las migas de pan que les trajo, una buena cantidad; flotan engordadas por el agua en el remanso. Opina sobre la ciudad dormitorio desde la que se ven los rascacielos de Madrid.
– Aquí se vive bien, es todo muy tranquilo. Hay gente a la que no le gusta, pero a mi si.
Parece un hombre cariñoso. No deja de acariciar la cabeza del pequeño. Sigo mi camino por el paseo de la estación, pasando por una rotonda presidida por una enorme noria oxidada y dejando a la izquierda las ruinas del Alcázar Real. Casi tropiezo con un hermoso pavo (real también) perseguido por un hombre que lo va grabando con su teléfono móvil. Al fondo, un grupo de estudiantes, o eso parece, se relaja al sol. Es el patio de una biblioteca de la Universidad de Alcalá y el que persigue el bicho trabaja allí.
– Se escapa del zoo, el cabrón, para que le demos de comer.
– ¿El zoo?
– Si, está aquí cerca. Es muy bonito, tienes que verlo.
– No, gracias. No me gustan.
– Ah, en ese caso…
Sigo mi camino hacia el palacio y, una vez dentro, en la preceptiva garita, una señora de facciones antiguas y gafas de gruesa pasta me advierte:
– La gente espera ver un edificio con sus habitaciones, sus muebles y todo, pero nada de eso. Lo que hay es el patio, la fachada y algunos frescos.
– No pasa nada, no me había hecho ilusiones. También daré una vuelta por el museo.
– Haga lo que quiera, claro.
Su tono de voz resulta áspero y dulce a la vez. Estoy a punto de preguntarle cuántos años lleva sentada en esa silla pero algo en mi interior lo impide. En las salas hay un poco de todo y miro las piezas sin fijarme mucho porque me agobia la acumulación. Me quedo un rato contemplando la Virgen de la Leche de Alonso Cano, que es una pintura que vive en la calma, y paso todo lo demás de largo menos el sepulcro de doña Aldonza de Mendoza, una hermosa tumba esculpida en alabastro en la que la bella cabeza de la noble descansa con los ojos cerrados sobre almohadones bordados. De su contemplación melancólica salgo al patio y me subo a verlo desde la planta superior. El sol del mediodía ilumina sólo un cuarto de su superficie y en esa soledad paso el rato con la mirada perdida en ningún punto concreto, dejo que la luz se mueva lentamente. Al cabo de un rato entra una mujer y pasa por el vértice. Hago una fotografía.
A escasos metros me detengo a tomar un café en un bar. Se llama Rio. Hay un paisano madurito en la esquina lamentándose de que los jóvenes no saben quiénes son Led Zeppelin mientras el dueño anda preparando un sofrito en una paella. Entra uno al que llaman Toño, se ve que es habitual por el saludo. Otro parroquiano pide un café, la camarera pregunta si quiere azúcar y al oír la palabra, como un resorte, el que antes habló de Led Zeppelin ahora cambia de tercio y cita a Celia Cruz a lo que el del café responde:
– De pura casualidad la conocí en Bogotá cuando estaba grabando un disco, a ella y a su esposo que era un hombre súper chévere…bueno, me voy, sigo conociendo su linda tierra. Es colombiano, deduce el de Led Zeppelin nada más paga y cruza la puerta para preguntar, a renglón seguido, por la variedad del tomate que reposa sobre la barra.
– Lo mejor son las andaricas que tiene para echar a la paella, dice Toño.
– Y bogavante, añade la camarera.
– ¿Bogavante?, añade sujetándose la entrepierna con las dos manos, el que tengo aquí delante.
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