CARLOS BENITO
Domingo, 26 de septiembre 2021, 00:04
La posteridad, ese recuerdo que dejamos después de nuestra muerte, se manifiesta de maneras muy distintas y a veces inesperadas. Y, aunque ciertamente puede adquirir formas más ilustres, la que vamos a examinar hoy acaba siendo una de las más eficaces: hay personas que dejan su nombre ligado a un plato y son así citadas por miles, millones de personas cada día en cocinas, comedores y mercados, en una especie de inmortalidad cotidiana. Es el caso del marqués Louis Béchameil, que seguramente se habría sorprendido al descubrir que, cuatro siglos después de su nacimiento, no lo recordamos por sus éxitos sociales o como patrón de las artes, sino por la salsa que lleva su apellido. «¿Era este financiero un gastrónomo y un gourmet, era competente de algún modo en el arte culinario? No lo sabemos», admite el 'Nuevo Larousse gastronómico'. Todo apunta a que la salsa de marras la desarrolló un cocinero de la corte francesa, a partir de una receta anterior, y se la dedicó al marqués para hacerle la pelota. Ya en sus tiempos hubo otro aristócrata que ironizó sobre la situación: «Qué suerte tiene este Béchameil. Yo servía pechuga de pollo 'à la crème' veinte años antes de que él naciese, pero nunca tuve ocasión de dar mi nombre ni a la salsa más insignificante».
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La tradición afirma que la pizza margarita toma su nombre de la reina Margarita de Saboya y que el cuarto Duque de Sandwich mandaba servir bocadillos de carne para no interrumpir sus partidas de cartas (o, según otra versión menos canalla, para seguir trabajando en su escritorio). Quizá no sea tan conocido como referente gastronómico el bueno de Vittore Carpaccio, un pintor veneciano de los siglos XV y XVI que se quedaría atónito al verse perpetuado como plato de carne cruda. El carpaccio, basado en una preparación tradicional del Piamonte, nació en 1950 en el Harry's Bar de Venecia, para complacer a una condesa que debía consumir carne sin cocinar por prescripción médica. Su creador, Giuseppe Cipriani, decidió bautizarlo como el pintor porque los tonos rojos y blancos del plato le recordaban a sus cuadros: ya lo había hecho un par de años antes al inventarse el bellini, un cóctel cuyo color le hizo pensar en una toga pintada por otro artista veneciano, Giovanni Bellini. Los dos pintores fueron contemporáneos y hoy podemos juntarlos en nuestra mesa, a modo de estimulante aperitivo cultureta.
El hermano Clément Rodier fue un fraile francés del siglo XIX que se ocupaba de cuidar las plantas de un orfanato cercano a Orán, en Argelia. Era un hombre curioso y emprendedor, que introdujo numerosos cultivos hortícolas en el continente africano y experimentó con distintos injertos, pero no está claro si la clementina fue fruto de una de esas pruebas o surgió de forma accidental en el enorme huerto de la institución. En cualquier caso, entusiasmó a los chavales y, al parecer, fueron ellos mismos quienes empezaron a denominarla con el nombre del religioso. Una muestra similar de afecto permanece en el nombre de la manzana Granny Smith, es decir, la abuelita Maria Ann Smith, que empezó a cultivar esta variedad en Australia en el siglo XIX.
Algunos cocineros han prestado su propio nombre a sus creaciones. La suculenta tarta Tatin recuerda a las hermanas francesas Stéphanie y Caroline Tatin. La ensalada César la inventó el italiano Cesare Cardini en el Caesar's, su local de Tijuana, donde los californianos daban esquinazo a la Ley Seca. Y los nachos se llaman así por Ignacio Anaya, un chef mexicano que se encontró en un aprieto en el local de Piedras Negras donde trabajaba. Allá por 1940, unas clientas habituales, esposas de militares estadounidenses, pidieron un tentempié: unos dicen que las señoras habían llegado al establecimiento demasiado pronto; otros, que demasiado tarde, y también hay quien sostiene que reclamaron específicamente al hostelero que las sorprendiese con algo novedoso. El hombre, apurado, aderezó unas tortillas de maíz con queso fundido y rajas de jalapeño, las sirvió como 'el especial de Nacho' y, evidentemente, salió bien librado. Nunca dio mucha importancia a su receta (solía decir que era «como cualquier otro plato de la frontera»), pero, cuando pudo abrir su propio restaurante, le puso de nombre El Nacho.
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