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Seguramente a los bilbaínos de hace 150 años, durante el sitio carlista, les molestó sobremanera una costumbre dominical que cogieron los vecinos de los pueblos de los alrededores, la de visitar las baterías carlistas e ir a Artxanda, Santo Domingo y Pagasarri para contemplar los ... estragos que las bombas estaban causando en Bilbao. Tuvo que ser humillante que los vieran como un objeto de curiosidad malsana, máxime cuando en la primavera de 1874 Bilbao estaba viviendo días muy duros y era bombardeado casi a diario.
Se contabilizaron casi 5.400 bombas y varios días cayeron más de 150 ó 200 bombas. Los últimos días fueron particularmente peligrosos, con 271, 437 y 325 bombas, sucesivamente los días 28, 29 y 30 de abril, algo que indignó muchísimo a los bilbaínos. Para entonces no tenían excusa militar, pues los carlistas levantaban el cerco. Los proyectiles se tiraban desde los 180 ó 200 metros de altura y la parábola del disparo los elevaba, por lo que la caída era muy dañina. Los desperfectos en casas y edificios públicos fueron muy grandes. Decían los bilbaínos que se había acostumbrado a las bombas, pero «su presencia era verdaderamente aterradora». Cuando se percibía un disparo, los vigías repicaban las campanas, luego se oía la detonación, las cornetas de los guardas repetían la alarma, se sentía llegar al proyectil por la vibración del aire, hasta el gran ruido sordo al chocar con una casa y, por fin, la explosión, normalmente dentro de un edificio, con los destrozos consiguientes.
El sitio supuso también el aislamiento y, en consecuencia, problemas de abastecimiento. Bilbao tenía que arreglarse con lo que estaba almacenado cuando la villa quedó aislada a fines de diciembre del 73. De entrada, no hubo gran preocupación, porque en la villa había abundantes vituallas y se confiaba en que el sitio fuese breve. Los problemas se agravaron cuando el cerco se prolongó durante varios meses. Los carlistas, cuya estrategia se basaba en la rendición de Bilbao, impidieron estrictamente cualquier entrada.
La abundancia inicial no se debió a la previsión pública. Fue por circunstancias casi casuales, no relacionadas con la guerra: comerciantes bilbaínos habían traído abundantes vituallas (habas, judías, garbanzos y arroz, no de primera calidad) para venderlas a los mineros, en la época en que se iniciaba el boom minero, así como a obreros de las compañías ferroviarias.
El sitio de Bilbao, una especie de guerra de desgaste, buscaba el agotamiento físico y moral de los bilbaínos. Con el paso de las semanas se dejó sentir la escasez. Pronto encareció la carne de vacuno. Comenzó a comerse carne de caballo, primero la de equinos muertos por las bombas. También se persiguió a los gatos, que pasaron a formar parte de los manjares locales y hasta se comieron «ratas de agua» con arroz, que les pusieron el eufemismo «de agua» para evitar la repugnancia e imaginar que no comían ratones comunes.
Los artilleros carlistas habían dirigido sus disparos contra los hornos, pero siguió fabricándose pan. Sin embargo, el 14 de marzo escaseaba la harina de alta calidad y dejó de elaborarse pan de primera. El pan empezó a negrear, lo que los bilbaínos recibieron con alarma, pues además escaseaban los alimentos en el mercado y se alcanzaban precios altísimos. Para San José, que se celebraba como una gran festividad, hubo algunos corderos y liebres, pero fundamentalmente se comieron legumbres y latas de conserva.
Las cosas fueron rápidamente a peor. El 23 de marzo, sin noticias del ejército, se decidió el racionamiento, procediéndose a la requisa de harina, trigo y maíz. Se terminó el vino común. Se arreglaron con un brebaje que preparaban con aguardiente de caña y palo de Campeche, que tenían algunos almacenistas.
