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La biografía de Hildegart Rodríguez es una de las más extrañas y escalofriantes del siglo XX en España. Es, también, una materia prima repleta de posibilidades para escritores y guionistas, así que no parece raro que cada cierto tiempo vuelva a la actualidad, impulsada por ... alguna nueva creación cultural: ahora se retoma en 'La virgen roja', la película dirigida por Paula Ortiz y protagonizada por Najwa Nimri y Alba Planas, pero antes fueron la novela 'La madre de Frankenstein', de Almudena Grandes, o 'Mi hija Hildegart', el largometraje dirigido en 1977 por Fernando Fernán-Gómez, pasando por la obra de teatro 'Yo maté a mi hija Hildegart' y muchas otras referencias. Las figuras de Hildegart y de su madre, Aurora Rodríguez, siguen fascinando cada vez que se cuenta su insólita historia.
Hildegart fue un experimento que empezó saliendo aparentemente bien y acabó de manera terrible. Su madre quería crear una especie de prototipo de la mujer del futuro, una criatura adelantada a su tiempo y desembarazada de la carga de prejuicios y servidumbres que la sociedad imponía a las niñas. La concibió con un padre cuidadosamente escogido, de quien no se esperaba más papel que el de engendrarla, y la educó en las tendencias más radicales del momento, desde el feminismo hasta la eugenesia. Hildegart se convirtió en la abogada más joven de España, a la vez que escribía en los periódicos, publicaba monografías con títulos como 'Profilaxis anticoncepcional' y ejercía como incansable propagandista de ideas avanzadas, pero su deseo de emanciparse de los planes de Aurora (esa otra carga, tan diferente a la tradicional pero igualmente pesada, que había caído sobre ella) desembocó en tragedia: el 9 de junio de 1933, cuando solo tenía 18 años, su madre la mató a tiros.
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Las hemerotecas permiten comprobar que Hildegart visitó Bizkaia en más de una ocasión. En realidad, la adolescente recorría España de punta a punta como una de las figuras más atractivas del PSOE de la Segunda República, antes de que sus discrepancias con la organización la llevasen a ser expulsada en 1932. Aunque era todavía una adolescente, su nombre había adquirido mucho tirón entre las bases: «Dada la categoría de la conferenciante, es de esperar que el acto se vea concurridísimo, sobre todo de señoras», escribía un periodista en vísperas de una intervención de Hildegart en el Cine Ideal de Portugalete.
Solo en 1931, cuando contaba 16 años, vino al menos en tres ocasiones a Bizkaia y Eibar. Destaca su completísima gira con motivo de la Semana Juvenil Socialista, cuando «la entusiasta propagandista», como la presentaba 'El Liberal', participó en mítines en Sestao, Gernika, Ortuella, Barakaldo, La Arboleda, Leioa, Portugalete, Bilbao, Balmaseda y Erandio, nada menos. Las crónicas del diario socialista bilbaíno permiten saber de qué hablaba Hildegart en aquellas alocuciones, ante el asombro de un público que no tenía costumbre de oír reflexiones sobre ciertos temas de labios de una muchacha. «Refiriéndose al matrimonio, expuso los inconvenientes de los enlaces realizados siendo demasiado jóvenes, y aconsejó que no se casaran hasta tener la plena formación física, que es hacia los veinticinco años en la mujer y hacia los veintiocho en el hombre. Recomendó el examen médico prematrimonial, que puede evitar muchas malas herencias en la especie. Tratando de las familias numerosas, dijo que había que imponerse el sacrificio de reducir los hijos a las posibilidades de una buena crianza y una buena educación, señalando el ejemplo de los revolucionarios rusos», recogió el corresponsal en Eibar, Gorrocha. La limitación del número de hijos por familia era uno de sus principales empeños: «Es necesaria para alimentarlos bien y educarlos bien, pues de otro modo se produce un excedente de trabajadores, de lo que se aprovecha el capitalismo, sobrevienen las rebajas de la mano de obra y se dificulta la vida familiar a toda la sociedad», planteaba.
Con «limpia dicción, claro concepto y sólida argumentación», Hildegart trataba cuestiones como la ley de divorcio: «Es más conveniente a todos que puedan legalmente volver a la independencia dos cónyuges que no congenien que no que se los tenga unidos de por vida en un ambiente de constantes diferencias y riñas», exponía, además de reclamar que los hijos fuesen con la mujer «y que se le garantice la independencia económica necesaria». También reclamaba la desaparición del Ejército profesional en favor de armar al pueblo, la expropiación de los latifundios de los terratenientes («eso sería la iniciación del socialismo por caminos que excluyen la violencia») y el laicismo del Estado («establézcase que paguen la Iglesia solo los que creen en ella y veríamos cómo se convierten en herejes los más de los actuales católicos»). Y, por supuesto, animaba a las jóvenes a «liberarse de los prejuicios de una civilización añeja» e implicarse en política.
Solo podemos imaginarnos el impacto que causaba en aquellas espectadoras de hace casi un siglo la desenvoltura con la que Hildegart peroraba en público sobre sexualidad o religión. Pero, sin embargo, no nos hace falta fantasear para saber parte de la impresión que se llevó Hildegart, ya que se refirió a aquellas visitas en una entrevista con el periódico 'El Socialista'. La joven revolucionaria, como muchos de sus correligionarios, estaba en contra del sufragio femenino, por considerar que muchas mujeres iban a tener «al director espiritual o al confesor» como guías políticos. Y, en aquella conversación, lo explicó así: «Si usted hubiera estado en Vizcaya o Guipúzcoa y visto a aquellas fanáticas emakumes ['mujeres nacionalistas y monárquicas', aclaraba el diario]; si analizara usted los hogares de nuestra burguesía, de nuestra aristocracia; si recordásemos lo que tantas veces censuramos de que, mientras el hombre anticlerical furibundo lanzaba en los mítines anatemas terribles contra la religión, la mujer entronizaba en su casa el Corazón de Jesús, se explicará usted por qué creo que el voto femenino ahora perjudicará el espíritu laico del país».
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