Los munícipes de Bilbao echaron el resto para ofrecer en 1828, en pleno absolutismo, una espléndida acogida al rey, para el que se construyó un arco de triunfo que no vio, se organizaron bailes, se jugaron partidos de pelota y se celebraron corridas de toros
Fernando VII visitó Bilbao entre el 16 y el 25 de junio de 1828, «la década célebre» (los diez días célebres) según el Ayuntamiento. No había venido ningún rey a la villa desde los Reyes Católicos, tres siglos y medio antes. Las autoridades municipales, que difundieron esta circunstancia, organizaron una espléndida acogida, tras una intensa preparación que remozó la población.
Era el periodo absolutista iniciado en 1823. El Ayuntamiento, compuesto por realistas, se volcó. Seguramente buscó escenificar un apoyo bilbaíno al monarca. Según la detallada crónica que publicó, un gentío saludó todas las apariciones de los reyes, con continuas muestras de entusiasmo. Es verosímil una gran movilización ante un acontecimiento tan excepcional. También sería cierto que «el orden y la seguridad pública no sufrieron un momento de alteración». Sin embargo, no resulta creíble una unanimidad realista. Forzosamente habría en Bilbao sectores disconformes con el absolutismo, pues entre 1820 y 1823 la villa había defendido la constitución. Otra cuestión es que, en unos años represivos, los liberales optaran por retraerse.
Al margen de estas consideraciones políticas, la presencia de Fernando VII y su esposa Amalia tiene interés por la minuciosa organización que quiso mostrar lo mejor de la villa. Además, la visita tuvo importancia en el desenvolvimiento urbano de Bilbao. Para seguirla, conviene prescindir de los excesos retóricos con que los realistas la relataron: «Amor, fidelidad y gratitud a sus Augustos soberanos», alborozo, dulzura, júbilo, enternecimiento, gratitud, gozo, lealtad, bizarría, afecto, etc.
El Ayuntamiento supo el 4 de mayo que el mes siguiente llegaban los reyes. Fernando VII accedía a una invitación de las diputaciones vascas cuando estaba en Cataluña, donde se había sofocado una sublevación que pedía aumentar el absolutismo. En Vizcaya se había interpretado favorablemente -y atribuido al rey- la supresión de un contrafuero en el que se había pedido tropas para el ejército.
Los munícipes bilbaínos decidieron echar el resto: arreglar las fachadas de los edificios públicos, proceder a reparaciones de envergadura, mejorar los paseos, organizar cuatro corridas de toros, montar dos arcos de triunfo, preparar el recibimiento y varias embarcaciones, así como el alojamiento para los reyes y su séquito (72 personas), además del de las tropas que les acompañaban -al principio les comunicaron que venían 2.000 soldados; luego se rebajó el número-, conseguir fondos para financiar obras y festejos, así como llamar a los particulares a que limpiasen las fachadas y se hicieran con iluminación (hachas de cera) para saludar a los soberanos.
Además, decidieron construir la Plaza Nueva. Literalmente. Estaba planificada desde 1821 y el Ayuntamiento había comprado los terrenos, pero no se había hecho nada. Procedieron a levantarla en cuatro semanas en una maqueta a tamaño natural. Tuvieron que derribar cuatro edificios y seis casetas, así como preparar la superficie.
Una plaza nueva para el monarca
Bilbao quiso renovarse en un mes. Se consideró fundamental cerrar con una verja el paseo de la Ribera, desde Barrencalle Barrena hasta el comienzo de Sendeja. Además, se embellecieron las iglesias, se arreglaron las vallas que cerraban la Plaza Mayor cuando había toros y adecentaron las Casas Consistoriales, retocando los retratos de los reyes, deteriorados por la humedad. Se limpió el caño subterráneo por el que circulaba el agua, que se usaba para la limpieza y en caso de incendio. Prepararon un almacén de la calle la Estufa para tropas (y otro en la orilla de enfrente), aumentaron el número de farolas, se prepararon carruajes y embarcaciones, trajeron toros (de Castilla y Navarra, dijeron que los mejores), contrataron toreros de la corte, prepararon fuegos de artificio y un largo etcétera.
