¿Por qué perdemos el control? Esto le pasa a tu cuerpo y a tu cerebro en pleno estallido de ira

Lo que sucede es que la emoción «secuestra» a la razón, explican gráficamente los expertos

Miércoles, 30 de noviembre 2022, 18:26

Un bebé con hambre o con frío llorará hasta que le tapemos o le demos de comer. «A los 6 o 7 años empiezan a desarrollar ciertos mecanismos de autorregulación y autocontrol, pero un niño de 2 años no puede ocultar ni gestionar una rabieta. ... No se para a pensar: 'Mi madre tiene un mal día, no voy a enfadarla'. No puede hacerlo, su cerebro no está preparado para eso», explica Rafa Guerrero, director de Darwin Psicólogos y autor del libro 'El cerebro infantil y adolescente' (Libros Cúpula).

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De hecho, no lo estará hasta «los 24 años aproximadamente», señala Valentín Martínez Otero, doctor en Psicología y profesor de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid. Situémenos: hablamos de la corteza prefrontal, «que se ubica 'detrás' de la frente» y que es la que se encarga, entre otras acciones, «de controlar los impulsos y las emociones», explica Rafa Guerrero. Y recurre a una comparación muy gráfica: «Los lóbulos frontales serían los líderes del cerebro, el director de orquesta. Son la sede de funciones ejecutivas como la concentración, la planificación, la regulación emocional, la inhibición de impulsos...».

Así que no, no es que los adolescentes 'pasen' de todo y hagan locuras. Es que esa parte de su cerebro «está en obras». A los veintitantos ya tiene «una buena wifi»... Entonces, ¿por qué perdemos el control los adultos? ¿Por qué nos embarga, de repente, la ira descontrolada, la rabia, nos ponemos agresivos? «Somos humanos y no tenemos la capacidad de controlar y prever todo», señala el punto de partida Guerrero.

–¿Todos podemos perder el control en algún momento, hasta la persona más 'templada'?

Martínez-Otero: Sí, efectivamente, pero hay personas más propensas, sobre todo las que tienen un alto grado de impulsividad. Se debe a una combinación de factores biológicos, sociales y personales: déficit en el control de las funciones ejecutivas (que permiten planificar y controlar la conducta), estrés, baja tolerancia a la frustración, dificultades económicas, agresividad, antisocialidad, escaso procesamiento de la información, abuso del alcohol y drogas, etc.

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Guerrero: Que en un momento puntual o en una etapa concreta de la vida (tras una enfermedad, una separación...) se tenga menos capacidad de control o se esté irascible no es preocupante. El problema está cuando se pierde el control de manera habitual, cuando nos comportamos casi siempre de forma impulsiva, actuamos con rabia, todo nos sienta mal...

Palpitaciones, sudor...

Y la rabia es, precisamente «la emoción que más nos hiperactiva y que es más espectacular, más emocional, más corporal. Es más difícil gestionar la tristeza, pero la tristeza nos apaga. Ponemos mucha más cara de enfado que de tristeza», señala Guerrero. Otra cosa es que de una emoción se acabe llegando a la otra. «Tras un episodio de pérdida de control podemos sentir ansiedad, síntomas depresivos, culpa, baja autoestima... y tristeza», completa Martínez-Otero.

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– ¿Qué le sucede al cuerpo y al cerebro cuando perdemos el control?

Guerrero: Las amígdalas cerebrales, la zona donde se siente el enfado, el miedo, la tristeza... se hiperactivan y la corteza prefrontal, que es la que se encarga de la gestión de esas emociones, queda anulada. Es como una hiperreactividad emocional unida a una incapacidad de gestionarla. La emoción es tan potente que secuestra la razón.

Martínez-Otero: Hay también sintomatología física que se traduce en palpitaciones, sudor, tensión creciente, rabia e irritabilidad... pero también un alivio o placer momentáneo.

Cuando eso sucede, ¿qué hacemos? «Hay personas con gran capacidad emocional capaces de hacer ejercicios de relajación y respiración para tranquilizarse. Pero la mayoría no, así que lo ideal es que, como somos una especie social, alguien nos saque y nos trate de calmar y dar el control que nos falta en ese momento. Si estás solo es más difícil salir del bucle, pero como reflexionar no puedes porque neurológicamente es imposible, en ese momento, es útil ir a correr, llamar por teléfono a un amigo, o salir simplemente a la calle, dar una vuelta a la manzana, mojarnos si es que llueve porque el hecho de sentir la lluvia, el frío... nos ayudará a tranquilizarnos.

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Obviamente, hablamos de pérdidas de control puntuales: una discusión de trabajo que sube de tono de repente, un desencuentro entre amigos que acaba en bronca, una mala reacción con el niño... Un momento puntual que no tiene que ver con «trastornos del control de impulsos que provocan la incapacidad de resistir un acto o suponen un comportamiento impulsivo que puede ser perjudicial para el sujeto o para otros: tricotilomanía (arrancarse el pelo de forma recurrente), trastorno explosivo intermitente (incapacidad para controlar los impulsos violentos), juego patológico (impulso incontrolable de apostar), cleptomanía, piromanía, compra impulsiva», enumera Martínez-Otero.

El salto de la discusión a la bronca agresiva

Un estallido de ira pone a trabajar intensamente al cerebro. «Cuando se produce una reacción emocional, inmediatamente hay una activación del sistema prefrontal para intentar evaluar esa emoción y la conducta que va a surgir de ella», explica José Luis Carrasco, presidente de la Sociedad de Psiquiatría de Madrid. Los niños y los adolescentes no tienen esa capacidad de contención, pero los adultos sí. ¿Entonces? «En las áreas prefrontales se recoge la información sobre los valores, lo que para uno es la justicia o la solidaridad... Esas ideas se adquieren por contagio, por aprendizaje, pero también se aprende el odio, el racismo... Y en función de esa información que tenemos almacenada y seguimos almacenando durante toda la vida, se elabora la reacción a esa emoción intensa». Dos ejemplos: «Un chaval de 18 años que tenga asentada una idea de la paternidad positiva basada en el cariño, el apoyo y el respeto va a ser difícil que pegue a su madre o a su padre en el transcurso de una discusión fuerte. Igual que una persona que tiene instalada la idea de que no nos podemos fiar de nadie, de que la gente es agresiva... en una discusión con un compañero de trabajo, por ejemplo, la cosa puede pasar de una bronca normal a un estallido agresivo».

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