El crimen de Salvatierra: mató a su amigo y echó sus cenizas al estiércol de la cuadra
Tiempo de historias ·
A Juan Arnáez, un tratante burgalés, lo asesinaron en 1894 para robarle las dos mil pesetas que llevaba para comprar cerdos. El culpable acabó ejecutado pese a la petición masiva de indulto
CARLOS BENITO
Jueves, 31 de octubre 2019, 01:50
El 18 de diciembre de 1894, en medio de la animación de la feria de ganado de Salvatierra, muchos echaron en falta a una persona. Juan Arnáez era un joven tratante de cerdos de Prádanos de Bureba, en Burgos, que había llegado la víspera a la localidad alavesa con el propósito de hacer buen negocio. Era un habitual del mercado, pero en esta ocasión había acudido con un interés especial: su contacto en el pueblo, Ángel Martínez Lagrán, le había recomendado que llevase la cartera bien llena, ya que la cita se presentaba muy prometedora para los interesados en el ganado porcino. Juan hizo caso a los consejos de su amigo: el día 17 por la tarde se presentó en Agurain con dos mil pesetas y se hospedó, como de costumbre, en casa de Ángel, que en aquella época combinaba la cría de cerdos con el oficio de posadero, aunque en el pasado había servido tres años como artillero y siete como guardia civil.
Al día siguiente, a Juan no se le vio por ningún sitio. A quienes le preguntaron, Ángel les explicó que el burgalés había tenido que marcharse apresuradamente a San Sebastián en el tren de la noche. Tampoco en jornadas sucesivas se supo nada de él, con lo que la inquietud no tardó en cundir en la familia, allá en Prádanos: no era propio de Juan, recién casado, desaparecer sin dar cuenta de nada a su esposa, Adela, y mucho menos en fechas tan señaladas como aquellas, a una semana de la Navidad. A los pocos días, llegó de San Sebastián una carta remitida por Juan, en la que aseguraba que se había visto obligado a viajar inesperadamente al extranjero por cuestiones de negocios, pero el mensaje se quedó muy lejos de tranquilizar a sus parientes, ya que la letra no era la suya. El hermano de Juan, Avelino, se desplazó a la capital guipuzcoana, pero allí no fue capaz de localizar el rastro del tratante, así que decidió trasladarse a Salvatierra, el último sitio donde habían tenido noticia segura de él. En el municipio alavés, se alojó en el mismo hospedaje que había utilizado su hermano, la casa de Ángel: allí pasó Avelino una infeliz Nochebuena, antes de acudir a las autoridades locales para denunciar la desaparición.
Lo cierto es que la investigación no revistió una gran complejidad, ya que las sospechas se orientaron de inmediato hacia Ángel y su mujer, Leona. Los agentes comprobaron que, la noche de la desaparición, no se había expendido en Salvatierra ningún billete de tren para San Sebastián. En cambio, sí había viajado a Guipuzcoa, un par de días después, el propio posadero, con unas intenciones que no eran difíciles de imaginar: desde allí había enviado a la mujer de su amigo la misiva en la que se hacía pasar por él. En el pueblo, el exguardia no gozaba precisamente de buena fama, debido a su exagerada afición al juego. Además, no había pasado desapercibido el detalle de que, justo por aquellas fechas, el matrimonio había saldado algunos pagos que tenía pendientes.
Quemado en el horno
Eso sí, la Policía jamás habría logrado averiguar lo ocurrido con el cuerpo si Leona, una vez detenida, no hubiese confesado. Según relató, su marido la había despertado en mitad de la madrugada con la noticia de que a Juan lo habían matado en su cuarto dos asaltantes enmascarados. Entonces, los dos esposos envolvieron el cadáver en el colchón de la cama y lo subieron al desván, una tarea trabajosa para la que necesitaron dos descansos. Una vez arriba, lo metieron al horno y lo dejaron allí quince horas, hasta que solo quedaron cenizas y algunos mínimos fragmentos de hueso. Después trasladaron aquellos restos a la cuadra y, tras retirar un botón y la hebilla del cinturón, los esparcieron por el suelo, donde se mezclaron con el estiércol de los cerdos. Leona también fregó cuidadosamente toda la sangre que había quedado en el dormitorio.
