IRATXE BERNAL
Domingo, 23 de octubre 2022, 00:03
Por muy solo que uno esté en la vida siempre tiene un heredero. Por lo menos en España, donde legalmente no existen las herencias sin dueño. Llegado el caso de que no haya beneficiarios todo acaba pasando a la Administración. Es decir, que el Estado ... o la comunidad autónoma –en función de donde tengamos nuestra última residencia– cierra siempre la lista de posibles herederos. Y, al contrario de lo que puede suceder con los particulares, siempre acepta porque se le permite hacerlo a beneficio de inventario. Esto quiere decir que nunca hereda las deudas, porque si las hay solo responde de ellas hasta donde alcance el valor de los bienes heredados.
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Pero antes de llegar este punto tienen que darse varios supuestos. Entre los más comunes, el primero es que no haya testamento y que del acta notarial de declaración de herederos –la que deben presentar los posibles interesados en recibir los bienes– resulte que no haya nadie con ese derecho, lo que ya abre la vía administrativa para declarar como heredero a la Administración.
Por otra parte, puede que sí haya testamento pero todas las personas designadas en él hayan rechazado la herencia. «Esto es algo relativamente frecuente en tiempos de crisis. Unas veces es porque se sabe a ciencia cierta que hay deudas a las que no se puede o no se quiere hacer frente, como una hipoteca, por ejemplo, y en otras ocasiones es porque se desconoce el contenido de la herencia y ante la posibilidad de que conlleve deudas resulta preferible rehusar», explica Carmen Velasco, notaria de Bilbao y vicedecana del Colegio de Notarios del País Vasco. Los datos lo corroboran; en 2021 la incertidumbre económica derivada de la pandemia –y el mayor número de defunciones del año anterior– llevó las renuncias a la cifra récord de 55.574, un 15,1% de los casos, según el Consejo General del Notariado.
«En algunas comunidades con legislación foral, como el País Vasco, Navarra y Aragón, por ley la aceptación pura y simple ya implica el beneficio a inventario. No hay que hacer nada para evitar responder con nuestro patrimonio a las deudas del difunto. Pero donde rige el régimen de Derecho Común, la aceptación pura y simple supone asumir esas deudas. También allí se puede heredar a beneficio de inventario, pero hay que indicarlo expresamente. Así que, por desconocimiento o porque es más sencillo renunciar, hay quien optar por dejar que otro –o nadie– se haga cargo de la herencia», matiza la notaria.
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Sin embargo, pese a la renuncia de todos los citados en el testamento, aún no podemos decir que no haya herederos. Fuera de esa lista todavía cabría la posibilidad de dar con alguien interesado y legitimado. La ley reconoce ese derecho a los parientes colaterales de hasta cuarto grado del fallecido. Por lo que, tras probar con padres e hijos (primer grado), abuelos, nietos y hermanos (segundo) y tíos, sobrinos, bisabuelos o bisnietos (tercero), el legado podría acabar en manos de los primos del difunto.
Como cada familia es un mundo, estos herederos 'por descarte' pueden estar al tanto del fallecimiento y las circunstancias que rodean el legado o ni tan siquiera conocer al difunto y, por tanto, ignorar su opción de reclamar esos bienes. De ponerles al tanto se ocupan los despachos 'cazaherederos', que a veces inician su búsqueda por iniciativa propia tras ver alguna notificación sobre herencias yacentes en el Boletín Oficial del Estado, pero en muchas otras lo hacen a instancias de «vecinos o administradores de fincas que no quieren en su comunidad un inmueble sin propietario que genera impagos, cuando no problemas peores», explica Pablo González, responsable de la compraventa de derechos hereditarios y la liquidación de los bienes en el Grupo Hereda. «A ellos no les cuesta nada, ya que somos los bufetes quienes corremos con todos los gastos y, finalmente, pactamos con el heredero el pago de un porcentaje del patrimonio».
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Para encontrar a esos parientes «que pueden estar en cualquier rincón del mundo» rastrean «ayuntamientos, registros y hasta cementerios y esquelas», en un proceso que les lleva entre dos y seis meses y tras el que, de entrada, no siempre son bien recibidos. «Antes era muy normal que ni nos creyeran, que nos recibieran con mucho escepticismo. Ahora la existencia de despachos como el nuestro es más conocida y lo habitual es que la persona pregunte en su entorno, investigue un poco por su cuenta, y cuando ve que es cierto que puede ser el heredero de alguien a quien igual ni conoce, nos llame para gestionarlo todo e incluso, si quiere liquidez inmediata, vendernos sus derechos sobre la herencia», explica González, quien subraya que «lo normal es que haya más de una persona con derecho a reclamar y se notifique a todos».
Si nadie pide esa búsqueda es la Administración la encargada de hacerla antes de poder reclamar ella esos bienes. «Debe investigar si hay herederos hasta cuarto grado y, si los hay, requerirles preguntándoles si han aceptado porque necesita la certeza de que, o bien no existen o bien no están interesados», explica Velasco. Ese requerimiento puede hacerse al cabo de treinta años o antes si es alertada, por ejemplo, por un ayuntamiento que detecta que hace tiempo que no se paga el IBI de un inmueble. De hecho, en las comunidades bajo el régimen de Derecho Común se recompensa con un 10% de la liquidación del patrimonio a los particulares que informen de una herencia yacente a la Agencia Tributaria. Ojo, que hay que aportar documentación como «la justificación del fallecimiento del causante, el domicilio del mismo, la procedencia de la sucesión intestada o la relación de sus bienes y derechos».
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Cuando la heredera es la Administración General del Estado, el Código Civil establece que los bines deben liquidarse –generalmente por subasta–, salvo que por su naturaleza –objetos artísticos, por ejemplo–, el Consejo de Ministros acuerde otro destino. El Tesoro Público recibe los beneficios de esa liquidación y debe destinar dos terceras partes a fines de interés social a través de los Presupuestos Generales. Donde hay legislación foral, el patrimonio puede repartirse a partes iguales entre la comunidad, la Diputación y el municipio donde el fallecido tuviera la vecindad civil.
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