
En el Bilbao histórico se escenificaba con intensidad el dolor público cuando se producía una muerte. Durante la Edad Moderna los duelos fúnebres estaban plenamente insertos en la vida cotidiana y sancionaban la categoría social del finado por la solemnidad del funeral, debidamente tasada por su precio, el número de clérigos que acompañaban al finado y el boato religioso.
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El Bilbao tradicional se caracterizaba por su igualitarismo, sin que estuviesen bien vistos los signos de ostentación. Pues bien, paradójicamente la igualdad parecía acabarse con la muerte. Los funerales mostraban las diferencias sociales.
La prestancia del funeral corroboraba el prestigio del finado, o el de su familia y profesión. Las asociaciones gremiales tuvieron como finalidad fundamental asegurar a sus miembros un entierro de postín: que nadie pensase que el zapatero o el albañil fallecido era un donnadie o que los alpargateros y carpinteros eran bilbaínos de segunda. De ello se encargaban las cofradías.
En el siglo XVIII había cinco clases de entierros, con su ceremonial y precio. Ciñéndonos a las parroquias el de primera clase costaba 50 reales y el de quinta clase 1.048, más 416 por la celebración del «cabo de año», obligatorio para esta categoría. Las exequias de la máxima categoría salían por 1.464 reales, un dineral –treinta veces más caro que el de un difunto sin posibles–. En Bilbao la desigualdad a la hora de la muerte comenzaba ya en las categorías inferiores, pues la segunda clase pagaba 120 reales, más del doble que la primera, que quedaría para los desclasados.
Los distintos precios implicaban diferente solemnidad, debidamente prevista, en el rezo, número de sacerdotes y su vestimenta. La primera clase se conformaba con «dos Capas y un Nocturno cantado de tres Salmos y tres Lecciones y oficio de Sepultura, con asistencia de dos eclesiásticos con capas y cuatro con sobrepellices». Habría cera encendida en el cántico del Nocturno y responso en la parroquia. El de segunda congregaba doce clérigos, dos con capas y diez con sobrepellices, y así sucesivamente. El de quinta, que no se vería todos los días, llevaba cinco capas y todo el cabildo, además de oficio de sepultura con música e igual honra el día inmediato.
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La modernización cambió muchos usos, cuando la ciudad creció y forzaba al anonimato. No obstante, a finales del XIX y comienzos del XX sobrevivían costumbres tradicionales, que en Bilbao daban a los entierros una acusada presencia en la vida cotidiana. La muerte no era todavía un asunto privado, o no totalmente privado. Lo explicaba Azaola: «la muerte de un vecino de la villa era un acontecimiento público, del que uno se enteraba aunque no hubiese leído en un periódico la correspondiente escuela de defunción, e incluso si no se había publicado esquela, y aunque no se tratase de familiar o amigo de uno, ni asistiese uno al oficio general en la iglesia». ¿La razón? En cualquier paseo por la calle el vecino se encontraba con comitivas fúnebres «despaciosas y solemnes». Se consideraba «decente» que tal paso fuese «distinto y especial».
Subsistía la desigualdad ante la muerte. «Aquellas comitivas ni por sus dimensiones ni por su solemnidad eran iguales». A veces seguía al féretro una nutrida muchedumbre y otras veces el séquito quedaba reducido a dos personas («en general, modestamente trajeadas, visiblemente poco o nada habituadas a anudarse una corbata»); la representación religiosa quedaba reducida a un único sacerdote, que con sus ornamentos negros precedía al vehículo fúnebre. Un monaguillo enlutado llevaba la cruz alzada.
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El paso del cortejo, aun el modesto, suscitaba el silencio y respeto de los transeúntes, que se descubrían y se santiguaban. Y eso, aunque el vehículo fúnebre consistiese en un coche sin adornos, y el cochero no llevase librea y chistera.
