Caza mayor

Relato negro ·

Si quieren garantía de ternura, procuren que en el proceso de la muerte no medie el estrés

Acaban de decir en el Sálvame Deluxe que comerse un torrezno no es, en ningún caso, lo mismo que comerse una papaya. Yo, que de tocino, piel y frutas tropicales sé más bien poco, no estoy en condiciones de fundamentar una opinión sólida al respecto. ... Sin embargo -y no es por tirarme el pisto-, hay otras especialidades culinarias en las que dudo que puedan encontrar un paladar más refinado que el mío, o unas manos más hábiles que estas dos a la hora de la elaboración y la mise en place, como dicen últimamente por la tele los cocineros modernos. La carne de caza, por ejemplo, que tiene fama de puñetera, a mí me sale de escándalo. Si -bien por una cuestión técnica o bien, directamente, a causa de la envidia- no terminan de tener fe en las capacidades gastronómicas que les vengo relatando, pueden preguntarle su opinión a mi marido. Aunque, siendo honesta, dudo que les conteste: los muertos tienen la mala costumbre de no verbalizar sus cumplidos.

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Mientras vivió, Rodolfo siempre depositó en mi cazuela los manjares más selectos al alcance de su escopeta: ni las liebres, ni las perdices, ni los corzos, ni los jabalíes se resistieron jamás a su buena puntería. Sin embargo, y aunque él tardase bastante en darse cuenta, era obvio que la verdadera pieza de caza mayor siempre fue él. Juzguen ustedes mismos: un funcionario nivel 30 a las órdenes del mismísimo ministro del Interior, con tres pisos en propiedad, además de un chalet con piscina en la costa de Tarragona y un Porsche descapotable, que cuando me venía a buscar a la peluquería a mi jefa se le ponían los ojos del revés. Y además guapo, el gachó. Porque lo fue. De hecho, aún lo era cuando murió, pero claro, los años no pasan en balde. A todos nos pasa, con el tiempo nos volvemos correosos, ¿verdad? Por eso hay que procurar darse prisa.

Bueno, vamos a lo que les estaba contando, que me pongo a hablar y hablar y la sin hueso ya saben, tiene vida propia. El secreto de un buen estofado siempre, siempre, siempre está en el sofrito. Un buen aceite de oliva, aunque no hace falta que sea el más caro del supermercado. En esta casa ya no queda nada virgen, ni siquiera el aceite. Tres o cuatro dientes de ajo, yo les quito la raíz para que luego se me repitan menos. Una cebolla, una y media si son pequeñas. Puerro al gusto. Un pimiento verde, de esos largos, ¿cómo los llaman? Ah, sí, italianos. Medio pimiento rojo. Y, si me pongo tonta, una ñora tostada. Todo esto muy finito, muy finito, como si quisieran hacerlo desaparecer sobre la tabla, y a fuego suave, como se hacen todas las cosas buenas. Mientras se cocina, pueden añadirle tres o cuatro pellizcos generosos de sal y un par de vueltas de molinillo de pimienta. El comino tampoco sobra nunca, al menos con la carne. Con el pez ya es más delicado. Y yo -aunque esto ya es una opción personal- no le echo pimentón. Salvo que no tuviera ñoras, claro.

Cuando pongan la carne en la olla, es mejor que tengan los tomates ya picados y sin semillas y el vino blanco de cocinar a mano, aunque, si se ponen ustedes gourmets, el fino de Jerez le da al puchero un aroma estupendo. Con respecto a la chicha, les recomiendo encarecidamente que la preparen ustedes mismos: los carniceros de hoy en día cortan igual un pichón que un pollo, y les da igual trabajar un solomillo de jabalí que un triste lomo de cerdo estabulado. Algunos truquitos: los brazuelos de corzo dan muy buen resultado guisados, y a las perdices, si son pequeñas, lo que mejor les va es un escabeche. En lo referente a carne humana, la cosa se complica un poco. Sin embargo, la regla general es clara: si quieren garantía de ternura, procuren que en el proceso de la muerte no medie el estrés y que el sujeto no supere las cuarenta primaveras; huyan, a su vez, de soluciones sacrificiales químicas, ya que terminan por contaminar la materia prima. Mi Rodolfo, que en paz descanse, quedó tan exquisito al plato como lo era al natural. Y eso, disculpen la falta de modestia, tiene mucho mérito.

El cura no me salió tan bueno. El pobre, que ya tenía sus achaques, quedó duro como una piedra, y eso que lo tuve cuatro horas al chup chup. Yo ya sabía que ese hombre no iba a tener buen sabor, se le notaba en los dedos de las manos, en la sombra gris de las arterias, pero aun así lo cociné con mimo y esmero. Es una cuestión de respeto al producto, ¿comprenden? Les aseguro que intenté por todos los medios a mi alcance no verme obligada a despiezar y adobar una carne con tanto nervio, pero no me quedó más remedio. El secreto de confesión corría peligro con él. ¿Que cómo lo supe? Eso se ve en los ojos, en el temblor sobrevenido, en la voz quebrada con la que me impuso los siete avemarías. En cualquier caso, me estuvo bien empleado, por cándida: con estos curas rojos que se dedican a acoger mendigos e inmigrantes en sus iglesias nunca se sabe. Esta vez escogeré con más tino a mi confesor. Mejor un clérigo de un barrio pudiente, uno de esos llenos de urbanizaciones con piscina, ¿saben? Y, si puede ser, que esté recién salido del seminario: los sacerdotes jóvenes no son unos chivatos, porque aún conservan sus convicciones intactas. Y, si pese a todo no me fío de él, habrá menos posibilidades de que me vuelva a quedar duro el guiso.

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