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Cuenta Emma Southon que en los años setenta, en una universidad estadounidense, unas estudiantes de Historia pidieron a uno de sus profesores un curso sobre las mujeres en la Roma antigua. «Para su consternación, contestó que puestos a hacer, podría impartir un curso sobre perros ... romanos». Para aquel profesor, como para los propios historiadores romanos clásicos, la historia es la sucesión de «Cosas Importantes», batallas y política fundamentalmente, y las mujeres no hacían esas cosas. «La historia de Imperio Romano se suele explicar partiendo de ese molde», añade Southon doctora en Historia Antigua por la Universidad de Birminghan.
Este prejuicio es explicable en los autores clásicos. Griegos y romanos pensaban que las mujeres eran «hombres a medio hacer». En la sociedad romana, dependían –en teoría– de los hombres toda su vida. Por ello, cuando alguna destacaba en la historia de Roma, era perfilada por los cronistas con tintes negativos. Y hemos heredado esas imágenes sesgadas. ¿Recuerdan lo mala que era Livia en 'Yo, Claudio'?
La historiografía lleva ya unas décadas dándole la vuelta a esta tortilla. A ello se dedica Southon, autora de 'La historia de Roma en 21 mujeres' (Ed. Pasado & Presente), «una historia revisionista de Roma con las Cosas Importantes relegadas a un segundo plano», según su autora. Son 21 perfiles muy diversos que se reparten desde la fundación de la ciudad, en 753 a.C., hasta la caída del último emperador romano de Occidente, en 476 d.C.
«Podría contar con los dedos de una mano las mujeres mencionadas en las historias escritas de la Roma de los inicios», escribe Southon. La excepción eran las vírgenes vestales, sacerdotisas de Vesta, diosa de la familia, el hogar y la seguridad. «Satisfacer a Vesta era tan crucial para el Estado romano que le concedió seis mujeres virginales», seis sacerdotisas que vivían en comunidad. Opia, que vivió en torno al 483 a.C., fue una de ellas.
«La virginidad de las vestales era tan fundamental que sus padres las ofrecían para el cargo antes de los diez años, para un servicio obligatorio de treinta años». Su cuerpo «se consideraba sagrado». Por ello, si se sospechaba que una vestal había dejado de ser virgen, era condenada a muerte. Enterrada en vida, después de participar, atada y amordazada, en su propia procesión fúnebre. Esto es lo que le pasó a Opia y prácticamente lo único que sabemos de ella.
Muy diferente es la historia de la empresaria Julia Félix, que murió en la erupción del Vesubio en 79 d.C., en Pompeya. Allí regentaba «un negocio de lo mas interesante», una especie de complejo hostelero, con apartamentos de alquiler, baños públicos y tabernas. Parece que planeaba «cambiar de actividad para dedicarse a los negocios inmobiliarios». Algo notable, si se tiene en cuenta que, sobre el papel, las mujeres romanas podían tener propiedades pero no podían administrarlas por su cuenta. Julia Félix no pertenecía a la élite social ni cultural de la ciudad.
Una posición social bien diferente era la de Julia Mesa (165 - 224 d.C.), hija de Julio Basiano, sacerdote del dios del sol El-Gabal, el dios tutelar de Emesa, en Siria, y abuela de los emperadores Heliogábalo y Alejandro Severo. Julia Mesa sí que hizo «Cosas Importantes». En un lío sucesorio imposible de resumir aquí, participó en el asesinato del primero para llevar al poder al segundo. «No hay ningún contexto en el cual se podría suponer que Julia Mesa iba acabar como poder en la sombra que coronaría no a uno, sino a dos gobernantes del Imperio», comenta Southon sobre esta mujer excepcional que, «con 62 años lideró con éxito su segundo golpe de Estado en cinco años». Vivió lo suficiente para desmantelar la administración de Heliogábalo, «despedir a todos los cargos políticos y reiniciar toda la dinastía Severa». Al morir, Julia Mesa, «hija de un sacerdote provincial, se convirtió en diosa».
También hizo «Cosas Importantes» Septimia Zenobia (240-274 d.C.), «la única mujer en haber intentado proclamarse emperatriz», destaca Southon. Zenobia fue la segunda mujer del príncipe Septimio Odenato de Palmira, en Siria, dependiente del Imperio romano. Tras el asesinato de su marido, gobernó Palmira entre 267 y 272. «Fue socavando, sin prisa pero sin pausa, el alcance de la burocracia y el poder romanos en Siria y Mesopotamia». Llegó a tomar Egipto». Se dio cuenta de golpe de que era una enemiga de Roma, de modo que decidió ir a por todas: ir a por la usurpación y sin tapujos». Fue derrotada por Aureliano cuando solo tenía 32 años. Paseada como un trofeo por Roma, «luego se le concedió una casa en la ciudad y se le permitió vivir libre como una ciudadana privada».
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