Cualquiera que haya visitado Roma reconocerá la escena. Centenares de turistas arremolinados ante el Coliseo, boquiabiertos ante su enormidad, leyendo libros del estilo '20 lugares que no puedes dejar de visitar en Roma', alguna página web en el móvil o, los más afortunados, escuchando al ... guía turístico que les cuenta que se inauguró en el año 80 d.C con unos festejos que duraron 100 días, que su nombre deriva del 'Coloso', una enorme estatua desaparecida de Nerón situada a su lado, que en su interior se llegaron a hacer hasta batallas navales… Todo ello rematado por la imagen de Russell Crowe en 'Gladiator' desafiando a esa calamidad de emperador que fue Cómodo. Ahí es donde muchos, henchidos de tanta historia ante sus ojos, dirían que desearían haber vivido en aquellos tiempos de épica, gladiadores, conquistas, termas y discursos inflamados de Cicerón. Quizás después de leer este artículo cambiarían de opinión…
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La mayor parte del millón de personas que llegaron a residir en la Ciudad Eterna vivía en unas condiciones similares a las de una urbe del Tercer Mundo. La pobreza y el desempleo campaban a sus anchas. Había muchos robos y la violencia estaba mucho más presente que en la actualidad. La falta de higiene era patente también. Se calcula que durante el Imperio, la población oscilaría entre los 50 y 60 millones de habitantes. De ellos, en torno a un 65% serían estas gentes que vivían al límite de la subsistencia. Se les conocía como 'humiliores', los 'seres inferiores'. Un temporal, un barco cargado de cereales que no llegara a destino… supondría para ellos una tragedia. Esto se traducía en que muchos niños morían antes de cumplir los 10 años y en que la mitad de la población fallecía antes de cumplir los 20. Claro que en la ciudad también había lujo y riquezas, pero estaban en manos de muy pocos. Se les llamaba 'honestiones', literalmente 'los más honorables'. En total no serían más de 500 en todo el territorio romano. Se ha calculado que habría uno cada 96,5 kilómetros cuadrados. Eran muy pocos pero muy ricos.
La peor situación la sufrían, sin duda, los esclavos. Porque no hay que olvidar que Roma, como la Grecia clásica, era una sociedad esclavista. Su economía dependía de unos 9 millones de personas -el 15% de la población- que eran consideradas como cosas con las que sus amos podían hacer y deshacer a su antojo. «Herramientas que hablan». Eran sometidos a maltratos físicos y psicológicos, y los abusos sexuales estaban a la orden del día. Sus autores hasta bromeaban con ello. Además, si participaban en un juicio, su testimonio solo era válido tras ser sometidos a tortura para asegurarse de que decían la verdad. Lo más habitual es que fueran prisioneros de algunas de las muchas guerras que libró Roma a lo largo de su historia, pero también se podía llegar a esta condición por cometer algún crimen especialmente atroz, tras ser secuestrado por parte de bandidos o piratas e incluso se podía firmar un contrato por el que se renunciaba a los derechos como ciudadano a cambio de dinero. Como es normal, las fugas eran habituales. También los suicidios. Todo para huir de esa pesadilla.
¿Rebeliones? Las hubo, como la de Espartaco, pero no fueron frecuentes. No en vano, el castigo por asesinar a un señor era terrible, para su autor y sus posibles compañeros. Baste un ejemplo. En el año 61 d.C, un alto cargo de la ciudad perdió la vida a mano de sus sirvientes. De acuerdo a una vieja ley, se condenó a muerte a él... y a los otros 400 esclavos de su propiedad por no haber evitado el asesinato. Si se les sorprendía robando, podían ser flagelados y crucificados; en el caso de que hubieran intentado huir, podían ser condenados a trabajar en las minas o ser arrojados a las bestias en el Coliseo.
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Tampoco las mujeres vivían una situación idílica. Todo lo contrario. Se las veía como un medio para un fin, que era tener hijos, herederos que perpetuaran la familia y aseguraran que las propiedades siguieran dentro de la misma. Su participación en la vida pública era prácticamente nula, no tenían acceso a la educación superior y tampoco capacidad legal. Además, la violencia machista era habitual y en absoluto estaba mal vista.
Otro grave problema en aquellos tiempos era el del crimen. No tanto que los hubiera en una ciudad superpoblada y con tanta pobreza, sino sobre todo la indefensión de las víctimas que hoy resultaría difícil de aceptar. Una razón fundamental es que no existía un cuerpo de policía como tal. Como normalmente el ejército no podía entrar en la ciudad para evitar tentaciones de golpes de estado, de estas tareas se ocupaban los llamados 'vigiles', unos vigilantes nocturnos cuya principal misión era ocuparse de los incendios y que secundariamente también se encargaban de los ladrones. Además, era pocos, solo entre 3.500 y 7.000 para ocuparse del citado millón de habitantes. Lo que ocurriera de día… pues ocurría. Fuera de la capital eran los soldados los que se encargaban. Y no siempre eran ejemplares. No era raro que se aprovecharan de los habitantes de las ciudades y aldeas donde se encontraban.
