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La llegada de 1925 fue fatal en el entorno bilbaíno. El 1º de enero dos crímenes, representativos de distintos problemas, reflejaban la diversidad de situaciones ... que se vivían.
Hubo asesinato en la villa, culminado con el suicidio del asesino. El ambiente y las motivaciones nos acercan también a las condiciones airadas de las capas inferiores de la sociedad bilbaína.
«Un drama pasional», lo llamó la prensa y sin duda lo era. Ocurrió en la calle Las Cortes y alguno de sus detalles sórdidos, que pueden darse por seguros, los menciona indirectamente la prensa. Ocurrió en un piso que estaba enfrente del Eden Concert, uno de los más conocidos ambientes «alegres» de la villa. Allí vivía, subarrendada, Etelmira Deogratias, de 23 años, natural de Salamanca. En «el mundo alegre», escribían, la conocían como Dora. Tenía un amante, Rafael Grijalba, 28 años, de Ábalos, Logroño, que vivía en la calle Marzana con su hermana. Rafael llevaba un tiempo en Bilbao y había sido empleado en un almacén de muebles de Bilbao la Vieja. Decidió después dedicarse, por cuenta propia, a la compraventa de muebles, negocio en el que no le iba muy bien, lo cual tuvo su importancia en el estos acontecimientos.
Desde hacía seis meses Rafael estaba enamorado de Dora pero, por la escasez de recursos, no podía mantenerla. «Dora tenía que buscarse la vida», aseguró la prensa, que dio más detalles: Rafael «no se avino a ser su chulo», sentenció un titular. De ahí vino el drama. El día de año nuevo Dora tuvo que ausentarse de la casa donde vivía, dejando allí a Rafael. Cuando volvió, la esperaba llorando, presa de los celos. Se oyeron algunos gritos. «¿Por qué lloras?» «Porque te quiero», «No tienes más que mimos». Y al de un rato «Lo mismo me da una cosa que otra»; «pero ¿qué vas a hacer, Rafael?» -lo relatarán quienes compartían piso con Etelmira-, hasta que se oyeron dos disparos consecutivos. Cuando llegó la pareja de seguridad, Dora estaba muerta; Rafael vivía aún, pero falleció poco después de ser ingresado en Basurto.
Ocurrido en los bajos fondos de la sociedad, el crimen sólo dio para algunos lamentos por la mala racha que se vivía -ese día hubo dos incendios graves y el vendaval derribó un muro de la calle Iparraguirre, matando a una monja-. Tan sólo quedaban los lamentos de la dueña del piso y su sobrina. «Dora, la pobre, era muy buena». «El nunca dio el menor escándalo». «Pero siempre ha de venir el diablo a enredarlo todo».
La alusión del diablo vendría a cuento particularmente para otro crimen, que tuvo lugar esa misma tarde. Ocurrió en Villacomparada, junto a Villarcayo, pero pese a la distancia fue muy seguido en Bilbao, a juzgar por la atención y espacio que le dedicó la prensa local. No era para menos. El que había sido «cura ecónomo de dicho pueblo» Clemente Huidobro, de 26 años, asesinó a una joven, Dolores González, a la que acosaba sexualmente.
El asunto venía de atrás, cuesta entender que no se tomaron medidas que hubiesen evitado el crimen, que se veía venir. El asesinato tenía un precedente: el verano anterior el cura había disparado ya a Dolores cuando volvía de segar la hierba, dejándola herida de un tiro. Por lo que se dijo, había estado al servicio del cura y este «la requería de amores con alarmante insistencia». Ella fue curada en Bilbao, en la clínica del Dr. San Sebastián. Un periódico la entrevistó, y declaró su convencimiento de que el cura, que estaba en la cárcel, saldría con fianza, en cuanto ella curase. Temía que volviese a atacar. Acertó. El cura estuvo tres meses la cárcel y obtuvo la libertad con una fianza de 3.000 pesetas que depositó un hermano de su cuñado, recién regresado de América.
El cura no volvió a Villacomparada -donde en sus sermones advertían de los peligros que corrían las chicas si iban a bailar a Villarcayo- sino en Cobos, a unos kilómetros, junto a su hermana y cuñado. El cura, natural de Altos de Valdivieso, era hombre de influencias, sobrino del Obispo de Guadix y pariente del ecónomo de la catedral de Burgos.
Tras su liberación, hizo una vida normal, vestido de cura y cobrando medio sueldo del arzobispado, pese a que en la comarca no le veían con buenos ojos. Había tenido su prestigio: no hacía mucho tiempo había predicado a favor de un candidato bilbaíno que se presentaba a las elecciones.
Lo tildaban de «acosador de doncellas»-alguna otra joven cambió de residencia para evitar sus acosos- y el 1º de enero cometió el asesinato. La víctima fue, otra vez, Dolores González.
Todo ocurrió tras el baile que el día de año nuevo tuvo lugar en la Plaza Mayor de Villarcayo, que estuvo concurridísimo, pese al mal tiempo. Según dijo después alguno, varias veces se deslizó el cura, mirando y remirando. A las cinco y media de la tarde terminó el baile. Dolores y seis amigas cogieron la dirección de Villacomparada y Bocos, en el camino de Bilbao. Iban cantando.
Oculto tras un bloque de piedra que estaba junto al puente, se encontraba Clemente Huidobro. Las chicas no le vieron hasta que les salió al paso, al cruzar el puente, pistola en mano. Al parecer, conminó a las demás a que marchasen y a Dolores le dijo que se quedase. Las chicas, asustadas, echaron a correr. Dolores quedó inmovilizada. El cura le disparó siete veces, todo el cargador. Luego, lentamente, marchó hacia Cobos. Arrojó el arma a un huerto.
La noticia del crimen llegó enseguida a Villarcayo. Uno de los primeros en enterarse fue su cuñado, que corrió a casa para detenerle -era cabo de Somatenes- y le retuvo hasta que llegó la guardia civil. Lo llevaron «en traje talar» a la cárcel de Villarcayo, que estaba junto a la plaza Mayor. A la llegada del asesino el pueblo estaba soliviantado y lo recibió a gritos de asesino. Hubo un intento de linchamiento y alguna mujer llegó a abofetear al cura. Los guardias se vieron precisados a dar una carga. Hubo disparos de fusil, un vecino resultó herido y otro resultó detenido. La tensión se mantuvo hasta las diez la noche.
En sus declaraciones al juez, el cura sugirió que había tenido relaciones íntimas con la víctima, lo que, en su argumento, «a él le concedía algún derecho». No alegó ninguna prueba, Dolores tenía novio en Villacomparada y la había esperado para matarla, sin mediar conversación alguna. Una de las testigos describió la tensión: «yo, cuando vi a Don Clemente, tenía tal miedo que los árboles me parecían curas y no veía más que pistolas por todas partes».
«Los curas tienen pasiones como los demás hombres», aseguró el periodista que le dijo el sacerdote, pero parece frase de su cosecha, aunque quizás reflejaba lo que había pasado. En otra versión: «Decidí matarla al enterarme que se iba a casar». Quedó por explicar que no se tomasen precauciones, pese a los antecedentes, y el trato de favor que le había dado la Iglesia, tratándose de un hombre violento conocido por su afición al vino y a las mujeres.
Las tensiones continuaron al día siguiente. Una manifestación de mujeres logró que se liberase al detenido el día anterior. En abril, el cura fue juzgado y condenado a 20 años.
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