Corsino
RELATO DE HUMOR ·
Era de un pueblo aragonés y de familia agricultora. Tenía cara y tamaño de caballo percherón feoRELATO DE HUMOR ·
Era de un pueblo aragonés y de familia agricultora. Tenía cara y tamaño de caballo percherón feoConocí a Corsino porque hicimos la mili juntos. Fue en 1983 en la caja de reclutas de Barcelona, habilitada en un caserón (antiguo convento y hoy museo del chocolate) situado al final de la calle Princesa, cerca de Las Ramblas. Éramos una pequeña guarnición, por ... fortuna bajo escasa disciplina militar, dedicada a un vasto trabajo burocrático y a la atención del numeroso público que acudía a los mostradores. La gran mayoría de la soldadesca trabajaba en las oficinas, al igual que los oficiales, allí pringábamos todos, pero unos pocos 'militronchos' estaban encargados de las labores de mantenimiento, entre ellos Corsino, que hacía chapuzas y recados.
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Corsino era de un pueblo aragonés y de familia agricultora. Tenía cara y tamaño de caballo percherón feo. Se movía con parsimoniosa galbana y como si fuera a desvencijarse a cada paso, pero poseía una enorme fortaleza física y unas manos del tamaño de las de King Kong. Caía bien a todo el mundo por su sencilla bonhomía. A mí me tenía aprecio y por ello se atrevió a pedirme un peculiar favor: quería mandarle a la novia una carta escrita a máquina. Corsino, con sus dedazos, no habría sido capaz de pulsar menos de dos teclas a la vez y no sabía expresarse por escrito, pero estaba seguro de hacer creer a su chica que era un solvente mecanógrafo; bastante surrealista, pero no fue lo único. Le dije que estaba a su disposición, así que después del horario de oficina nos pusimos a la tarea. Él me dictaba y yo escribía mejorando un poco las frases, con su permiso para cada aportación, en una modesta labor de Cyrano. Para lo referente a la mili, Corsino era un mixtificador con mucho morro.
- Ya me he cosido los galones de cabo primero.
- Corsino, querido, que eres soldado raso, como yo. Qué jeta tienes.
- Tú, pon, que a ella le hace ilusión.
Y entonces llegó lo enjundioso.
- Me ha dado mucho gusto lo que ya sabes. Pero se me han perdido. Manda más.
Le pregunté, claro, a qué se refería, pero le daba apuro decírmelo.
- Corsino, canta. Yo soy como tu abogado ─le infundía respeto que estuviera terminando la carrera que nunca terminé─. Lo que me cuentes queda entre nosotros: secreto profesional.
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Cedió y me costó que no me diera un palo de risa. Su novia le había mandado con la última carta pelitos que se cortaba del pubis. Corsino, tras olfatearlos y deleitarse con ellos, los guardó entre su fronda baja y desaparecieron en la exuberancia; le habría pasado lo mismo a una compañía de marines.
Corsino era menos vergonzoso para otras confesiones aún más sorprendentes. En presencia de varios, nos contó con naturalidad que su padre y él compartían una burrita, a la que se beneficiaban. Hasta que el animal se rompió las patas en una zanja y tuvieron que sacrificarlo. Pero la burrita reportó un aprovechamiento postrero: la asaron y se la comieron en una merienda a la que invitaron a los primos. «Estaba muy buena», apostilló Corsino con nostalgia. No le pregunté si se refería a la carne asada o como apreciación de estética zoófila.
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El coleguita de Corsino era Satirón, apodo del gaditano de la lavandería. A Satirón le gustaba dormir la siesta en el cuartito de las sábanas sucias y era tan primitivo como Corsino. Salían juntos de paseo, pero apenas se alejaban del acuartelamiento porque carecían de sentido de la orientación en la ciudad y se perdían con facilidad.
Corsino tenía buen corazón. Cada día sobraba mucho rancho y botellas de vino malo y se encargaba con frecuencia de repartirlo a pobres del barrio que, con un recipiente cada uno, hacían cola en la puerta del garaje. Éramos Fort Apache en medio del inseguro territorio de El Borne. De hecho, Corsino pasó una breve temporada en los calabozos del cuartel del Bruch por desfacer un entuerto. Le tocaba guardia en la entrada y vio que un 'mangui' le iba a robar la pensión recién cobrada a una anciana que salía de la sucursal de La Caixa, que estaba enfrente. Corsino cargó con el Cetme terciado y le rompió al chorizo la mandíbula de un culatazo.
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A Corsino lo licenciaron antes que a mí y, como suele suceder con los conmilitones, no volví a saber de él; espero que se encuentre bien. Quizá se casó con la novia de los pendejos postales y tuvo algún hijo con el que prosiguió la tradición familiar de compartir amores cuadrúpedos.
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