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Josefa de Lupardo y Juan de Elguero, vecinos de la villa de Bilbao, llevaban casados unos seis meses. Todos los testigos que prestaron declaración sobre ... su caso entre los días 20 y 23 de julio de 1648 coincidieron en el dato. Lo recordaban porque fue «desde que se casaron legalmente» cuando empezaron los «maltratamientos», los golpes y los intentos de agresión, a veces con un hacha, una azada o hasta una «espada desenvainada». Una situación de violencia constante que sus vecinos, la madrastra y la hija del agresor tuvieron que contener varias veces y que llevaría a la víctima a pedir la intervención de la justicia, en su caso, del «alcalde y juez ordinario de esta villa y su jurisdicción», el señor licenciado don Juan de Zalbidea.
Es por este pleito que se conocen los detalles de este caso de violencia familiar, un fenómeno frecuente en la Edad Moderna. «Sobre todo, fueron las desavenencias en la pareja las que podían degenerar en malos tratos físicos y de palabra, es decir, en violencia física y psicológica, con especial protagonismo de los varones», según escribió el historiador Iñaki Reguera [en Reguera, I. (2013). 'Malos tratos y violencia conyugal en la sociedad vasca de la Edad Moderna'. 'Memoria y civilización' (16), pp. 137-174].
Entonces los maridos tenían una posición privilegiada sobre sus mujeres. «Esta subordinación llevaba aparejada también la posibilidad de que el marido ejerciera la violencia como una forma de corrección, un mal menor, con el que el marido aseguraría la obediencia de su mujer». Se consideraba que cierto grado de violencia sobre la mujer era aceptable como correctivo. Así se entiende que los siete testigos, tanto hombres como mujeres, cuyas declaraciones se recogen en el documento que se conserva en el Archivo Foral de Bizkaia sobre los malos tratos infligidos a Josefa de Lupardo por su esposo considerasen oportuno señalar que las agresiones de Juan de Elguero se dieron «sin causa ni ocasión».
Así lo aseguró Pedro López de Zuazo, que vivía en la misma casa que la pareja, en Barrenkale. Declaró que conocía a Josefa y Juan «desde que se casaron legalmente». Desde entonces vio «que ambos han tenido mucho ruido y pendencia por causa de la mala vida que siempre ha dado el dicho Juan de Elguero a la dicha Josefa de Lupardo». Toda la vecindad, añadía, veía cómo el marido agredía a su mujer «en todas las horas y momentos, así de día como de noche». La trataba «muy mal así de obra como de palabra diciendo a voces cada instante que la había de matar o ahogarla». Declaró el testigo que Juan lo intentó muchas veces, «y lo hubiera ejecutado según la gran cólera y mala condición que tiene si las personas que se metían de por medio no lo estorbaran».
El segundo testigo fue Sebastián de Salazar, alguacil de la audiencia del corregimiento. También vivía en el mismo edificio, una casa de alquiler en la que convivían varias familias, cada una en su habitación, con alguna estancia compartida entre todos los inquilinos. Durante los seis meses señalados este alguacil había visto de «ordinario cómo el dicho Juan de Elguero ha dado muy mala vida a la dicha Josefa de Lupardo», sobre todo el último trimestre. Su marido le daba «muchos golpes, coces, bofetadas y cachetes en todo su cuerpo y rostro». Además le decía «muchas palabras feas y muy injuriosas, diciéndola que era una puta y fuese a cabalgar con cierta persona que por evitar inconvenientes no nombraba».
Contó el testigo que él, su mujer y su hija se interpusieron en más de una ocasión entre el agresor y su víctima, que a veces dormía con ellas para evitar a su marido. También pasaba la noche con Antonia de Elguero, una hija que tenía Juan, o con María de Elguero, madrastra del mismo. Esta se había trasladado a la casa a petición de Josefa, para que viese la situación, y había reprendido a su hijastro, frenando alguno de sus ataques.
La mayoría de las causas abiertas por malos tratos en el País Vasco en la Edad Moderna fueron promovidas de oficio. Se iniciaban «sobre todo si eran casos de gravedad, si habían causado la muerte de la esposa o si habían generado un escándalo considerable en la comunidad», según Iñaki Reguera. El caso de Josefa de Lupardo es notable porque se abrió a petición de la víctima.
Tres de los siete testigos eran mujeres y llama la atención que las tres fueran analfabetas –no firmaron sus declaraciones porque no sabían hacerlo–. La esposa de Sebastián de Salazar, Margarita de Uría, expuso lo que desencadenaba la ira de Juan de Elguero: la negativa de su mujer a acostarse con él a su capricho. Algunas veces el hombre regresaba temprano a casa, a las dos o tres de la tarde, y «solía decir a la dicha Josefa su mujer le acompañase luego a la cama, y a esto la dicha Josefa solía responder al dicho Elguero su marido que era muy temprano y había menester hilar y trabajar, porque una mujer casera no parecía bien ir tan temprano a la cama». Cuando el hombre oía decir esto a su esposa «la solía maltratar muy mal pegándola y arrastrándola por el suelo y diciéndola que era una puta bellaca». Los testimonios restantes confirmaron los mismos hechos con más o menos detalle.
El último testigo fue Domingo de Amezaga, mercader que vivía enfrente de la pareja. En su declaración aseguró que los vecinos «están muy enfadados de ellos por la mala vida y discoformidad que pasan entre ambos». Este testimonio es el último documento que recoge este pleito. Sin que se sepa por qué, el proceso no siguió adelante ni se cerró con una sentencia dictada por el alcalde.
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