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Explica la historiadora Marina Segovia (Bilbao, 1993) que es difícil seguir la pista a las mujeres que desempeñaron algún oficio durante el siglo XIX y ... los comienzos del XX, porque ese trabajo quedaba muy a menudo englobado bajo la vaga categoría de 'sus labores'. En cambio, las mujeres que ejercían la prostitución han dejado un rastro nítido en registros y expedientes judiciales, donde aparecen «su nombre, su edad, su estado de salud y detalles tan íntimos como las veces que ingresaron en el hospital». Eso sí, ese perfil compilado por la Administración resulta dolorosamente incompleto y no permite reconstruir sus orígenes sociales, sus historias personales ni «los lazos de amistad y solidaridad que establecían entre ellas», es decir, «los aspectos de su vida fuera de la represión y el castigo».
La historiadora ha dedicado su tesis, con la que se ha doctorado recientemente en la Universidad de La Rioja, al fascinante Bilbao de aquel cambio de siglo, sometido a una radical transformación económica, social y urbanística. «La construcción del Ensanche y la remodelación del centro de la ciudad acrecentaron las diferencias sociales«, apunta Segovia, que ha centrado su trabajo en la aplicación que tuvieron en la capital vizcaína los principios higienistas que propugnaban en aquel momento médicos y reformistas. Sirvieron como fundamento, por ejemplo, para los cuatro reglamentos de control de la prostitución que se promulgaron en Bilbao entre 1873 y 1916, con el propósito de »atajar dos tipos de contagio, el físico y el moral«: por un lado, se trataba de evitar que los burgueses contrajesen enfermedades asociadas a »la degeneración de las clases populares«, pero a la vez se pretendía evitar la normalización de los comportamientos sexualmente transgresores entre las mujeres.
Marina Segovia
Historiadora
«Para garantizar el orden público y convertir a Bilbao en una ciudad civilizada al nivel de las grandes urbes europeas, las prostitutas debían mantenerse fuera de la vista de los transeúntes, aunque al alcance de los clientes», plantea la historiadora, que puntualiza que las normas establecidas para ellas (la prohibición de asomarse a balcones, vestir de forma indecorosa o andar por ahí en estado de embriaguez) acabaron condicionando también el comportamiento de otras mujeres solteras y trabajadoras, obligadas a autolimitarse «para evitar confusiones».
La primera de aquellas disposiciones, la de 1873, establecía la distinción entre las casas donde las prostitutas tenían su residencia, en régimen de pupilas o 'alumnas', y las casas de citas frecuentadas por inquilinas ocasionales. Se determinaban tres categorías en función de las tarifas: en las de primera, el precio superaba las cinco pesetas; las de segunda se quedaban entre dos y cinco, mientras que las de tercera no llegaban a dos. Estas casas de rango más bajo, las que frecuentaban los obreros, recibían el nombre de tanques o potreros, como los de la Maña y la Pacha. El reglamento imponía además que un médico revisase semanalmente a las mujeres, para ordenar su ingreso en cuanto detectase algún caso de enfermedad venérea. Las normativas posteriores establecieron edades mínimas para dedicarse a esta actividad: de 17 años en 1894 y de 23 en 1916.
Las autoridades perseguían sobre todo la prostitución clandestina, tanto en la zona de Bilbao la Vieja y Cortes -entonces se solía hablar de 'barrios altos'- como en los txakolis del entorno de Alameda San Mamés. Era una red furtiva que acabó siendo mucho más amplia que la 'oficial'. De hecho, la autora recupera una insólita queja conjunta de varias «amas de casa de mancebía», como ellas mismas se presentaban en la carta dirigida al alcalde, frente a las «amas de casa de recibir o de citas» que no cumplían con las prescripciones de la normativa ni con el pago de cuotas. «Hoy, apenas hay en Bilbao (es público) calle donde no se haya instalado alguno de estos antros de la más sublime hipocresía, donde la virtud de la mujer sufre los verdaderos ataques», reprochaban las madamas, que trataban de asustar a los biempensantes con su pronóstico de que «Bilbao en breve se verá invadido por una perniciosa plaga conocida por enfermedad venérea y calificado como la Babilonia moderna».
La historiadora ha escogido, como encabezamiento de uno de los epígrafes de su trabajo, una cita del periódico socialista 'La Lucha de Clases'. Así describían la situación aquellos redactores de 1894: «Hay en Bilbao dos tipos de prostitución: una, la clásica, para el proletariado y otra para los burgueses, que tiene su mejor mercado en la calle Correo. Allí acuden modistillas, planchadoras, sombrereras, cigarreras, y tantas otras más, atraídas por las falaces palabras de los corrompidos burgueses (...), y allá van en tropel, como las moscas del cuento, toda esa falange de señoritos desvergonzados, hábiles solo en el arte de engañar muchachas». Tal como dejaban ver los periodistas, las trabajadoras más pobres se veían abocadas muchas veces a prostituirse. Era una época de profunda división social, con una «feminización de la pobreza» que, cuando las cosas se torcían, «convertía la viudez, la orfandad y la soltería en la antesala de la prostitución».
Muchas de las trabajadoras sexuales de la época habían estado empleadas anteriormente como criadas, aunque también había modistas y, desde luego, jóvenes que desempeñaban humildes tareas portuarias y que estaban más que acostumbradas a una vida miserable. Marina Segovia recoge los nombres y circunstancias de algunas de aquellas mujeres, como un grupo que fue encarcelado en julio de 1849 por ejercer la prostitución: Leoncia Avellano, una carguera huérfana de veinticuatro años que no podía permitirse una posada y solo ocasionalmente podía dormir en casa de su hermano, cordelero; la alavesa Engracieta Unzueta, también carguera, que vagabundeaba con algunas compañeras por El Arenal; Manuela Susaeta, lavandera viuda de Deusto, que hacía la colada a soldados pero ni siquiera podía costearse una habitación, o Dominga Malax, jornalera en una fábrica de alfileres, entre otras. Sus vecinos y familiares «declararon a su favor diciendo que, aunque se prostituían, no lo hacían en público y no suscitaban escándalo», y el caso finalmente se sobreseyó.
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