Vista de Potosí en un grabado coloreado del siglo XVIII. Al fondo, Cerro Rico, en el que entre otras estaban las vetas Mendieta y de Oñate.
«Y si no habla vascuence, muerte»
Tiempo de historias ·
En 1622, Potosí vivió una guerra civil que enfrentó a vascos con el resto de grupos de españoles y criollos por el control de las gigantescas minas de plata de la villa imperial. El episodio se conoce como la guerra entre vicuñas y vascongados
OScar b. de otálora
Domingo, 12 de diciembre 2021, 01:00
«Y si no habla vascuence, muerte». Esta frase se atribuye a los vascos que en 1622 protagonizaron uno de los episodios menos divulgados de la conquista de América, un cruento enfrentamiento civil en la ciudad minera de Potosí, en la actual Bolivia, en el que fallecieron decenas de personas. En esa fecha cristalizaron una serie de afrentas históricas en uno de los lugares más ricos del orbe, una población desde la que salían cada año miles de toneladas de plata destinadas al Viejo Mundo. Durante tres años, las fortunas robadas de la montaña pagaron una sangrienta batalla callejera que convierte en una pelea de guardería el más cruel de los enfrentamientos del Far West.
El episodio se conoce como la guerra entre vicuñas y vascongados. Este segundo término era el nombre que se dio a castellanos, extremeños, andaluces y criollos, que se enfrentaban con vizcaínos, alaveses y guipuzcoanos por el control del poder en la ciudad minera. El apodo procedía de los sombreros fabricados con lana de vicuña, un mamífero similar a las llamas que habita en las tierras andinas.
Los vicuñas guardaban varias afrentas contra sus rivales. La más grave de ellas era que, según su percepción, ellos eran quienes habían luchado en la conquista del Perú con sus armas y pagado un alto precio en sangre. Sin embargo, los vascos, con sus contactos con la monarquía y gracias a su hidalguía y su pureza de sangre, habían conseguido los mejores puestos en el control de una de las ciudades más ricas del mundo en ese momento. Era una pugna entre viejos guerreros y tecnócratas con privilegios.
En ese momento, la Villa imperial de Potosí –hoy perteneciente a Bolivia pero entonces al Perú– era una ciudad con más de 120.000 habitantes que dependía del Cerro Rico, una montaña de alrededor de 4.782 metros de altura sobre el nivel del mar que encerraba la mayor mina de plata conocida hasta el momento. Los cronistas de la época definían esa cumbre como «un admirable monstruo de riqueza, cuerpo de tierra y alma de plata, emperador de los cerros y rey de los montes». Algunos de los primeros mineros de la zona fueron vascos, los hermanos López de Mendieta, procedentes de Vizcaya, y Juan Ortiz de Zárate. La explotación se realizaba mediante la denominada mita, un régimen de semiesclavitud por el que los indígenas tenían que trabajar de forma obligatoria varios meses al año en las minas de plata.
Vista actual de Potosí desde el Cerro Rico.
ANDER IZAGUIRRE
Estos indígenas, denominados mitayos, recibían un salario mínimo que en muchos casos apenas servía para pagar la manutención en los ingenios en los que les obligaban a vivir sus 'propietarios'. También se les suministraba hoja de coca, con la que se pretendía que se mantuvieran sedados y trabajasen más allá de lo humano. La mita (del quechua mit'a), adaptada por los españoles de un sistema de trabajo obligatorio de los incas, era una fuente de corrupción, ya que muchas de las personas que tenían concesiones para dirigir las cuadrillas de trabajadores las revendían o subsidiaban a cambio de dinero.
Aventureros y vagabundos en busca de fortuna
La corrupción era endémica en Potosí. La villa era una de las más caras del mundo por la inflación que causaba el mercado de la plata. Ese dinero, además, condujo hasta la ciudad a todo tipo de aventureros y gente sin escrúpulos. Algunos de ellos eran los denominados 'soldados', termino con el que se aludía a los militares que habían luchado en las distintas guerras andinas pero que se habían acabado convirtiendo en violentos vagabundos en busca de fortuna. Potosí, en ese sentido, era un nido de burdeles y tahúres, con más de 800 casas de juego, según los cronistas de la época.
La propia explotación del Cerro Rico y la acuñación de moneda no estaba exenta de manipulaciones y trampas. En 1648, el rey Felipe IV, ordenó una investigación sobre las adulteraciones de la plata utilizada para fabricar monedas, ya que a la monarquía le correspondía un quinto de toda la plata extraída en el Cerro Rico –el denominado quinto real–. Una investigación llevada a cabo por un inquisidor y consejero de Indias, Francisco Nestares Marín, terminó con varios ajusticiados. El más importante fue el extremeño Francisco Gómez de la Rocha, quien en un último momento intentó incluso envenenar con mercurio al investigador. Fue degollado y su cabeza se expuso al público en la denominada Plaza de los Privilegios. La fortuna que había conseguido robando la plata real jamás apareció y durante siglos ha alimentado la leyenda de la existencia de un tesoro oculto en la región.