Aquellas cuatro semanas hubo en Bilbao una actividad ingente. Se contrataron todos los albañiles que había en seis leguas a la redonda. Además, estaban las obras de los particulares, que también embellecían las casas. Nunca se había llevado a cabo en Bilbao semejante arreglo colectivo, que incluyó fuentes, fachadas, plazas… El despliegue de esfuerzos, sin embargo, permite atisbar la modestia de equipamientos de la villa, sin un edificio señero o lugares de alcurnia. Se adornaron el matadero y la carnicería, que se entendían como edificios de interés. Lo tenían, pero no eran suntuarios sino prácticos. De paso, se terminó el puente colgante de San Francisco, diseñado por Antonio Goicoechea. Se dijo luego que lo inauguró Fernando VII, aunque se limitó a visitarlo, sin un acto protocolario.
La residencia del rey en Bilbao fue el edificio neoclásico que está junto a la iglesia de San Nicolás, levantado por Ventura Gómez de la Torre en 1790-91.
El recibimiento a Fernando VII y la reina Amalia en Miraflores fue solemne. Al llegar los reyes hubo repique de campanas en toda la villa, salvas de artillería desde San Francisco y desde un bergantín, miles de cohetes. Según la crónica, había 8.000 personas en la Plaza Mayor. Recibieron al rey las autoridades y varias carrozas representativas, cuatro comparsas, etc. En la ría 18 lanchas y falúas siguieron la comitiva a remo. En la Ribera, donde está hoy el Arriaga, se levantó un arco del triunfo en el que figuraban unos versos de bienvenida de lirismo poco afortunado -no fueron mejores los demás sonetos y poemas que se compusieron para la ocasión-:
«El homenaje mejor
es el que nace de amor
este de Bilbao dichosa
a Fernando y a su esposa»
Por la noche se organizó uno de los actos más llamativos, cuando se encendieron 20.000 vasos de colores, además de las hachas de cera en las casas y faroles en las embarcaciones.
Siguió una estancia con un programa de actos prolijo, aunque muy oficial y sin que se detecte cercanía entre los reyes y la gente, que en el relato parece siempre extasiada. Hubo 'Te Deum' en Santiago, visitas a la Casa de Misericordia, al colegio Santiago -estaba en Ronda y era el principal centro de enseñanza- y al Hospital Civil, paseos hasta el Campo Volantín y al puente colgante, además del recorrido por la Plaza Nueva. Hubo partido de pelota, que el rey pudo ver desde su alojamiento, y campesinos de Abando bailaron la Espatadantza. A las cuatro corridas acudieron (dijeron) 10.000 espectadores, entre los que estaban en la plaza y los que las veían desde los montes, barcos y casas vecinas.
Sin bailar por «temor al relente»
Hubo cuatro bailes, preparados con esmero por el Ayuntamiento. Fueron un éxito, aunque no acudió el rey por «temor al relente». Tampoco utilizó la falúa mayor que el Consulado había preparado por si el monarca quería surcar la ría. Por eso no vio el espectacular arco del triunfo que le habían preparado en Olabeaga, sostenido por dos quechemarines.
Los reyes no salieron de Bilbao. Según la crónica, muy almibarada, todo resultó a plena satisfacción. Los reyes participaron en la procesión del Octavario del Corpus, que se cambió de fecha: tocaba el 12 de junio y en Bilbao se celebró el 23. Por entonces las principales fiestas religiosas de la villa era el Corpus y su octava. Los reyes cerraron la procesión portando un cirio, lo que «edificó a todos los concurrentes». Luego permitieron que los niños, que iban vestidos de angelitos, les besasen las manos…
El Ayuntamiento consideró un éxito la visita, que terminó con donativos reales a causas caritativas. Además, obtuvo la autorización para construir la Plaza Nueva, que se decidió llamar «plaza de Fernando VII» y que llevase en el centro una estatua ecuestre del rey. Se cambió de opinión cuando terminó el periodo absolutista.
Si el Ayuntamiento pretendía afianzar el espíritu realista de Bilbao, su crónica tuvo que ser contraproducente, por la multiplicación de adulaciones empalagosas, en un relato ampuloso en el que los bilbaínos parecían caer en un arrobamiento místico al contemplar a los reyes. Ni el lenguaje pomposo encajaba con los bilbaínos ni era creíble tal veneración.
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