Pontedeume-Betanzos La etapa de hoy son 20 kilómetros.
La noche ha sido rara, larga y desasosegante; la cadera no me ha dejado descansar. Para colmo, hoy nos enfrentamos a la salida asesina de Pontedeume. «Esta etapa es bastante más exigente que las anteriores. Las personas con movilidad reducida han de tener en cuenta ... este hecho», apunta la guía. Pues mira, esta mañana yo tengo menos movilidad que un Playmobil, y como un taxi nos ha de recoger en Neda para llevarnos hasta el punto en el que ayer acabamos la etapa, voy a saltarme los dos kilómetros de subida, que ya arreglaré cuentas con Santiago Apóstol. Aunque, ahora que lo pienso, él llegó a Cartagena en barco, y no nadando. Que conste.
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Hemos hecho trampa, sí, pero pequeñuja. Todavía hay quien nos gane: «Una vez llevé a una guiri que me pidió que la dejara a cien metros del albergue», nos dice el taxista. A pesar de habernos saltado un par de kilómetros, nos quedan dieciocho hasta Betanzos, y aún tenemos que coger el Camino. «Seguid las señales blancas en el suelo», nos dicen en un bar. Y eso hacemos pero, cuando parece que estamos a punto de llegar, la última flecha nos indica un desvío por un sendero tenebroso. ¿Y si es un cebo? ¿Y si, al final del camino, hay una cabaña de madera habitada por un tío que lleva una máscara de piel humana en la cara y una motosierra en la mano? Optamos por no seguirlo, y el rodeo acaba compensando los dos kilómetros que nos habíamos ahorrado.
Ya en el rumbo correcto, nos percatamos de que hay dos chicos que caminan detrás de nosotros. Él es de Taiwán, ella de China, y va tapada de la cabeza a los pies: sombrero de ala ancha, calcetas negras que le llegan a medio muslo y una suerte de guantes de media que le cubren desde la punta de los dedos hasta los antebrazos. Son majos pero, a la primera cuesta, nos pasan, los muy chinos. Luego nos los encontraremos reponiendo fuerzas.
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También nos adelanta un grupo de andaluces. Como socióloga de campo que soy, me atrevería a apuntar que pertenecen a la especie rociera: los hombres, señoritingos cincuentones de caracolillos en la nuca y pulseritas en las muñecas; las mujeres, ligeramente más jóvenes, lucen las mallas con tronío flamenco. Sudan igual que nosotros, eso sí: en la Galicia caníbal fai un sol de carallo.
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El camino es una cuesta sin fin, una subida maldita que nunca acaba. Extenuados, encontramos un sitio donde parar en Bañobre, cerca de la ría de Betanzos. La regenta Rocío, propietaria de una tienda de muebles en la que ofrecía agua y descanso a los peregrinos y que, tras la pandemia, reconvirtió en una cafetería para los caminantes. Rocío es nerviosa, dicharachera, y tiene todo lo que uno pueda necesitar para pasar este trance: gasas y yodo, café y té, empanada y bizcochos.
Con un café y un trozo de bolla en el cuerpo, seguimos andando. Venga, otra cuesta. Esto es insufrible. Ya entiendo el motivo de la introspección del Camino: a las puertas de la muerte, veo pasar mi vida como si fuera una película, pero no encuentro nada que merezca la penitencia que estoy sufriendo. Los pies me pesan igual que si llevara unas botas de plomo, las piernas están rígidas y, cuando el sol consigue colarse entre las copas de los árboles, pica como un demonio loco. Casi no puedo respirar, y tomo notas grabando unos audios que deben de sonar a acosador sexual telefónico. Desahuciada, me enchufo a Spotify, me encomiendo a San Morrissey de Todas las Criaturas Grandes y Pequeñas, salta 'How soon is now?' y se me clava el verso 'and all my hope is gone'. Y tanto que toda mi esperanza se ha ido. Yo no llego a Betanzos. A mí enterradme con duelo entre la playa y el cielo. Debajo de una hortensia.
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De repente, se obra el milagro: la cuesta se acaba. Y, justo al final, como un premio más que merecido, aparece un puestecito de los Ángeles del Camino. También te digo que podían haber llegado antes para cogerme en brazos y llevarme, volando, hasta Betanzos; para eso tienen alas. Aunque aquí estamos, en una suerte de oxímoron: muertos, pero vivos.
Entramos a Betanzos. Otro milagro: la iglesia de Nosa Señora do Camiño está abierta. Es algo inusual, ya que todas las parroquias que hemos encontrado en los últimos días estaban cerradas. Culturizados y bendecidos, bajamos hasta Betanzos y nos hincamos tres cervezas del tirón. En nuestro descargo he de decir que no podemos beber otra cosa, ya que en esta localidad hay un tremendo brote de gastroenteritis, y el agua potable no es apta para el consumo.
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Mientras nos refrescamos, nos topamos con las actrices, que siempre llegan antes porque se levantan muy temprano para coger sitio en el albergue. Pero, espera: ¿esos que están en la mesa de al lado no son los rocieros? ¿Y ya están con el postre? No es posible que nos hayan cogido tanta delantera. «Me apuesto el cuello a que se han pillado un taxi», dice mi cuñado, mosqueadísimo. Automáticamente, los rocieros se convierten en el enemigo a batir, y comienza un duelo entre los pueblos de España que me río yo de 'El Grand Prix'.
Nos dirigimos hacia el hotel. Y ahí se obra el tercer milagro: es bonito, cómodo, moderno. Los hostales no están mal, pero tienen unas cortinillas de ducha que se te pegan a la piel como una medusa. Me doy un baño eterno, y mi santo y su hermano piden hora para un masaje. Me han salido más señoritos que los rocieros.
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