Los investigadores encontraron, bajo un ladrillo de la cuadra, parte del botín robado al infortunado tratante. Además de las dos mil pesetas, le habían despojado del reloj y la cadena (valorados en 19 pesetas y 90 céntimos), el revólver (25 pesetas), la navaja (una peseta) y dos décimos de la lotería nacional. Como la historia de los intrusos misteriosos no había convencido a nadie, Ángel y Leona fueron acusados de homicidio, el primero como autor material (con las agravantes de alevosía, abuso de confianza y nocturnidad) y la segunda como encubridora. Según la tesis del ministerio público, el joven burgalés había sido asesinado a martillazos mientras dormía.
El juicio, con jurado, se celebró en la Audiencia de Vitoria en marzo de 1896. En la vista, Leona mantuvo lo que ya había declarado a la Policía, pero Ángel cambió su versión de los hechos. Según explicó, antes de acostarse, había bajado a cortar un trozo de jamón y, aún con el cuchillo en la mano y alumbrándose con un candil, había pasado por la cuadra, donde un movimiento brusco del mulo le dejó sin luz. Justo en ese momento, apareció Juan, que, en plena oscuridad, le asestó un golpe en la cabeza con su vara de ganadero, quizá tomándolo por un ladrón. Sin saber de quién se trataba, Ángel respondió con una cuchillada. Después cayó en la cuenta y empezó a gritar «¡Juan, Juan!», pero ya no había nada que hacer: su huésped yacía muerto en la cuadra. El acusado sí admitió que se había apoderado del dinero y las posesiones de la víctima, que había incinerado su cuerpo y que había viajado días después a San Sebastián con el objeto de despistar a la familia.
Vivísima fe
Ángel quedó como único acusado, después de que el fiscal retirase los cargos contra Leona. El jurado declaró culpable al posadero y el tribunal lo condenó a muerte por garrote. La sentencia especificaba que la ejecución debía llevarse a cabo en Salvatierra, sobre un tablado levantado a tal efecto. Durante meses, las fuerzas vivas de Álava se movilizaron para conseguir el indulto: lo suplicaron el obispo, el gobernador, el presidente de la Diputación, los alcaldes de Vitoria y Agurain, la prensa de la provincia, el Círculo Vitoriano, el colegio de abogados...
No tuvieron éxito. El 26 de febrero de 1897, Ángel Martínez Lagrán hizo el viaje de Vitoria a Salvatierra en el tren mixto, custodiado por seis guardias civiles y acompañado por un jesuita. También llegó en ferrocarril Gregorio Mayoral, el hombre que estaba llamado a convertirse en el verdugo más conocido de la época, con una carrera que se extendería durante cuatro décadas. A las ocho y veinte de la mañana del día 27, momentos después de recibirse los dos telegramas que negaban definitivamente el indulto, el reo fue ajusticiado. «Lagrán murió con entereza imponderable, con admirable resignación cristiana, con rasgos de vivísima fe y amor a Dios que edificaron a cuantos lo vieron», elogió el cronista del diario 'La Libertad'.
Era costumbre que se entregasen limosnas para el condenado (el «acaudalado joven don Florencio Rodríguez», por ejemplo, donó cien pesetas) y que este dispusiese de ellas según su voluntad. En el caso de Ángel Martínez Lagrán, destinó un tercio a su viuda, otro a sus hijos y el resto a sufragios por su alma. «Dicen que el reo pidió perdón por su horroroso crimen -continuaba el periodista de 'La Libertad'- y no es exacto: Lagrán, que ha muerto asegurando que no es cierto cometiera el hecho como se ha supuesto sino como lo declaró en el juicio oral, ha pedido perdón a varios particulares con quienes pudo antes tener resentimientos personales, solamente por estos». Fue el último criminal sometido a ejecución pública en la localidad alavesa.
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