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Sigüeiro-Santiago de Compostela 16,5 kilómetros nos separan de nuestro destino. Allá vamos
Si al enfrentarse a un problema, Billy Wilder siempre pensaba cómo lo haría Ernst Lubistch, yo siempre pienso cómo lo haría Pitita Ridruejo. Y Pitita habría hecho el Camino con chófer y en paradores. Seguro. Intenté emularla, pero no coló. Al menos, conseguí que el trance fuera llevadero: hice la ruta jacobea más corta, durmiendo en hostales y sin tener que cargar con la mochila, circunstancias que mi cadera ha agradecido enormemente. De hecho, no me duele tanto desde hace un par de días. Entre eso, y que mi cuñada Isa dice que ha recuperado la vista, comienzo a pensar que Santiago tiene mano en el negociado de milagros y similares.
Parece mentira, pero esto se acaba. Afrontamos la última etapa del Camino. Isa, ante la cercanía del fin, deja de contenerse: prudente, no ha protestado en ningún momento durante las etapas, pero su antipatía inicial hacia el Camino se ha ido convirtiendo en clara hostilidad. «Es que no entiendo qué necesidad hay. Que sí, que ves sitios maravillosos y tal y cual, pero los puedes ver igual viajando en coche y sin tener que deslomarte. ¿No crees, Rosa?». Rosa no sabe, no contesta: aún tiene que metabolizar todo esto.
Mi santo, en cambio, está exultante. Es un tipo al que conceptos como sacrificio y afán de superación no le resultan tan ajenos como a mí. «En la vida había pensado yo que iba a ser capaz de andar seis horas seguidas. Y, además, hacerlo por estos parajes. Es una maravilla», dice. Antonio escucha a su hermano, pero no se pronuncia. Creo que, al igual que yo, se debate entre los dos mundos, entre el de la tremenda tontería y el de la quijotada. Somos el obligado porcentaje de indecisos.
Paramos a tomar un café a la salida de Sigüeiro. ¡Anda! Pero si esas son las Diésel, las sevillanas con las que habíamos quedado para tomar un vino la noche de marras y nunca aparecieron. Qué alegría. Y qué resolución tan tonta de un misterio: resulta que no se alojaban en nuestro hostal, sino en el de enfrente. Acabáramos.
Volvemos a andar. El tiempo, que nos ha favorecido casi siempre, se ha vuelto en nuestra contra; hace un calor infernal, injusto. Pero dos motivaciones nos impulsan a seguir: la primera es que hoy alcanzaremos Santiago. La segunda es que vamos a llegar antes que los rocieros, puesto que ya llevamos un rato caminando y aún no nos los hemos encontrado. Ellos, tan preparados, tan equipados, tan capaces y tan señoritingos, se han convertido en nuestros enemigos mortales, en nuestra némesis. Y este es el duelo final.
A mitad de una cuesta gigantesca, nos sentamos a descansar. Mientras me enciendo un cigarrillo, por el rabillo del ojo veo que los rocieros se acercan por el horizonte. ¡Maldición! Aunque vienen despacio, cansados y cabizbajos, al echarnos la vista encima recuperan el resuello prodigiosamente. Aprietan el paso, suben la cuesta con decisión, nos sueltan un 'hasta luego' burlón y nos rebasan. Nos quedamos con el cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Van a llegar a Santiago antes que nosotros.
Tras aceptar lo inevitable con la poca dignidad que nos queda, acabamos nuestros cigarrillos y retomamos el camino bajo un sol inclemente que hace aún más cruel nuestra derrota. Afortunadamente, el sendero se interna en un bosque, y andamos un rato bajo un arbolado frondoso y fresco que conduce hasta un barecillo. De repente, mi santo nos susurra: «Ey, los rocieros están tomándose un café. Y no nos han visto». Sigilosos, ocultándonos tras los árboles, avanzamos unos metros. Cuando estamos fuera de su alcance, comenzamos a andar rápido. Mucho. Muchísimo.
«¡Venga, vamos! ¡No quiero ver a nadie rezagado! ¡Se bebe andando, se come andando, se fuma andando, se mea andando!», les espoleo bastón en mano. Me ha poseído el espíritu del sargento de hierro. Mis sobrinas se ponen en cabeza de la marcha, mi santo grita «¡Por Mugardos!», y Antonio e Isa se dejan llevar por el espíritu del grupo. Somos los indios luchando contra los vaqueros, somos William Wallace combatiendo contra los ingleses, somos la rebelión cantonal, somos los que nunca pudimos saltar el plinton en el colegio compitiendo contra el equipo rumano de gimnasia en Montreal 76.
Como una exhalación, pasamos por un polígono industrial que hay a la entrada de Santiago. Venga, ya solo es cuestión de un par de kilómetros más, sí, pero se nos están haciendo eternos. Agotados, aflojamos un poco el ritmo. Y, en ese justo instante, reaparecen los rocieros. «¡Vamos, vamos, vamos!». Estamos al borde del colapso pero, con un esfuerzo homérico, volvemos a dejarlos atrás.
Sin darnos cuenta, y entre risas, sudores y ahogos, hemos entrado en Santiago. «Señora, si ve a unos peregrinos que vienen persiguiéndonos, haga lo posible por entretenerlos. Desmáyese, o algo así», le dice mi santo a una pobre mujer que arrastra un carrito de la compra y que, a estas alturas, todavía no habrá salido de su asombro. El tío es más Pierre Nodoyuna que William Wallace, y hace bien: hay momentos en los que la vida ha de dejar de ser un relato épico para convertirse en una novela picaresca. O en unos dibujos animados.
Siguiendo el camino de señales amarillas sorteamos los coches, nos saltamos los semáforos en rojo, driblamos a los viandantes. Falta poco, muy poco. Mirad. Por ahí asoman las torres de la catedral.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
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