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Txema Rodríguez
Martes, 22 de agosto 2023
Mi primera misión arriesgada, o la segunda, después de pensarlo mucho, o de pensar que lo he pensado, consiste en salirme del camino previsto. Cualquiera comprende que la naturaleza de la tierra se transforma con los años y que, donde antes hubo campos de labranza ahora habitan naves industriales y que los caminos toscos de paisanos a lomos de mulas han dejado paso al asfalto y a los camiones de gran tonelaje. Saliendo de Torija, sobre el puente que franquea la autovía, se divisa un mundo plano y uniforme de construcciones metálicas, algunas acabadas de nacer, con su trajín de grúas y polvo, otras ya lustrosas, de imponentes puertas automatizadas que devoran remolques sin parar. Hasta aquí alcanza el industrioso corredor del Henares y sobre los antiguos trigales se asienta este nuevo mundo de cemento y máquinas, de hileras interminables de cajas que contienen objetos. Desde prendas de ropa hasta recambios de automóvil. Ya lo dije ayer, pero me gusta cerrar los ojos e imaginar ese camino electrónico por el que cada vez que desde nuestro hogar compramos algo, a alguna de estas estructuras llega una que pone en marcha un ágil proceso de transporte.
Lleno el depósito en la gasolinera y voy a buscar un sitio donde pueda dormir. Es sábado, el pueblo está lleno de domingueros y quiero ver qué hay al otro lado del centro logístico. Salirme del libro. Dando vueltas encuentro una carretera que se estrecha y una señal que indica el final del polígono. Ha de ser ese el camino que me gusta, una bajada sinuosa por un valle silencioso hacia un pequeño pueblo, Rebollosa de Hita. Uno de esos lugares donde hay que dejar los coches jugando al tetris. Allí me encuentro a Jesús, que cada día, a eso de las cinco, abre las puertas del campo a una docena exacta de gallinas. Fue agricultor, como su padre y como su hijo, que es el último que queda en este lugar. Se sienta en un rincón en el que golpea el sol sin piedad cuando no corre el aire, en un banco de esos en los que te quedarías a vivir, incluso a morir, mientras ves cómo las gallinas bajan picoteando hacia el paisaje alternado de olivos, trigo y cebada. Este año ni se va a segar porque no ha caído ni una gota de agua.
– Pero está verde, le digo haciéndome el urbanita ignorante. Lo que soy.
– Sí, verde y pequeño, sentencia con expresión de pena. Una ruina.
Me he quedado un rato contemplando el hermoso paisaje y la ropa tendida contra un muro. A pocos metros está la iglesia, se ofrece a abrirla para mí. Me desabrocho la camisa y, como siempre, me lamento de no llevar una gorra. Jesús tiene ochenta y ocho años y dejó de trabajar hace cinco porque le gustaba el campo pero «hasta cierto punto, sin pasarse». Tiene buen humor.
– Todo lo hace uno por ayudar al hijo, hubiera querido que no se dedicara a esto, pero por lo menos ahora no hay que segar a mano porque aquí cuando pega el sol los veranos se hacen muy largos. A las tres de la madrugada nos teníamos que levantar y a por las mulas.
– Bueno, le digo, voy a buscar a tu sobrina (aquí era imposible que no fueran conocidos o familiares), que me ha ofrecido una casa donde dormir. Igual mañana vuelvo.
– Cuando quieras, aquí no hay malos quereres.
Mila me espera al final del pueblo. Unos cien metros en línea recta. En una plaza minúscula con tres árboles presidida por una vieja aventadora de trigo, puesta allí como homenaje a quienes la usaron. La mujer vive a caballo entre Guadalajara y Rebollosa. Resulta ser una síntesis precisa de la evolución de estas tierras, pues todavía conoció de niña el trabajo con animales y ahora se dedica al control de calidad en una de esas naves industriales. Me cuenta, mientras paseamos al perro, que básicamente su labor consiste en abrir cajas de modo aleatorio y comprobar que el pedido que contienen sea el correcto y esté bien envasado según las normas. Cuando el bicho ya ha hecho sus cosas y me he instalado en una cómoda casita que antaño fue un pajar partimos rumbo a Trijueque, desde cuyo mirador se contempla uno de esos paisajes que te dejan boquiabierto. Mila me señala las protuberancias montañosas que asoman a lo lejos. Se sabe cada nombre, de izquierda de derecha, la Muela, el Colmillo, el pico del Lobo, el cerro de Hita y, a lo lejos, el pico Ocejón. Habla con pasión de esta tierra, me habla de lugares a los que ir, de platos que probar, como las migas con chocolate, y también me explica el origen del nombre de esta comarca. Las alcarrias que le dan nombre, son una sucesión de páramos en meseta combinados con los profundos valles creados por la erosión de los ríos. Luego se hace el silencio y cada uno se encierra en sus pensamientos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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