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Un millón de habitantes, los baños más grandes del mundo y esclavos para recoger la basura. Así era Roma en la cumbre de su imperio

Un millón de habitantes, los baños más grandes del mundo y esclavos para recoger la basura. Así era Roma en la cumbre de su imperio

El historiador Tom Holland refleja en 'Pax' la vida en una ciudad que, con todos sus lujos y horrores, «no se parecía a ningún otro lugar del mundo»

Sábado, 30 de marzo 2024, 08:41

En el siglo XVIII, en plena exaltación neoclásica, cuando la Roma antigua se convirtió en un ideal admirable y a imitar, el historiador Edward Gibbon describió el siglo II d.C. como la más dorada de las edades de oro. Fue el tiempo en el que el Imperio romano alcanzó su cénit, en él vivía una cuarta parte de la humanidad y abarcaba desde Escocia hasta Arabia y rodeaba el Mediterráneo, convertido en un mar interior. El historiador británico Tom Holland dedica su último libro 'Pax' (ed. Ático de los libros), a este periodo de esplendor y prosperidad, en el que las condiciones de vida, según algunos expertos, «fueron mejores que en cualquier otro lugar y momento antes de la Revolución industrial».

El imperio, en el 117 después de Cristo.

«Pero, ¿qué hicieron por nosotros los romanos?», plantea Holland parafraseando un célebre gag de Monty Python en 'La vida de Brian'. «La respuesta es una larga enumeración: saneamiento, medicina, derecho, educación, vino, orden público, irrigación, carreteras, sistemas de canalización de agua dulce y salud pública», escribe el historiador, que disecciona el apogeo del imperio, el periodo de la Pax Romana, desde el año 69 d.C., cuando se sucedieron violenta y fugazmente cuatro emperadores, hasta la muerte del hispano Adriano en el año 138, con una atención especial a su predecesor, el también hispano Trajano (53-117 d.C.) natural de la Bética (ahora Andalucía), uno de los primeros emperadores romanos nacidos en una provincia y a cuyas espaldas se cuchicheaba por ello.

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Este imperio descomunal se controlaba desde una ciudad, Roma, en la que Trajano emprendió un impresionante programa de obras públicas y reformas urbanísticas. Como explica Holland, la Roma de este periodo era una ciudad sin comparación, gigantesca, monumental. Pero también terrible.

El historiador británico dedica la mayor parte del capítulo sexto de su libro, 'El mejor de los emperadores', centrado en el reinado de Trajano, a describir aquella urbe asombrosa en la que más de un millón de personas vivían «hacinadas en unos pocos kilómetros cuadrados». De todas ellas, pocas disfrutaban de los lujos que la imagen popular actual, derivada de las clásicas películas de romanos, asocia con la mejor época del imperio: «Pocas pasaban sus días como los senadores, rodeados de jardines y fuentes, y en casas con interiores decorados a la última moda», apunta Holland.

Calle del mercado de Trajano como se conserva hoy día. AFP
Imagen - Calle del mercado de Trajano como se conserva hoy día.

Como en el resto del mundo y de la historia, los ricos procuraban vivir en los mejores lugares, que en Roma estaban en las partes altas de la ciudad. «En general, vivir en Roma como miembro de la élite era vivir en una colina. Si el César había monopolizado el palatino, el más exclusivo de todos los barrios residenciales, había otras muchas alturas que ofrecían refugio de 'los rumores confusos de la populosa Roma'».

Las villas senatoriales lujosas se levantaban en las colinas, «donde la brisa era fresca y agradable». Por debajo, se extendía «el paisaje urbano más asombroso de la faz de la Tierra. Una inmensa aglomeración de mármol y ladrillo, clamorosa, mefítica y envuelta en humo» que se extendía a lo largo de kilómetros. «Ninguna otra ciudad en la Historia había sido tan grande como lo era ahora Roma».

Un vecino muestra varios comercios en los bajos de una casa de pisos. Adobe Stock

La mayor parte de los vecinos de Roma vivía en casas de pisos, en apartamentos alquilados a precios abusivos, dependiendo de un mercado inmobiliario que «era un ejemplo perfecto de explotación al máximo». En palabras del poeta Juvenal (60-128), que vivió en la ciudad, «en ningún otro lugar cuesta más una habitación mísera».