El cortejo, grande o modesto, llegaba hasta la parroquia, en cuyas puertas se rezaban las últimas oraciones. Después, el coche fúnebre seguía su camino, ya sin cortejo. Iba a la Plazuela del Instituto, donde en la estación de Lezama se depositaba el féretro, que marchaba a Derio en el primer tren o, con más frecuencia, al día siguiente. Con el tiempo, se construyeron vehículos fúnebres que llevaban el féretro al cementerio, pero esto sólo para los entierros caros. Para la mayoría siguió usándose «el tren de los muertos», que así se llamaba a la expedición ferroviaria que transportaba los ataúdes llegados a la estación el día anterior.
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El socialista Facundo Perezagua, concejal, protestó alguna vez por los largos trayectos que recorrían «los entierros eclesiásticos» desde la casa mortuoria hasta el frente de la parroquia, «dando muchas veces una gran vuelta en contra de las disposiciones sanitarias que aconsejan la conducción de los cadáveres por el camino más corto». Tras su intervención, el Ayuntamiento entabló negociaciones con el cabildo eclesiástico, para abreviar los itinerarios. El arcipreste contestó que, de no mediar prohibición, «no podía prescindirse de aquel rito eclesiástico, que sin duda contaba con el apoyo de las familias de los finados y tenía respaldo social». «El paso frente a la Parroquia no sólo era de ritual sino que se hacía por dar gusto a las familias y nada afectaba a la cuestión de higiene».
Quizás el propósito último de Perezagua no fuese acortar los paseos fúnebres, pues en el debate rectificó asegurando que, en realidad, buscaba igualar los entierros eclesiásticos y civiles, abriendo la posibilidad de que estos parasen ante el centro obrero. Según la respondieron en el pleno, no había ningún impedimento legal para proceder así.
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Durante la primera mitad del siglo XX subsistió en Bilbao una costumbre peculiar. Se instalaba en el portal de la casa del finado lo que llamaban «portieres», que consistían en una marquesina de madera rematada por una cruz. De esa estructura colocaban unos cortinones negros –o blancos, si era entierro de niño–. El portal se convertía en una especie de capilla ardiente. Sobre una mesa cubierta con velos se colocaba el féretro con el cadáver, rodeado de cirios encendidos. A la cabecera quedaba la cruz y al lado el agua bendita y dos mesas, una para las bulas de difuntos y otra para recoger las limosnas de quienes adquiriesen las bulas. En el exterior, se colocaban las mesas con pliegos para las firmas y urnas para recoger las tarjetas de duelo.
En el oratorio que daba a la calle tenía lugar la primera y más popular ceremonia fúnebre, cuando llegaba el clero con la cruz alzada para proceder al «levantamiento del cadáver». Se bendecía al difunto y el cura o curas rezaban el 'De profundis'. La gente asistía en silencio a momento tan solemne. Luego se pasaba el féretro a la carroza y la comitiva se ponía en marcha. Los sacerdotes, que vestían sobrepellices, cantaban el 'miserere' hasta el punto de despedida, que solía ser la puerta del templo parroquial. Después, el cortejo iba al arranque de las calzadas de Begoña, a la estación del tren.
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A veces el trayecto era largo, si el difunto procedía del Hospital de Basurto. Estos cadáveres, que no se llevaban a sus casas, seguían un trayecto establecido. Por la calle Autonomía llegaban hasta la plaza de Zabalburu, marchaban por Hurtado de Amézaga y desde la Plaza Circular iban por la calle de la Estación y el puente del Arenal la estación de Lezama. Los cadáveres se depositaban en la capilla-depósito de la estación, donde se les podía ver hasta que por la mañana salía hacia Derio el «tren de los muertos».
Las expresiones de duelo público, ritualizadas, medían la popularidad de fallecido y la percepción sobre la personalidad del finado. El ritual exigía, en caso del máximo homenaje, una presencia masiva de gente, protagonismo de la iglesia y, de manera forzosa, la participación de niños debidamente alineados, procedentes de la casa de Misericordia. El número de niños en hileras venía a ser la expresión de la intensidad del dolor público.
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