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TOMÁS ONDARRA
Los nueve últimos días del carabinero Zorrilla
Tiempo de Historias

Los nueve últimos días del carabinero Zorrilla

La campaña institucional y los diagnósticos de enajenación no lograron el indulto para Agapito, que fue fusilado por matar de un tiro a su sargento

Carlos Benito

Domingo, 27 de noviembre 2022, 01:32

El día de Todos los Santos de 1908, en Portugalete, el carabinero Agapito Zorrilla mató de un tiro de fusil a su sargento Francisco Mendoza. Fue un suceso confuso e ilógico, una reacción desproporcionada que nadie acabó de entender. Agapito, natural de Carranza, era un veterano que llevaba veintiocho años, ocho meses y veinticinco días de servicio en el cuerpo, sin insubordinaciones ni incidentes violentos en su historial. ¿Qué había dado lugar a aquel arrebato homicida? Al parecer, el carabinero había acusado a un cabo de robar combustible, pero después no se reafirmó en la denuncia y le cayeron unos días de arresto. El sargento Mendoza, gaditano, se enfadó con él y le llamó «canalla». Y Agapito, desencajado y fuera de sí por el insulto de su superior, le descerrajó un tiro a bocajarro que le destrozó la cabeza.

Portugalete, 1908

  • La voz. Tras la ejecución, el gobernador militar dirigió un mensaje a las tropas: «Escuchad la voz de vuestros superiores, que es la voz de la abnegación, la voz de la bondad, la voz de la obediencia».

En ese momento se puso en marcha un siniestro reloj. El guion ejemplarizante ante un crimen como aquel estaba prefijado de manera muy clara: consejo de guerra sumarísimo y ejecución del reo lo antes posible. El caso apasionó a la sociedad vizcaína, que estuvo pendiente de las nueve últimas jornadas del carabinero Zorrilla con sentimientos combinados de compasión y espanto, además de cierta fascinación morbosa. La prensa se dedicó a registrar las rutinas del prisionero con una atención al detalle casi científica, mientras diversas instituciones (ayuntamientos como los de Bilbao y Barcelona, la Diputación, la Cámara de Comercio, el Círculo Republicano...) suplicaban un indulto que nunca llegó.

Todo el mundo en Bizkaia estaba enterado de las circunstancias personales de Agapito Zorrilla, casado con una logroñesa y padre de dos niños: el mayor, de 7 años, presentaba una discapacidad intelectual, mientras que el pequeño, de 5, había perdido la visión de un ojo. Su esposa, Juana, estaba en aquel momento embarazada del tercero. A través de la exhaustiva información de los diarios, el público se familiarizó también con la vida y el entorno del detenido durante su breve encarcelamiento, primero en la Comandancia de Carabineros (en la calle Ercilla de Bilbao), después en la prisión de Larrinaga y finalmente, de vuelta en Portugalete, en el fuerte de San Roque, donde fue finalmente ajusticiado.

La prensa contaba a qué horas se despertaba y se dormía el reo, qué visitas recibía, cómo variaban sus estados de ánimo y qué menús le iba sirviendo en la celda sor Dominica, superiora de las Hermanitas de la Caridad: por ejemplo, el 4 de noviembre comió sopa, dos huevos pasados por agua, merluza y un vasito de vino generoso. Agapito, que de joven iba para cura y después había trabajado de practicante, pidió específicamente un jesuita como confesor, y con ello entró en escena el padre Dávila, que le acompañó y consoló hasta el último momento. Con talento para el drama, aquellos reportajes iban reflejando en paralelo las esperanzas que el carabinero tenía puestas en el indulto y cómo esa posibilidad se presentaba cada vez más remota: hubo un momento terrible, después de que el Gobierno denegase el perdón, en el que Agapito Zorrilla debía de ser la única persona en Bizkaia que ignoraba su destino inexorable, ya que sus guardianes decidieron ocultarle la noticia. «Confío en Dios y bien sabe que, si lo deseo, es por librar a mis pobres pequeños de la afrenta en que los ha metido su padre», decía el carabinero.

«Un degenerado»

Varias voces defendieron públicamente la tesis de que Zorrilla estaba loco. Así lo creía, por ejemplo, el médico Aldecoa, que lo sometió a un reconocimiento: «A ello me inclina también su herencia fisiológica, pues, de dos hijos que tiene, el mayor es idiota y el segundo, muy enfermizo», sostenía el doctor. El exdiputado Enrique Ortiz de Zárate, que había conocido al detenido el verano anterior, opinaba lo mismo: «Saqué en consecuencia que estaba completamente loco, padeciendo manía persecutoria». Y el propio redactor de 'El Noticiero' describió así su apariencia durante el consejo de guerra: «A simple vista se ve que se trata de un degenerado (...). Anda encorvado, su mirada es extraviada y solloza y llora maquinalmente. La impresión en la sala es unánime: se trata de un loco».

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Pero no hubo piedad. El lunes 9 de noviembre, el padre Dávila despertó a Agapito Zorrilla a las cinco de la mañana, en su celda de San Roque, y le administró la comunión. Mientras tanto, se llevaban a cabo los preparativos: se sorteó qué carabineros integrarían las dos secciones del pelotón de fusilamiento, se dispuso un ataúd forrado de negro y se estableció un dispositivo para contener a la multitud, en gran parte llegada desde Bilbao. Dos guardias a caballo esperaban en la oficina del telégrafo, por si acaso llegaba un indulto de última hora. A las ocho y media salió Zorrilla, dentro de una comitiva encabezada por el juez y cerrada por un carabinero con una silla, donde el reo había de sentarse para ser ajusticiado.

El teniente Meseguer levantó un pañuelo, lo agitó y lo bajó, dando así la orden de que disparase medio pelotón. Zorrilla, con los ojos vendados, cayó de bruces. Meseguer repitió la señal («¡nooo, nooo!», se oyó gritar a algunos asistentes horrorizados) y la otra mitad del pelotón abrió fuego sobre el cuerpo caído, que sufrió una última sacudida. «Los mismos carabineros que levantaron el cadáver, llorando y temblándoles las piernas, condujeron el féretro monte abajo, en dirección al cementerio –relataba la crónica de 'El Liberal'–. El cadáver dejó en tierra dos charcos pequeños de sangre».

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