Venerando, el joven vizcaíno al que ejecutaron en el garrote vil en La Habana
De Muskiz. ·
Se vio implicado en el salvaje asesinato de un vendedor ambulante sirio y fue ajusticiado con 22 años, aunque entre quienes lo conocieron reinaba la impresión de que era inocente
El 10 de junio de 1927, el joven vizcaíno Venerando Weyler fue ejecutado en La Habana junto a uno de sus cómplices por haber asesinado al vendedor ambulante sirio Alberto Mtanes Ganon. A bote pronto, este resumen apresurado de los hechos nos provoca cierta confusión ... geográfica, algo así como el efecto mareante de ver condensado medio mundo en una sola frase, pero desde luego hay un detalle que suscita una extrañeza particular: Venerando Weyler no parece en absoluto el nombre de un vizcaíno, ni de entonces ni de ahora. Y, ciertamente, el condenado no se llamaba en realidad así, aunque ese es el nombre que utilizaba en Cuba y el que se citó durante la mayor parte del proceso. Su identidad real era la de Cesáreo Álvarez Elizondo, natural de Muskiz, y solo tenía 22 años cuando fue ajusticiado en el garrote vil. Periódicos como el 'Diario de la Marina' no ocultaron su convencimiento, basado en las entrevistas con diversas fuentes, de que Venerando (seguiremos llamándole así) era inocente, ni tampoco escatimaron frases de simpatía hacia «el reo vizcaíno».
«Venerando Weyler es blanco, pálido, de ojos claros, de regulares y armónicas facciones, de nariz enérgica y voluntarioso mentón. El pelo casi blondo. La estatura atlética, propia de su cuna, pues este muchacho es nacido en Somorrostro, a unos cuatro kilómetros de Bilbao», estimaba distancias el diario habanero. El periodista explicaba también que el mocetón vasco tenía una «cultura rudimentaria» que había adquirido a este lado del Atlántico de un tío profesor, llamado Juan Gómez. Con 15 años marchó a Cuba y trabajó como agricultor en varias fincas, pero acabó juntándose a gentes «de malos antecedentes y pésima fama». También emigró a la isla su madre, Francisca Elizondo, que se casó en segundas nupcias y regentaba una fonda en La Habana. Y en Bizkaia quedaron un hermano menor, Alberto, y dos hermanas, una casada y la otra soltera, de las que el periodista no citaba el nombre. El 'Diario de la Marina' explicó el origen de su otra identidad, ese Venerando que tomó prestado de otro tío suyo. Lo de Weyler no lo aclaraba, pero parece probable que se inspirase en el militar y aristócrata mallorquín Valeriano Weyler, un hombre muy conocido que era ministro cuando Venerando, o más bien Cesáreo, nació.
Venerando y sus dos cómplices, Agustín Pozo y Manuel Duque, estuvieron acusados de dos homicidios brutales y absurdos cometidos con la intención de robar. El primero fue la muerte del asiático Juan Buvó Lao, un vendedor de «galleticas» que solía transportar su mercancía en dos canastos, colgados de un palo que cargaba al hombro. El 13 de noviembre de 1925, lo asaltaron en un cañaveral de la localidad de Aguacate, lo maniataron, lo estrangularon con una cuerda de cáñamo y le asestaron dos puñaladas en el pecho. Según el fiscal, entre dinero y objetos, el botín ascendió a un mísero peso con ochenta centavos. Tres días más tarde, en la localidad vecina de Madruga, se registró otro suceso muy similar. Esta vez, la víctima fue el sirio Alberto Mtanes, un vendedor de baratijas al que derribaron de su yegua y asestaron más de veinte puñaladas para robarle 34 pesos y varias prendas de ropa. Del primer crimen los absolvieron. Por el segundo, condenaron a muerte a Venerando y Agustín, mientras que Manuel fue sentenciado a ocho años de prisión como encubridor. Una coincidencia significativa: 34 pesos, una cantidad idéntica a la de aquel segundo botín, fue lo que acabaría cobrando por sus servicios el verdugo que finalmente les quitó la vida.