Por entonces, estallaban algunas trifulcas en los puestos de abastecimiento y los rumores vertían sospechas sobre quienes protestaban, asegurando que se dedicaban a acaparar y que eran de querencia carlista. Es posible, sin embargo, que todo fuera por los apuros, que llevaban a ver enemigos en cualquier dificultad. A mediados de abril se racionaba la carne de caballo y el día 10 de ese mes el pan se fabricaba mitad de trigo, mitad maíz.
Había problemas específicos para algunos sectores. Las familias obreras se habían quedado sin el trabajo que les permitiese conseguir los ingresos indispensables con que cubrir las necesidades básicas. Hubo de organizarse un comedor económico. Además, se repartía más rancho a los milicianos necesitados, con el que pudiesen cubrir el sustento de las familias.
Hubo apuros, pero el hambre fue una amenaza lejana. En realidad, según se supo «la mayoría de las personas pudientes de la población eludieron las requisas y comían pan blanco»; a algunas familias les llegaron a sobrar jamones y embutidos. La posición social contó en la forma en que se vivió el sitio.
Una de las crónicas confirma que no todos sufrieron las penalidades por igual. «La mayoría de las familias pudientes pasó privaciones, pero no muy graves». Tenían recursos y, seguramente, medios de ocultarlos a la voracidad colectiva.
Sorprendentemente, según este relato los grupos más pobres pudieron pasar relativamente bien el sitio: «La clase pobre sobrellevó las molestias con el comedor económico y las limosnas de la postulación». Les ayudaron, por tanto, la caridad y los subsidios públicos.
Así, en este relato la que peor lo pasó fue la clase media -dependientes de las casas de comercio, pequeños comerciantes, empleados de oficina, artesanos, ahorradores...-, que eran la mayor parte de la población. Carecían de medios para hacer frente a los altos precios, no podían acumular provisiones y, por razones de pudor (y de prestigio) no acudían al comedor económico. Sobrevivieron empeñándose, vendiendo alhajas y ropas. Las casas de empeño -no existía aún un Monte de piedad-se comportaron al parecer de forma usurera.
O sea, que durante el sitio se pasaron necesidades serias, unos más que otros. Cuando terminó, se calculaba que, aunque escaseaban, las existencias daban para aguantar al menos otro mes, con un racionamiento estricto.
Pero en la imagen del sitio bilbaíno, las bombas y la escasez de comestibles son sólo una parte del clima que respiraba la ciudad. Los relatos cuentan que predominó el optimismo, el buen humor y, en general, el entusiasmo patriótico. Toda vez que, como se dijo en un artículo precedente, convivían varias familias en los bajos de las casas, como el mejor refugio contra las bombas, hubo una amplia solidaridad y convivencia, en la que se compartían las existencias. Así estuvo el ánimo, bastante bullicioso, también entre los auxiliares, que prestaban servicio uno de cada dos días. «Reinaba en las guardias y retenes el buen humor característico de los bilbaínos».
No podían pasear por el Arenal, castigado por los proyectiles, pero los domingos se mantuvo el paseo en la Plaza Nueva. También se organizaban festejos y funciones de teatro. Proliferaron las canciones. «Somos liberales sin color ni grito» fue el himno principal, el que después se convertiría en el de la Sociedad El Sitio. Y hubo cantidad de tonadillas populares, que básicamente mostraban el desprecio bilbaíno a los carlistas, tildados de carcas, sinsorgos y argotes.
En algunas reuniones se lanzaban argumentos airados contra los carlistas. Preferían comer hierba antes que dejarse dominar por los carcas, decía alguna oradora.
En ningún momento los bilbaínos pensaron en la rendición, no fue sólo una decisión de los militares. Al contrario, se aseguraba que, si alguna de las autoridades hubiese hablado de capitulación, el pueblo en masa habría hecho «uso de su supremo derecho, sacratísimo, cuál es el de recobrar su poder y delegarlo en personas más idóneas».
El bombardeo fue muy fuerte y hubo escasez, pero los bilbaínos nunca se plantearon rendirse, lo que era la clave para el desarrollo de la guerra.
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