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Asegura el maestro Ángel Martínez Salazar que hasta las descripciones magistrales de Ignacio Aldecoa, la capital alavesa carecía de referencias literarias extensas. Sí, existen ... anteriormente narraciones magníficas de viajeros y escritores, pero hay que esperar a Herminio Madinaveitia con 'El Rincón Amado', a Pío Baroja con su 'Cura de Monleón' y, especialmente, a la obra completa de Ignacio Aldecoa para disfrutar de Vitoria como sujeto literario. Luego han venido muchos más.
Recuperamos la biografía de Ignacio Aldecoa escrita por el recordado Ángel Martínez Salazar, a quien la ciudad debe tanto, para traer algunas de esas soberbias páginas. El relato 'Función de aficionados' comienza así: «Fue en una ciudad del Norte, mojigata y pequeña, embarazada de lluvias» Y sigue: «De octubre a junio, daba la lluvia, en la ciudad, sensación de pesada rumia boyuna, y el alma de sus habitantes se modelaba de desvanecimientos; quebrábanse los nervios de tensiones, y los espinazos de encogimientos frioleros. La gente trabajaba pendiente del tardo campaneo de un reloj parroquial, anunciador del término de la jornada. Las tabernas y el casino acogían durante algunas horas el tedio umbroso de los ciudadanos.
En el casino, los industriales se ceñían a los juegos de envite, con frases de una gracia tónica y vaga; se murmuraba de todo el pequeño mundo de la ciudad: de la coladura del alcalde en un discurso, de si tal o cual canónigo comía o dejaba de comer pantagruélicamente, de la mujer que ponía los cuernos a su marido, lunático de bonachonería y de afinidades. Todo se decía con remilgo pastelero de condenación del pecado y exaltación de la virtud. De vez en vez, hartos de paseos y comentarios, los jóvenes se arrojaban en una aventura y desaparecían de la ciudad sirviendo su gesto para que las lenguas viperinas abogasen desde sus poltronas, por el sentido común. Pero esto ocurría de Pascuas a Ramos en aquella ciudad pequeña, mojigata y estreñida».
No sale muy bien parada Vitoria en esta descripción. Las ciudades y los territorios decantan atmósferas únicas e irrepetibles, que sin embargo pocos saben captar y narrar. Vitoria y Álava han estado huérfanas de grandes escritores. Ahí está el Aldecoa, con sensibilidad de pintor, para dibujar cuadros magistrales. «Álava tiene a su proa el mar Cantábrico y a su popa el Mediterráneo. Los ríos de la civilización industrial van al Cantábrico y los de la civilización agrícola fluyen al Ebro. En la Llanada los ríos agrícolas se remansan y además crecen en esas aguas ninfáceas de flores blancas y amarillas, que llamamos zapalotas en vez de nenúfares y ranas linajudas que croan en orfeón como en los estanques y en los focos de los castillos y las casas-torre medievales.
Desde el mirador de Vitoria se pueden contemplar los montes más altos y ceñudos de Vasconia: el azulino y fondón Gorbea, con todo solitario, jabalíes y ciervos -estos últimos de importación-, el Amboto (doncel pálido a causa tal vez de su dama o bruja, que acecha el sábado de Zugarramurdi): el Aitzorrotz ermitaño; el Aitzgorri, tras la sierra de Elguea, pastoril y tormentosa.
Vitoria y Álava están envueltas en luz de mirador, en transparencias y en reflejos. Y Vitoria es el gran mirador de Álava, desde el que se alcanza casi toda Álava. Porque los vitorianos entendemos por Álava la tierra circundada de montes y sierras que distingue la geografía como la Llanada. Los valles de la montaña o las riberas del Ebro son otra Álava u otras Álavas, laderas de helechales o campos de viñas, tierras bilingües de maíz y laya, y tierras ardientes divididas por la roja arteria del río Ibérico.
Azorín vino a decir que entre el clasicismo de Castilla y el romanticismo de Vizcaya y Guipúzcoa estaba Álava, la transición entre dos clasicismos y entre el clásico espíritu del paisaje guipuzcoano y vizcaíno está la romántica transición alavesa. Este paisaje de transición tiene los ocres castellanos y los veridoscuros guipuzcoanos y vizcaínos, y además, los propios amarillos tiernos y los pálidos verdes propios. La luz que da vida a estos colores se derrama de un cielo nuboso gris, un cielo de transición entre el azul al blanco vivo de Castilla y el negro muerto del septentrión español. Entre el oro y el moro está la plata, que es un metal palidecido en los vinagres de la Luna y en la luz de las vitrinas de los comedores burgueses; un metal del siglo romántico».
Ignacio Aldecoa nació y vivió toda su primera juventud en Vitoria. Estudió en los Marianistas, colegio al que dedica numerosas páginas y objeto de otro artículo más adelante. Sus vacaciones estivales pasaban en Abetxuko, pueblo donde naciera su abuelo Felipe Isasi y donde se habían casado sus progenitores, correteando por sus alrededores, viendo las maniobras de los soldados de reemplazo, observando las faenas de los labradores o los movimientos de alguna parentela gitana acampada debajo del puente.
La capital alavesa fue descrita por el gran escritor, aunque no siempre explícitamente, en numerosas ocasiones. Su infancia transcurre en una ciudad que retrata poéticamente en preciosa guía turística que escribió por encargo para la editorial Noguer.
«Vitoria es una masa gris de la que destacan violentas las torres de sus iglesias (Santa María, San Miguel, San Pedro y San Vicente). Mágicamente esta masa gris se nacara de pronto. Atardece y las últimas luces del crepúsculo, las luces frías del sol tras de los montes, se reflejan en las cristaleras de sus galerías y miradores. La ciudad tiene un aire encantado, un aire de ciudad de cuento apresada bajo una campana de cristal que fulge, que transmite noticias importantes al viajero con un sutil parpadeo. El corinto del crepúsculo ha sido después verde, verdiamarillo, amarillo. Hay un momento en que se borra la serenidad virgiliana de la Llanada; hay otro momento, este misterioso, en que se siente inmersa a Vitoria en una paz de abismo; el momento misterioso y fugacísimo de la total quietud de los campos».
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