Muriéndose de dolor
Los abogados multiplicaron los recursos para salvar a Venerando y Agustín del garrote vil, pero no tuvieron éxito. La prensa prestó mucha atención a los dos presos, ya que hacía dos décadas que no se ejecutaba a ningún condenado en La Habana. Además, se trataba de dos hombres de talantes muy distintos, que daban mucho juego como personajes periodísticos: mientras que Agustín cayó muy pronto en el mutismo y la abulia, desesperado ante el triste destino que le aguardaba, Venerando mantuvo hasta el final una asombrosa presencia de ánimo, que solo se ensombrecía al acordarse de su madre, una «anciana» que estaba «muriéndose de dolor», y de esas dos hermanas a las que dejó de enviar cartas en cuanto lo encerraron: «¿Para qué angustiarlas contándoles mis tristezas? Cualquiera que sea mi suerte, he de sufrirla con el valor de un hombre. Si todo fracasa y he de morir, lo haré con entereza. En mi familia y en mi raza no hay cobardes», comentó el vizcaíno al reportero del 'Diario de la Marina'. Sí que dejó preparados dos mensajes para que se los enviasen a sus hermanas tras la ejecución, pero su contenido no trascendió a los medios.
«Yo no creo en la justicia, porque siendo inocente soy condenado. Se me acusó de haber matado al sirio lo mismo que al chino. Las pruebas para las dos acusaciones eran las mismas», se asombraba Venerando. El reportero evidenciaba una marcada simpatía por el preso vizcaíno. «En este muchacho pasma, tanto como su gallardía y su valor postrero, sus básicos principios morales: el recuerdo de sus años primeros, cuando de niño asistía a las clases que le daba su tío (...); el paisaje imponente y majestuoso de aquellas montañas de su país; los juegos de la infancia con sus dos hermanas y su hermano Alberto». Tras conversar con otros reclusos y con los abogados, el periodista llegó a la conclusión firme de que verdaderamente era inocente. Según la versión que acabó publicando, Venerando Weyler fue invitado a participar en el crimen pero se negó a cometer tal atrocidad. Después, cuando la Policía arrestó a Agustín Pozo, este pensó que el vizcaíno lo había delatado, y por eso lo inculpó durante los interrogatorios. El único papel de Weyler, insistía el redactor, había sido encubrir a su amigo llevado por un concepto desmedido de la lealtad. El propio Pozo acabó firmando una carta en la que desvelaba la inocencia de Weyler, pero el proceso ya no dio marcha atrás. «Todos los que con Weyler han estado el año que él ha pasado en la cárcel de La Habana y han penetrado en su vida y en la de Pozo y de Duque nos dicen que es inocente», insistía el periodista.
Los últimos días del vizcaíno fueron objeto de crónicas muy detalladas. La víspera de su ejecución, le entregaron una muda limpia y él la rechazó: «¡Ropa a estas alturas! ¿Y para qué? Ya me quedo con esta que tengo puesta. Eso no merece la pena». También le sorprendía la cantidad de chismosos que acudían a visitarle en la cárcel: «Hoy ha venido a verme mucha gente, pero yo no los conozco, no sé quiénes son. Me entretiene esta curiosidad». Los dos condenados, enemistados a raíz de lo ocurrido, ocupaban celdas contiguas y pasaban las horas fumando. La víspera de la ejecución se les permitió bañarse y acudió un barbero para afeitarlos con «una navajita Gillette». Además, se les sirvió una comida especial: «El almuerzo fue copioso y fuerte, abundantísimo y de los mejores manjares que pudieron ponerse a su alcance, con vinos y postres, cerrando el menú el tabaco veguero y el café aromoso. El pollo que aquellos infelices no han comido ordinariamente en la vida era uno de los suculentos platos, así como la ensalada mixta», detallaba el 'Diario de la Marina'.
El garrote fue trasladado desde Camagüey y también viajó a La Habana el verdugo, Francisco Paula Romero, «hombre muy repulsivo» a juicio del reportero. «Cuando Weyler entró en la sala en que habían de matarlo, palideció un poco, pero se sentó en el garrote con presteza y, elevando hasta los labios sus manos esposadas, dio una última fumada al cigarro, aspiró el humo y lanzó la colilla. Después, preso ya el cuello por el trágico corbatín, se despidió en esta forma: 'Buena suerte... y adiós'», relató el rotativo de la capital cubana. El examen forense de su cadáver descubrió que «el bravo vizcaíno» tenía los pulmones devorados por la tuberculosis. Cesáreo, devolvámosle aquí ya su nombre de pila, «hubiera vivido poco si no lo matan así».
Con un revólver vizcaíno
Aunque no se utilizó en el crimen, las crónicas de prensa hacían constar que Agustín Pozo portaba «un revólver vizcaíno». Ese es el nombre popular con el que se conocían en Cuba las armas de cañón basculante, que se abren hacia delante para cargarlas.
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