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Jerry Toner: Infamia. El crimen en la antigua Roma (editorial Desperta Ferro)
Robert. C. Knapp: Los olvidados de Roma (editorial Ariel)
Alfonso Mañas Gladiadores. El gran espectáculo de Roma (editorial Ariel)
Steven Pinker: Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones (editorial Paidós)
Con todo esto, era muy improbable que se capturara al criminal. ¿Qué podían hacer las indefensas víctimas ante, por ejemplo, un robo? Una opción, si sabían quién era el autor, era ir a buscarle en compañía de familiares y amigos, con el riesgo que siempre conlleva el trato con maleantes. Una segunda opción era negociar un acuerdo privado por el que el caco devolvería lo robado a cambio de dejar correr el asunto. Una tercera vía sería ofrecer una recompensa. Un graffiti en Pompeya decía así: «Ha desaparecido un caldero de bronce de mi tienda. Quien me lo devuelva ganará 65 sestercios. Pagaré otros 20 a cambio de cualquier información que permita capturar al ladrón». También se podía acudir a la Justicia, pero esto era verdaderamente problemático. Se tenía que tener dinero y contactos para que el caso fuera admitido a trámite. En el caso remoto de lograrlo, era la propia víctima quien tenía que investigar y reunir las pruebas. Y los magistrados no siempre conocían toda la legislación -los grandes compendios legales del derecho romano se hicieron en fecha tardía, en el siglo VI d.C-, con lo que las sentencias que emitían unos u otros podían contradecirse.... En resumen, un imposible.
A la clase dirigente nunca le preocupó demasiado este tipo de delitos. Aquella Roma estaba a siglos vista de distancia de tener la capacidad para intervenir en estos asuntos. Solo cuando alguno de ellos podía derivar en una alteración grave del orden ponía cartas en el asunto. Y cuando lo hacía ponía todo su empeño. Los castigos, eran durísimos. El más conocido, la citada crucifixión. En 1986, la Journal of The American Medical Association publicó un estudio en el que relataba al detalle este tipo de ejecución. Es espeluznante. Los soldados empezaban azotando con un látigo de cuero trenzado con piedras afiladas la espalda, nalgas y piernas de la víctima. Después se le ataban los brazos a una barra de 30 kilos, que debía llevar hasta algún lugar donde hubiera un poste incrustado en la tierra, donde lo clavaban por las muñecas -no por las palmas, que no aguantarían el peso de todo el cuerpo-. Lo izaban al poste, le clavaban también los pies. En ese momento, la caja torácica estaba distendida por el peso del cuerpo tirando de los brazos, lo que le dificultaba la respiración. Tras un suplicio que oscilaba entre tres o cuatro horas y ¡tres o cuatro días!, fallecía por asfixia y pérdida de sangre.
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Aquella Roma era una ciudad en la que la violencia, como la muerte, era un factor muy presente en el día a día. Y se aceptaba como tal. De hecho, los propios romanos «se creían unos hijos de puta». Así lo asegura el profesor de Cambridge Jerry Toner en su libro 'Infamia. El crimen en la Antigua Roma'. ¿Porque qué cabe pensar de una sociedad que tiene por mito fundacional un fratricidio? Ya saben, Rómulo mató a Remo para hacerse con el poder y que su nombre se perpetuara en la Ciudad Eterna. La moraleja de la leyenda es clara: en aquella Roma que tanto se mitifica, se aceptaba que en la búsqueda por el dominio valía todo, incluido matar a un hermano. Sus innumerables conquistas también bebieron de esta faceta cruel y pendenciera. Ya lo decía la Eneida: los romanos estaban predestinados a gobernar el mundo. No hay que olvidar tampoco que su divertimento favorito eran los combates de gladiadores en el Coliseo.
Un último detalle. La higiene en la capital también distaba mucho de los cánones actuales. Los romanos corrientes debían apestar dado el hacinamiento en el que vivían, las deficiencias del sistema de saneamiento y la necesidad de realizar trabajos físicos en los tórridos veranos en la ciudad. ¿Y las famosas termas? Eran muy frecuentadas por todos los romanos, pero tenían poco de salubres. Se comía, se bebía y no se sabe cada cuánto se cambiaba el agua, pero nada indica que se hiciera a menudo. Tenían letrinas, pero algunos utilizaban la misma piscina. Y para colmo, no era raro que se produjeran robos. Como para querer haber vivido en aquellos tiempos…
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