La guerra entre vascos y vicuñas comenzó en esa atmósfera de corrupción, violencia y engaños. En 1618 llegó a la ciudad un alto funcionario de la Corona, el contador general de Lima, Alonso Martínez Pastrana, para intentar poner orden en unas calles en las que se producían todo tipo de abusos y peleas. Las investigaciones de Martínez de Pastrana comenzaron a poner en peligro la jerarquía de la ciudad. En especial, los vicuñas temían que los vascos iban a utilizar sus influencias para conseguir aumentar su poder pese a que, en su opinión, debían ser castigados por sus enormes deudas con la Corona.
Una madrugada de junio de 1622 el vasco Juan de Urbieta, pendenciero y con fama de matón, fue encontrado cosido a puñaladas frente a la vivienda de un paisano suyo, el minero Francisco de Oyanume. Este incidente provocó de inmediato una reacción de los vascongados. Tras varias investigaciones para dar con los culpables, a los que no se pudo localizar, los vascos se lanzaron a la calle con la consigna de matar al que no hablase euskera y comenzaron a cobrarse venganza en los vicuñas.
Mano dura
Los asesinatos y emboscadas se multiplicaron en una ciudad que ya vivía en una cultura de la violencia desaforada. Aunque los procedentes del País Vasco eran una minoría, contaron con el apoyo de soldados que se alquilaban al mejor postor. En 1623, la Corona envió a un corregidor para intentar poner fin a esta auténtica guerra civil. Este hombre, Felipe Manrique, aplicó la mano dura y ordenó que la gente sin oficio abandonara la ciudad bajo pena de muerte si desobedecía sus órdenes. La situación era tan inflamable que el 5 de septiembre de 1623 varios soldados del bando antivasco asaltaron la vivienda de este alto cargo, mataron a cinco personas y a Manrique le alcanzaron con varios disparos, aunque no consiguieron acabar con él.
Bartolomé de Arzans, principal cronista de Potosí, y otros relatores cuentan los tumultos que se reprodujeron en la villa en aquellos años. Las emboscadas se repetían en las calles, al tiempo que los distintos bandos se conjuraban para matar a sus rivales. Se disparaban tiros de arcabuz desde los tejados de las casas y se apuñalaba en callejones oscuros. Durante bastante tiempo, los vascos se tuvieron que refugiar en conventos y se plantearon el abandonar la ciudad, puesto que sabían que habían perdido la calle, superados en número por sus rivales.
El atentado contra Manrique, sin embargo, había causado una profunda división en el grupo de los vicuñas, que consideraban un exceso la agresión a un hombre del Rey y sabían que la represión iba a ser despiadada. Las disensiones internas aceleraron la victoria de los vascongados. Los denominados 'vicuñas gordos' -aquellos que ya pertenecían a la alta burguesía y no a la clase baja de los soldados más violentos- comenzaron a buscar acuerdos para poner a salvo su cabeza y salvar sus fortunas. En los pactos que alcanzaron con las autoridades aceptaron traicionar a sus compañeros y entregarlos a la justicia a cambio de prebendas.
Entrada del arzobispo virrey Morcillo en Potosí, en 1718.
Los últimos coletazos y la decadencia de las minas
Uno de los encargados de poner fin a esta batalla fue Manuel de Guevara, un minero que en 1624 fue nombrado alcalde. Para entonces, 64 personas ya habían muerto en las luchas internas y decenas habían resultado heridas. Este hombre no era oriundo del País Vasco pero era hijo de Juan Pérez de Junguitu y María Nuñez de Nanclares, nacidos en la localidad alavesa de Azúa, un pueblo hoy sumergido bajo las aguas del embalse de Ullíbarri. Bajo su mandato todavía se produjeron algunos crímenes, como la muerte del vasco Juan de Oquendo a manos de trece vicuñas cuando se encontraba refugiado en una parroquia. También fue ejecutado Gerónimo Verástegui, uno de los últimos supervivientes de una familia alavesa que había llegado a controlar Potosí. Pero la guerra ya estaba perdida para los rebeldes vicuñas, entre los que habían surgido además disensiones. Entre 1624 y 1625, las autoridades virreinales capturaron a varios cabecillas, ejecutando a cuarenta de ellos. Otros acabarían convertidos en salteadores de caminos.
La guerra entre vascos y vicuñas fue uno de los últimos episodios de la grandeza de Potosí. Para 1650 las vetas de plata del Cerro Rico ya estaban prácticamente agotadas y extraer metales preciosos era una tarea demasiado titánica. El sistema de la mita sería eliminada en 1812, tras una decisión de las cortes de Cádiz. La montaña no viviría ningún otro momento histórico hasta el 26 de octubre de 1825, cuando el libertador Simón Bolívar subió hasta la cumbre para declarar el final de la Guerra de Independencia y su victoria sobre los españoles.
La guerra entre vascos y vicuñas fue uno de los últimos episodios de la grandeza de Potosí. Para 1650 las vetas de plata del Cerro Rico ya estaban prácticamente agotadas y extraer metales preciosos era una tarea demasiado titánica. El sistema de la mita sería eliminada en 1812, tras una decisión de las cortes de Cádiz. La montaña no viviría ningún otro momento histórico hasta el 26 de octubre de 1825, cuando el libertador Simón Bolívar subió hasta la cumbre para declarar el final de la Guerra de Independencia y su victoria sobre los españoles.
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