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En toda mi vida he fallado más de 9.000 canastas. He perdido casi trescientos partidos. En veintiséis ocasiones me han confiado el último tiro para ganar el partido y he errado. A lo largo de mi vida he fallado una y otra vez. Y ... por eso he triunfado». Esto lo decía en un anuncio la estrella de la NBA Michael Jordan. Y vendieron así un montón de zapatillas. La historia aparece en las primeras páginas del libro 'Liderazgo sin ego' (Arpa), que firma Bob Davids, un empresario estadounidense que ha sido el mandamás de seis empresas de éxito, entre ellas un casino y una empresa de juguetes. En una suerte de 'conversación' con el periodista económico Brian M. Carney y Isaac Getz, profesor de una prestigiosa escuela de negocios, modelan al líder del siglo XXI, la antítesis del jefe clásico del ordeno y mando.
Ellos apuestan por una estructura 'horizontal'. O que lo parezca al menos. «Yo no tenía despacho. Si tenía despacho para mí solo, todo el mundo debía tener uno. De hecho, en una de las compañías que abrimos en China me sentaba en medio de setenta y cinco trabajadores. Elegí la mesa más vieja y más ajada y cuando alguien reclamaba mobiliario nuevo, les ofrecía mi mesa. Tampoco tenía coche de empresa. Nada de dobles raseros».
Porque, asegura, «cuando te aplicas un rasero diferente al de la gente a la que lideras, dejas de ser un líder». «He conocido a jefes que tenían un ayudante que les llevaba la ropa a la lavandería. Debemos comprender que no somos diferentes de la gente a la que lideramos. Que tenemos el mismo valor en la organización, simplemente tenemos un rol diferente», insiste este gurú de la empresa.
Tanto dice que ha predicado con el ejemplo que ha bajado hasta el barro. Literalmente. «Estábamos construyendo una nueva fábrica en China y pasé por una zanja donde se estaba colocando el tubo de una cañería. Ví que la estaban colocando sin caída y, aunque se lo expliqué, no me entendieron. Así que me quité los zapatos y me metí en el barro para demostrarles que la pendiente estándar debía ser de 1,80 centímetros por metro. Se quedaron boquiabiertos al verme hacer 'el trabajo sucio'».
Se lo ha visto él hacer a otros. Cosas «deshonestas». «En una ocasión me invitaron a dar una conferencia en otra compañía y me presentaron como un orador por el que habían pagado un dineral. En realidad, mi tarifa por conferencia era baja en comparación con los precios del mercado y, además, les había pedido que la donaran a un hospital infantil. En privado, pregunté al propietario si sabía que mis honorarios se habían dado a la caridad. Me explicó que sí, pero que quería que sus empleados creyeran que les había hecho un gran favor invitando a un orador muy bien pagado. Mintió para manipularlos».
A él aquel día le habían pagado –aunque lo donara– por dar una conferencia. Pero en las empresas que ha liderado ha dado pocas (charlas). Solo reuniones, y breves. «No me gustan, pero si son disciplinadas desempeñan un papel en la buena comunicación. El problema es que las reuniones tienen mala fama porque a menudo carecen de disciplina. Yo siempre las convocaba treinta minutos antes de la comida y le decía a todo el mundo que se fuera a almorzar a su hora».
Y cuando en estos encuentros subía la tensión, la rebajaba a las bravas. «En una de las empresas teníamos problemas con los accionistas. Dos de ellos me confiaron que iban a empezar una guerra sin cuartel en la siguiente reunión del consejo y me aseguraron que llevarían incluso a sus abogados. Me tocaba presidir la reunión y, de camino, paré en una tienda de juguetes a comprar bates de beisbol de gomaespuma. Cuando entré en la sala los repartí y se quedaron de piedra. Pero vieron lo absurda que era la riña y pudimos celebrar una reunión civilizada».
Tan 'obsesionado' estaba con no perder el tiempo que a los empleados siempre les pedía plazos concretos: «¿para el lunes? Bien, pero ¿por la mañana o por la tarde? ¿y a qué hora? Cuidado con las vaguedades», advierte. Contado así, este tipo parece 'don perfecto'. Pero nada más lejos de la realidad, confiesa. «La gente no aprende al hacer las cosas bien sino al hacerlas mal. El truco consiste en cometer errores pero, ojo, no cometas el mismo dos veces».
«Un tipo alto catorce horas volando en clase turista»: «Soy alto y viajaba 14 horas sin caber apenas en los asientos de clase turista pero lo hacía así porque sabía que al llegar la factura del vuelo al departamento de contabilidad difundirían cualquier indiscreción mía al resto de la plantilla. Lo ví en una empresa en la que un alto ejecutivo encargó en su horario laboral una bañera de latón para su casa. Una hora después los trabajadores se quejaban de que un pez gordo había parado la línea de producción por su bañera».
La lección del reloj de arena: «Cuando era director de ingeniería en una compañía el propietario de la firma a menudo nos presionaba para que el producto llegara antes al mercado. Le dije una vez: '¿Sabes cuántos granos de arena pasan a la vez por el cuello de un reloj de arena?'. 'Uno'. 'Y si sacas el tapón, metes la mano y prensas la arena, ¿cuántos pasarán?'. 'Ninguno, pero ¿a qué viene esa pregunta muchacho?'. 'Pues es lo que nos estás pidiendo ahora mismo a los ingenieros', le respondí».
«No hablo 'a' la gente, hablo 'con' la gente»: «Algo tan simple como hablar 'a' la gente en lugar de hablar 'con' la gente puede levantar una barrera a la motivación. No soporto cuando alguien habla y me señala con el dedo. Les digo: '¡Cuidado! Podría dispararse'».
«Que te lo quiten de las manos»: «En vez de ahorrar dinero en nuestra empresa nos dedicábamos a gastar dinero para hacer un buen producto. Porque hacen falta cuatro buenos productos para eliminar el recuerdo de uno malo».
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