Quizá exageraron, pero la impresión que dejaron varios autores romanos de estas casas de pisos es temible. Como recoge Holland, «cuanto más alto era un piso, más probabilidades tenían los inquilinos de que sus habitaciones temblaran al pasar los carros por la calle, o de que se derrumbaran en caso de terremoto, o de quedarse aislados de la calle y atrapados en caso de incendio. El estruendo de los edificios al hundirse era uno de los sonidos más característicos de la ciudad».

Aunque había servicios de limpieza y recogida de excrementos y desperdicios –atendido por esclavos–, las calles «estaban grasientas y resbaladizas». Los ricos evitaban pisarlas y se hacían transportar en literas de mano, mientras los pobres se abrían paso «a codazos por aquí, esquivando vigas por allá. Sabían que cualquier resbalón, en medio del hacinamiento general, podía tener consecuencias mortales». Y luego estaban los atascos de tráfico. Porque aunque «hacía tiempo que se había prohibido la circulación de vehículos pesados durante las horas diurnas, resultaba poco práctico prohibir el transporte de material de construcción». Al anochecer la cosa no mejoraba. ««El estrépito de los carros durante toda la noche aseguraba que Roma fuera una ciudad que nunca dormía», cuenta Holland.

Una mujer de alta posición se traslada en litera entre la multitud Adobe Stock

Tener un accidente no era lo peor que le podía pasar a uno en la Roma imperial por la noche. «En cualquier parte podían acechar atracadores y las reyertas callejeras no se limitaban a las tabernas y burdeles». Por eso, era habitual que los ricos llevaran escolta. «Cada amanecer se encontraban cadáveres sobre los charcos de sangre por las calles de la capital. A veces los recogían sus seres queridos, para llorarlos e incinerarlos; y otras veces permanecían donde habían caído, para ser barridos con la basura».

Que se intentaba retirar cada día. «El reto de mantener las calles barridas, de habilitar alcantarillas capaces de dar servicio a toda la ciudad, de garantizar que el agua nunca se quedara estancada, sino que fluyera fresca y clara allí donde pudiera necesitarse, borboteando en las fuentes, brotando de las tuberías, era un desafío constante».

Estatua del emperador Trajano. Efe

Plinio el Viejo (23-79 d.C.) escribió que «si calculamos con exactitud la cantidad de agua que fluye hacia los edificios públicos, los baños, las piscinas, los canales, las residencias privadas, los jardines y las villas de la ciudad; consideramos la distancia que debe recorrer el agua antes de llegar a su destino; contemplamos las hileras de arcos, los túneles que atraviesan montañas, los puentes que discurren a nivel sobre profundos valles, no nos quedará más remedio que reconocer que no hay nada en el mundo entero más extraordinario».

Durante su gobierno Trajano emprendió un ambicioso programa de construcción en el que, como destaca Holland «no había lugar para palacios». Pero sí para «puertos, estadios y complejos de baños», incluido el más grande conocido hasta entonces. «Todos ellos eran proyectos que no servían al césar, sino al pueblo romano». Trajano fue un «constructor en una larga estirpe de constructores, un hombre del espectáculo en una larga estirpe de hombres del espectáculo». Cuando encargó al arquitecto Apolodoro el Damasceno que le diseñara «un foro adecuado a la magnitud de su victoria, el complejo acabó siendo mayor en superficie que los construidos por Augusto, Vespasiano y Nerva juntos. Las bibliotecas se adornaron con estatuas; los centros comerciales, con frisos, arcos y columnas triunfales». Tan monumental fue el foro de Trajano, «que puso punto final a un programa de construcción iniciado más de un siglo antes: la transformación del centro urbano de una extensión de ladrillo a una de mármol».

Aquella Roma imperial, con todos sus lujos y horrores, «no se parecía a ningún otro lugar del mundo ni, de hecho, a ningún otro lugar que hubiera existido jamás», asegura Holland. Trajano, «el mejor de los emperadores, había superado el reto que le habían planteado los dioses: conseguir que el pueblo romano tuviera por fin una capital verdaderamente digna de su grandeza».

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