Con los calzoncillos secos
RELATO DE HUMOR ·
Éramos campeones del embuste, titanes de la trampa, colosos de la picardíaRELATO DE HUMOR ·
Éramos campeones del embuste, titanes de la trampa, colosos de la picardíaRAMÓN Palomar
Sábado, 23 de julio 2022, 00:07
Éramos políticamente incorrectos porque la dictadura de la correción no había esclavizado ni nuestras existencias ni nuestras costumbres. En aquella pandilla veraniega los motes estaban a la orden del día. Los patrones, por supuesto, se repetían. Estaba 'el gordo', 'el cabezón', 'el enano', 'el carapán', ' ... el gafotas', 'el chepas', en fin… Y así, prescindiendo de nuestros verdaderos nombres, funcionábamos sin problemas y sin miedo a recibir acusaciones de «gordofobia», «enanofobia» o lo que fuese. Lo nuestro era holgazanear, gandulear, maquinar diversiones, urdir travesuras, y las fobias todavía no habían aterrizado en nuestro universo. Todo resultaba más sencillo en aquellos ochenta primerizos y lo de traumatizarse tampoco entraba en nuestros planes.
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Durante aquellas vacaciones de verano de preadolescencia zumbona el tiempo adquiría una elasticidad prodigiosa. Dos meses y medio de modorra caliente se convertían en toda una vida donde las emociones te mordían los tobillos cada jornada. En aquella época éramos casi tan libres como Tom Sawyer y Huck Finn: no existía el móvil, por lo tanto, los padres no podían vigilarnos y gozábamos a nuestro antojo según nuestras ocurrencias. La calle era nuestro templo y siempre andábamos rondando por ahí, por las afueras del pueblo donde veraneábamos, montando nuestras bicis de fortuna, algunas tuneadas y otras no. Desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, el deambular sin rumbo y sin sentido era constante. Sólo regresábamos al hogar, normalmente la vieja casa de la abuela, para comer y merendar. A nuestros progenitores semejante ritmo tampoco parecía preocuparles demasiado, consideraban que el asilvestramiento curtía, endurecía. Sabían que ese rito primitivo formaba parte de la iniciación a la vida y de su pérdida de la inocencia.
Sólo una norma tajante flotaba por encima de nuestras cabezas: «¡No vayáis a bañaros al río, que hay remolinos y os podéis ahogar!», ordenaban las madres componiendo faz de Clint Eastwood en 'El sargento de hierro'. Y nosotros asegurábamos que seríamos obedientes, pero desafiar la regla nos producía un cosquilleo infinito porque nos sentíamos rebeldes con causa y las aguas del río nos atraían sin remisión. Las aguas del Júcar discurrían a tan sólo cinco kilómetros y eso representaba una breve escapada cabalgando sobre nuestras bicis. La primera vez que fuimos, apartando la vegetación, no nos impresionó demasiado. Arrojamos piedras y concluímos que la profundidad no superaba el metro. Remolinos peligrosos tampoco nos pareció observar… Por lo tanto, tras unas dudas lógicas, decidimos bañarnos. Como no llevábamos el bañador, prueba irrefutable que nos hubiese condenado ya que piscina pública no existía en aquel pueblo, entramos lentamente en el río luciendo blanco calzoncillo 'Abanderado', de los de ranura lateral para sacar el canario. Nos deslizamos poco a poco y la corriente apenas mermaba nuestras fuerzas. Chapoteamos, hicimos el tonto, sumergimos nuestras cabezas, disfrutamos y, por fin saciada la sed de aventura, salimos a la orilla. Allí se presentó el problema… Con la ropa interior mojada no podíamos regresar pues corríamos, de nuevo, el riesgo de evidenciar ese baño prohibido. Alguien, creo que fue 'el cabezón', que para eso gastaba formidable masa encefálica, tuvo una brillante idea… Nos despojaríamos de ese calzón para extenderlo bajo el sol, de ese modo, una vez seco, nos lo enfundaríamos otra vez y cualquier prueba quedaría erradicada. Practicamos ese método y comprobamos risueños que los calzoncillos, con aquel sol abrasador, se secaban en un santiamén. Pusimos rumbo al pueblo satisfechos ante nuestro ingenio, alegres por haber regateado las recomendaciones de los progenitores. Éramos campeones del embuste, titanes de la trampa, colosos de la picardía. Casi todas las tardes de aquel verano repetimos la jugada: nos bañábamos, nos desnudábamos después, secábamos los calzoncillos y tan campantes. Lo que no entiendo, alcanzada la cincuentena, es por qué no realizamos la operación contraria; esto es, bañarnos desnudos para después disfrutar de los calzoncillos secos. Supongo que bañarse desnudos era cosa de jipis, otra cosa no se me ocurre. Y mira que 'el cabezón' discurría… Pero ese pequeño matiz se nos escapó. Y conste que jamás nos pillaron cuando aquellas zambullidas vespertinas en pleno Júcar. Sí, éramos completamente libres.
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