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La cárcel de Larrinaga, acabada de construir en 1871, fue escenario de la ejecución de Baldomero Ibáñez. E. C.
La multitudinaria muerte de Baldomero Ibáñez

La multitudinaria muerte de Baldomero Ibáñez

Tiempo de historias ·

La ejecución pública del asesino de Ciriaca Aranjuelo el 30 de diciembre de 1896 en la bilbaína cárcel de Larrínaga atrajo a 8.000 espectadores. «¡Adiós! ¡Hasta la eternidad!», se despidió de todos el reo

Sábado, 29 de diciembre 2018, 00:55

La aplicación de la pena de muerte suscitaba a fines del XIX y comienzos del XX una extraordinaria expectación. Las ejecuciones eran públicas, tenían una función ejemplarizante –«que dé ejemplo, que dé escarmiento»- y solían congregar a toda una multitud. Se hace raro para la mentalidad actual. En el Bilbao del desarrollo económico y empresarial una ejecución a garrote vil atraía a miles de personas. Era la época de la formación de la sociedad de masas, pero tales concentraciones no son las que solemos asociar a la modernización. La fascinación por el ajusticiamiento refleja bien una época en la que se entremezclaban progreso y costumbres que se nos antojan rudas.

El 30 de diciembre de 1896 fue ejecutado en Bilbao Baldomero Ibáñez, condenado por el asesinato de su mujer, Ciriaca Aranjuelo, a la que echó a la ría en noviembre de 1894. Pero no hablaremos aquí del «caso de la mujer desaparecida» –cuya investigación y juicio levantó en su día gran expectación- sino de la ejecución: no había habido ninguna en Bilbao desde 1843. La de 1896 fue la primera que tuvo lugar en la cárcel de Larrínaga, acabada en 1871. Los periódicos calcularon que asistieron 8.000 personas. Era un número considerable si tenemos en cuenta que Bilbao tenía unos 80.000 habitantes, el 10% por tanto, aunque también vino gente de los alrededores. El espectáculo de la muerte atraía.

Baldomero Ibáñez había sido vecino de la calle Fernández del Campo. Cuando el juicio, la opinión bilbaína entendió que el criminal merecía la máxima pena. La ejecución era harina de otro costal. Al acercarse su aplicación, podía la indulgencia y pedían el indulto. Así, primero se exigía la pena de muerte y después que no se aplicase. La paradoja se repetía una y otra vez: «todas las clases sociales, sin excepción, sienten compasión por los reos». Como en un ritual, en 1896 proliferaron los llamamientos a la clemencia. Había un argumento añadido: «Hace 53 que años que en Bilbao no se ha verificado ninguna ejecución y de desear sería que tampoco ahora se realice tan terrible acto». Las Corporaciones y los diputados en Cortes pidieron el indulto. Unánimemente. La compasión se apoderaba de las instituciones, pero quizás tal movilización formaba parte de la escenificación que acompañaba a la pena de muerte: las autoridades locales pedían compasión, el Gobierno se mostraba implacable.

La ejecución se asemejaba a un ritual, con comportamientos estereotipados.

Levantaba expectación la llegada del verdugo, Gregorio Mayoral, que alcanzaría notoriedad: ejecutó a Angiolillo (el asesino de Cánovas), llevó a cabo sesenta ejecuciones y Pío Baroja, Umbral y Cela lo incorporaron a tres novelas, los dos primeros incurriendo en sendos anacronismos. Su fama posterior no impidió que en Bilbao se le recibiera con hostilidad: el repudio del verdugo formaba parte de los ritos que acompañaban a la ejecución. La prensa lo describió en términos fatales. Es «bajo de estatura, de figura repulsiva y antipática». Llegó en tren y dos parejas de guardia civiles y alguaciles le escoltaron hasta la casa de Zabalbide que le iba a albergar. Se formó un grupo de gente que siguió a la comitiva cuando iba por la calle Correo. Según un periódico, en Zabalbide la dueña de la casa de huéspedes le invitó a marcharse, cuando se enteró de su oficio, y tuvieron que llevarlo a una fonda de Las Arenas, donde varias se negaron a albergarlo: quizás todo esto fue cosecha del periodista, para desarrollar el argumento atroz. Aseguraron también que distintos establecimientos, a los que acudía protegido, no le atendieron. Era «el ejecutor de la justicia, tipo despreciado de la humanidad». El estigma le perseguía. Cuando preparaba el garrote hacía «alardes de un cinismo atroz»: y eso, porque mostraba tranquilidad. La pena de muerte no estaba condenada, pero sí su ejecutor.

La víspera de la ejecución se construía el patíbulo, que se levantó hasta la altura de la tapia de la cárcel, para que el público pudiese ver.

