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El ídolo de Mikeldi en una fotografía tomada antes de 1896, cuando fue colocado junto a la ermita de San Vicente.
El enigmático ídolo de Mikeldi en el Museo Vasco de Bilbao

El enigmático ídolo de Mikeldi en el Museo Vasco de Bilbao

Tiempo de historias ·

Descrito como «gran piedra monstruosa» en el siglo XVII e interpretado en el XVIII como un recuerdo de los cartagineses, esta escultura zoomorfa de la Edad del Hierro es una pieza única en la arqueología vasca cuyo significado sigue abierto a debate

Viernes, 15 de marzo 2019

Es la pieza central de todas las exhibidas en el Museo Vasco de Bilbao y muy probablemente el objeto arqueológico más conocido y reconocido de Euskadi. El ídolo de Mikeldi ocupa un lugar de honor en la institución que lo custodia desde 1920, en cuyo catálogo figura como «escultura zoomorfa» con el número de inventario 205. Sin embargo, cuando Antonio de Trueba lo vio por primera vez, en 1864, tuvo sus serias dudas de que aquel pedrusco semienterrado y cubierto de maleza en Durango fuera, como le habían contado, una figura labrada. Su amigo Juan E. Delmas le convenció de que sí lo era y ambos se las apañaron para excavarla. Así volvía a ver la luz esta pieza, de la que se llegó a escribir que fue obra de los cartagineses y sobre cuya finalidad y sentido se sigue discutiendo hoy día.

«El 10 de abril del presente año (1864) pasamos a Durango D. Juan Delmas y yo con objeto de examinar las antigüedades de aquella villa y sus cercanías. El cacareado ídolo de Miqueldi, que ni uno ni otro habíamos visto aún, era lo que más excitaba nuestra curiosidad», recordaba Trueba en un artículo titulado 'Miqueldico-idorúa', publicado en 'El Museo Universal' y recogido después en 'Capítulos de un libro'. «Nos hacíamos ojos buscando la famosa piedra, cuando, como veinte pasos antes de llegar a la ermita de San Vicente de Miqueldi, a la derecha del camino y entre los arbustos y las zarzas que forman el seto de una heredad, nos pareció descubrir una gran piedra arenisca, casi del todo enterrada y empezada a rozar por las ruedas de los carros».

Sí que era «el insigne monumento» y empezaron a «despejarle de tierra y broza». Lo descubrieron «lo bastante para convencernos de que habíamos dado con lo que buscábamos; pero como carecíamos de medios para desenterrar por completo la piedra, aplazamos para la mañana siguiente la operación».

Delmas y Trueba no eran los primeros en preocuparse por la enigmática escultura. De hecho, la primera referencia fue publicada en Sevilla en 1634. Se trata de un librito, apenas 24 páginas, titulado 'Micrología geográfica del asiento de la noble merindad de Durango, por su ámbito y circunferencia', escrito por Gonzalo de Otalora Guissasa, letrado y caballero natural de Durango, y vecino de la ciudad andaluza, del que no se sabe más que se presenta como «Señor de Olabarria» y que dedica su obrita a otro vizcaíno, Pedro Zeverio de Zaldivar, «secretario del secreto y contador por Su Majestad del Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad de Sevilla».

Otalora dedica solo un párrafo al ídolo en la página 15. En la merindad de Durango «hay antigüedades notables y las más en las lomas y en los altos», escribe. Las más vistas son en una ermita de la villa de Durango, llamada Miqueldi», donde se halla «y ve una gran piedra así monstruosa en la forma, como en el tamaño, cuya hechura es una Abbada o Rinoceronte, con un globo grandísimo entre los pies, y en él tallados caracteres notables, y no entendidos, y por remate una espiga dentro de la tierra. Está en campo raso (causa de mostrarse deslavado). No se tiene memoria de él, si bien corre por ídolo antiguo». Eso es todo.

Difícil de encontrar

Ya en el siglo XVIII, esta referencia llamó la atención del padre agustino burgalés Enrique Flórez, que quiso conocer la escultura, picado sobre todo por la mención de Otalora a los caracteres tallados «no entendidos» que se suponía que lucía el cuadrúpedo de piedra en el disco que tiene entre las patas. En 'La Cantabria, disertación sobre el sitio y extensión que tuvo en tiempos de los romanos' (1768), tomo XXIV de 'La España Sagrada', escribió: «Otro insigne monumento de la Antigüedad persevera en Vizcaya, en el territorio de Durango, junto a la ermita de San Vicente, cuyo dibujo conseguí a fuerza de tenaces y repetidas diligencias por las varias expresiones con que me le ponderaban, y no faltaba dificultad, a causa de hallarse en despoblado, y lo más, cubierto de tierra».

«Mi principal deseo –explicaba Flórez– era por si mantenía letras, cuyo carácter descubriese el tiempo, o nación que le erigió, si de griegos, romanos o españoles antiguos». No tuvo suerte: «Hoy no muestra letras».

La escultura, tal como aparece dibujada en la obra de Enrique Flórez.

Sin embargo, el religioso estableció un paralelismo arqueológico que con el tiempo resultaría acertado: la hechura del monumento recordaba a la de los Toros de Guisando, en Ávila. Y en este punto lanzó una interpretación que en su época entraba dentro de lo razonable pero que en la actualidad suena extravagante. Los toros no eran tales. En realidad se trataba de elefantes y habían sido esculpidos por los cartagineses en su avance por la Península. El ídolo durangués compartía el mismo exótico origen que los abulenses: «El elefante es símbolo de África, de que usaban los cartagineses, que tanto dominaron en España, y para denotar lo que se iban internando, erigían estas piedras con aquella figura», razonaba el agustino. «Algunos caminaron hacia el Norte y llegando hasta Durango, dejaron allí esta memoria. El globo que tiene entre los pies simboliza el Orbe y lisonjeándose de Señores de todo, pusieron el elefante encima, como que África dominaría el Orbe».