Veinticuatro horas antes de la ejecución se le leyó la pena al condenado y entró en capilla, que venía a tener el espacio de dos celdas, donde se levantó un altar. Baldomero Ibáñez pasó allí su último día: con el capellán, con otros presos. Sereno, según las crónicas, aunque esto no sabemos si era el estereotipo. Prohibieron a los periodistas acceder a la cárcel, pero debieron de filtrarse con facilidad las noticias, pues los periódicos dieron todo lujo de detalles. O acudieron a la creatividad. El reo confió en el confesor, que luego lloraba. Le visitaron miembros de la asociación de San Vicente Paul, entre cuyas funciones estaba la asistencia a los condenados a muerte. Las crónicas cuentan que le acompañaron dos presos y 'la Abuela', una reclusa que estaba en Larrínaga a la que Baldomero llamaba «madre». Desde los días anteriores le daban para comer chuletas y vino, que comía con apetito. Su última cena: huevos fritos. En el relato el reo pierde la consistencia de personaje real y representa la figura del preso arrepentido, con frases siempre significativas.

Dos imágenes del verdugo Gregorio Mayoral, famoso por ejecutar a Angiolillo, el asesino de Cánovas. E.C.

Dicen que el reo durmió noventa minutos y que le despertaron los martillazos de los obreros que construían el patíbulo. «Parece que esos martillazos me los dan aquí, en la cabeza», dicen que dijo. A las dos de la mañana le comunicaron que Cánovas, el presidente de Gobierno, había denegado el indulto: el esfuerzo de los bilbaínos había fracasado.

- «Nada me importa; moriré tranquilo, como buen cristiano», cuenta la crónica. Aquello se asemejaba a un relato moral. Rezó el rosario y oyó misa a la primera hora. A las siete de la mañana se constituyó en la Audiencia el Tribunal, para resolver cualquier contingencia.

A las ocho en punto llamaron al reo al patíbulo. Antes, le habían vestido la hopa, que se usaba para la ocasión, una especie de túnica que llegaba a los talones. También había pasado el verdugo, para que el reo le perdonase por darle muerte en cumplimiento de la justicia.

Desde unas horas antes había un gentío en Larrínaga. A las siete de la mañana, más de dos mil. Luego, llegaron «avalanchas de seres humanos». La gente ocupó la calle de enfrente y las huertas, escaló los árboles, los postes del teléfono y de la electricidad, llenó los balcones y ventanas. Todo se llenó. Algunos llevaban prismáticos. Para no perder detalle del espectáculo. Así lo contó la prensa. Ocho mil o más: en eso coinciden todos los periódicos.

El ritual siguió. Reinaba un silencio sepulcral cuando el reo llegó al patíbulo. Tocaban a muerto las campanas de Begoña, lo que aumentó el dramatismo del momento. Baldomero ejerció la oportunidad de decir sus últimas palabras. Según una crónica, pidió perdón por sus faltas. Otra recoge un discurso breve pero de hondura moral: «Dar buena educación a vuestros hijos para que no se vean en este triste caso, al que me han traído mis muchos vicios. Perdonarme como yo os perdono. ¡Adiós! ¡Hasta la eternidad!».

Se obtiene la sensación de que, más que narrar los hechos, el cronista construye un relato literario, en el que se suceden los estereotipos: el asesino inicialmente aborrecido, la demanda local de indulto, el rigor del Gobierno al negarlo, el repudio del verdugo, el arrepentimiento del reo, su serenidad cristiana, sus palabras solemnes…

Después, aseguran las crónicas que el reo pidió al verdugo que le ejecutase con tino, para no sufrir. Y proclamó, escribieron: «Muero tranquilo».

La ejecución: dos minutos para atarle –tenían que colocarle una especie de collar de hierro-, que se hicieron eternos, y después el garrote, la especie de vuelta de tuerca que rompía el cuello. El verdugo cumplió: a las ocho y siete había acabado todo, fue rápido. Muchas mujeres lloraban y algunas se desmayaron. Que no hubiesen ido, es lo primero que pensamos.

Se izó la bandera negra. Durante todo el día una multitud acudió a ver el cadáver, que quedó expuesto hasta las cuatro de la tarde: la costumbre, el rito.

La conclusión periodística venía a resumir la lección moral: «Descanse en paz el desdichado Baldomero Ibáñez, el cual ha muerto contrito y arrepentido de su horrendo crimen y quiera Dios que nunca jamás volvamos a presenciar en Bilbao tan horrible espectáculo». No se cumplió el deseo: en 1905 fueron ejecutados Pablo Aznar y Vicente Cirujeda.

Queda la impresión de que el «horrible espectáculo» no desagradó del todo a los bilbaínos.

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