Además de a Trueba y Delmas, la lectura de Flórez animó al periodista vascófilo catalán Juan Mañé y Flaquer a incluir el ídolo en su 'El oasis vasco, viaje al país de los Fueros' (1876-1880), en el que se preguntaba «¿qué es, qué representa ese llamado ídolo, que ha dado ocasión a tan reñidas discusiones?» Citando al padre Fidel Fita, «una de las mayores autoridades en la materia», apunta que «representa un cerdo terminal que pudo ser venerado como Dios Término, y lo funda en que en las inscripciones romanas del País Vasco francés, recogidas y comentadas por Luchaire, hay un 'Deus Urdoxus' (Dios lechoncillo), un 'Deus Pagus' (o haya venerada como Dios) y mil otros objetos, que demuestran que los várdulos y vascones, sin dejar de tener su Jaungoicoa o Sumo Dios, prestaban adoración a los objetos naturales, considerando en ellos la acción del Criador y conservador universal de los seres».

«Interesante sobre toda ponderación»

Tras relacionarlo con los Toros de Guisando y otros verracos de piedra, el autor catalán explica que cuando vio «el ídolo de Miqueldi, curioso e interesante sobre toda ponderación para el estudio de la historia de los primeros pobladores de España», formaba parte de «la entrada de una heredad». No le pareció un sitio adecuado, por lo que animaba «a las personas ilustradas de Durango, que son muchas, y a las de Vizcaya en general», a que procuraran «convencer a su dueño de que les permitiera recogerlo y depositarlo en sitio más apropiado» o, en caso de permanecer en el mismo terreno, «debajo de un cobertizo donde pudiera ser visitado por los curiosos y los inteligentes, sin sufrir las injurias del tiempo y de los hombres».

El ídolo, en el grabado que ilustra su descripición en 'El oasis vasco'.

La primera excavación de Trueba y Delmas de 1864 no sirvió de gran cosa porque, por estar a la intemperie y no gozar de ningún cuidado, el ídolo volvía a encontrarse bajo tierra en la última década del siglo XIX. En 1896 fue desenterrado de nuevo y desplazado hasta la ermita de San Vicente, a cuyo lado fue colocado. Allí permaneció hasta que fue donado «por los señores Larrañaga Ortueta y Compañía», el 8 de abril de 1920, como precisa la 'Guía de Colecciones' del Euskal Museoa.

¿Pero qué es el ídolo de Mikeldi? Desde luego no se trata de un recuerdo chulesco de las tropas de Aníbal, como venía a sugerir Flórez, pero sí que tiene que ver con los Toros de Guisando, como también apuntaba el agustino. Estos forman un conjunto escultórico atribuido a los vetones, formado por cuatro toros o verracos de granito, y datado hacia los siglos IV y III a.C. Aunque en el País Vasco el ídolo de Mikeldi es único, una rareza arqueológica, en realidad tiene una nutrida colección de 'primos', sobre todo en las provincias de Ávila y Salamanca. En total, y como detalla el Museo Vasco, se conocen más de 300 verracos de piedra distribuidos en un área «que comprende las actuales provincias de Zamora, Salamanca, Ávila, Segovia, Cáceres, Toledo, Orense, Pontevedra y las regiones portuguesas de Tras-Os-Montes y Beira Alta». Fuera de esta gran región se alzan solo el ídolo durangués y otro verraco 'suelto', el de Tortosa (Tarragona).

Podría sugerirse que el ídolo de Mikeldi pudo haber sido importado de alguna zona donde este tipo de escultura zoomorfa fuera más típica, traído hasta lo que ahora es Bizkaia en una abracadabrante hazaña de ingeniería protohistórica. Pero no: está esculpido en piedra arenisca propia del Duranguesado. De Iurreta, para ser precisos. Más local no puede ser.

La escultura en la actualidad, bajo la cubierta que protege el claustro del Museo Vasco. Jordi Alemany

El ídolo de Mikeldi es algo más 'joven' que sus cuatro 'parientes' de Guisando. Se ha establecido la convención cronológica de que los verracos de piedra más grandes y de estilo más naturalista son los más antiguos, los que se remontarían al siglo IV y llegarían al II, siempre a.C. Los más pequeños y de líneas más esquemáticas irían del siglo II al I. El durangués podría ser uno de estos. El arqueólogo Xabier Peñalver escribe en 'La Edad del Hierro, los vascones y sus vecinos' (Txertoa, 2008), que esta pieza «completamente diferente y única hasta la fecha en Euskal Herria» es un verraco «atípico, muy tardío. Su función, en opinión» del también arqueólogo «Mikel Unzueta, pudo ser de carácter funerario». Sobre el significado y función de los verracos de piedra desde el Museo Vasco detallan en su 'Guía de colecciones' que podían ser «indicadores de límites, hitos camineros, tener una función apotropaica» -es decir, actuar como defensas mágicas o alejadoras del mal-, «como protectoras del ganado y aseguradoras de la reproducción, señalizadores de pastos o tratarse de monumentos funerarios», la hipótesis que a día de hoy goza de mayor respaldo.

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