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Trotski en una fotografía de 1920, cuatro años después de su paso por España. P.D.
La carísima visita de Trotski a San Sebastián

La carísima visita de Trotski a San Sebastián

Tiempo de historias ·

En marzo de 1916, Francia puso al revolucionario ruso en la frontera. En un librito sobre su exilio español, describió la capital donostiarra como una ciudad bonita pero de precios aterradores

Jueves, 7 de febrero 2019, 16:43

«No viví en España como investigador u observador, ni siquiera como un turista en libertad. Entré en este país como expulsado de Francia y residí en él como detenido en Madrid y como vigilado en Cádiz, en espera de una nueva expulsión». Así resumió Lev Davidovich Bronstein, más conocido como Trotski, su extraño e involuntario periplo español. El político ruso fue puesto en la frontera de Irún el 31 de marzo de 1916, en plena Gran Guerra, por las autoridades francesas, que lo veían como un «elemento indeseable». Como no lo entregaron a la Policía española, la primera etapa de su viaje a este lado de la frontera fue tranquila. Se quedó en San Sebastián.

Trotski (1879-1940) recogió sus impresiones de aquel viaje indeseado en 'Mis peripecias en España', librito cuya traducción al español, obra de Andrés Nin, fue publicada en Madrid en 1929. El paso del revolucionario por Euskadi no dio para mucho. No porque tuviera problemas políticos o de seguridad, sino porque los precios de la capital guipuzcoana desbordaban el corto caudal del que disponía y le parecieron aterradores. Literalmente.

El episodio donostiarra apenas ocupa los tres párrafos finales del primer capítulo de 'Mis peripecias en España'. Trotski llegó a la frontera en tren y escoltado por dos policías de paisano, uno de los cuales le «habló de los vascos, de su lengua, de las mujeres, de su tocado». No fue importunado en ningún momento. En la estación de Irún un «gendarme francés se me acercó, con propósito de interrogarme; pero mi acompañante le hizo un signo masónico» que convirtió al agente a la «absoluta indiferencia. Se volvió de espaldas y, dirigiéndose a un grifo, se puso a lavarse las manos, tostadas por el sol».

Salvo esta anécdota algo folletinesca, el viaje hasta San Sebastián fue de lo más normal. Trotski y uno de sus dos escoltas se limitaron a tomar el tranvía. A mitad del recorrido el policía decidió que ya se había aburrido y saltó del vehículo en marcha, «murmurando no sé qué entre dientes. Yo era libre», escribió el político ruso.

Así se plantó Trotski en «San Sebastián, capital de los vascos», un lugar que describe en cuatro pinceladas expresionistas: «Un mar severo, pero sin malicias; gaviotas, espuma, aire, espacio. El mar, con su aspecto cautivador, parece indicar que el hombre ha nacido para ser contrabandista; pero que circunstancias accidentales le han impedido seguir su destino».

Del paisanaje no dice mucho más, aunque su retrato resulta algo chocante porque se ajusta más al tópico del español haragán que al del vasco laborioso, ambas imágenes muy populares entre los viajeros europeos. Así, en la capital guipuzcoana se encuentra con «españoles con boina, mujeres con mantilla, en vez de sombrero; más variedad de colores y más gritos que allende los Pirineos». El lugar es bonito. «¡Magnífico! Y sin policías», escribe. Bueno, «en las bocacalles» se ven «guardias municipales», pero «no tienen nada de guerreros». Hay militares, cuyos uniformes le parecen «complicados, producto, por lo que se ve, de madura reflexión; pero no dan la impresión de seriedad».

Postal de San Sebastián a principios del siglo XX. P.D.

Trotski compara la ciudad con Niza, aunque «esto es mejor». Eso sí, «la indolencia domina por doquier». En los comercios «se regatea sin fin. Los tenderos son 'tenderos con psicología'. Los Bancos están cerrados. Devoción». Describe el cuadro tremebundo que decora su habitación del hotel: «La muerte del pecador: un diablo con dos cabezas logra arrebatar la presa a un ángel entristecido, a pesar de todos los esfuerzos del bueno del clérigo». Al dormirse y al despertar, la imagen le invita a meditar sobre la salvación del alma.

Llega la hora de pagar la cuenta del hotel, que le da más miedo que el cuadro. La factura «estaba escrita en un idioma fantástico, que pretendía ser francés: 'Par habitation, pour dormir deux jours et par un bain', lo que significa, poco más o menos: 'A través de la habitación, con el fin de dormir dos días, y a través de un baño'». No detalla la cantidad, aunque señala que, a diferencia del concepto, era fácil de entender: «El total estaba escrito en cifras árabes y, por desgracia, no daban lugar a ningún género de duda». La conclusión: «San Sebastián es una playa de moda, y los precios, dignos de la misma. Hay que ponerse a salvo».

De Madrid a Cádiz

Trotski lo intentó trasladándose a Madrid. Allí, lo que quiso ganar en ahorro, que no fue mucho porque los precios también eran altos, lo perdió en tranquilidad. El Gobierno ya estaba al tanto de su llegada y resolvió detenerlo sin mayores razones que «las ideas de usted son demasiado avanzadas para España». Una frase que el ruso escuchó varias veces de labios de diversos funcionarios y que él encajaba con una mezcla de humor y resignación.

«No sé cómo la Policía española ha podido conocer mis ideas», escribió desde la cárcel Modelo en una carta al ministro de Gobernación, Santiago Alba Bonifaz. «Las he expuesto en libros, folletos y artículos rusos, franceses y alemanes, pero nunca en español. En la Dirección General de Seguridad de Madrid he tenido la ocasión de comprobar que no se tiene la menor idea de mis ideas». Y añade más adelante: «Hace diez días que he llegado a este país. No conozco a nadie en España. Convenga usted conmigo en que estas son unas condiciones ideales para excluir cualquier posibilidad de poner en peligro la seguridad del país. ¿Por qué se me ha detenido? He aquí la pregunta que me tomo el atrevimiento de hacerle, señor ministro».

No recibió respuesta, seguramente porque tampoco la había. No existían razones objetivas para encarcelar a Trotski, que solo contaba con el modesto apoyo del PSOE. Simplemente el Gobierno quería deshacerse de él y no sabía cómo. Se decidió enviarlo a Cádiz, luego ya se vería. Eso sí, sus escoltas y vigilantes recibieron órdenes de tratar como «a un amigo» o «como un caballero» a este «pacifista ruso» –sus policías 'de compañía' le definían así cuando los curiosos les preguntaban por el detenido–, lo que dio lugar a escenas que parecen un cruce de Kafka y Monty Python. Como cuando al bajar del tren en la ciudad andaluza se encuentran socialistas y policías. «Todo el mundo habla exclusivamente español, todos están juntos, se saludan y yo, en esta confusión, no sé distinguir a unos de otros». Al final se van a cenar Trotski, dos socialistas y un policía «que me aconsejó tenazmente el pescado que había de comer».

El Gobierno decidió que cuanto más lejos mejor. Así que con ayuda del marqués de Comillas, que pagó todos los gastos y aportó algo de dinero más para engordar un poco el famélico bolsillo del ruso, Trotski fue amablemente 'invitado' a embarcar en el transatlántico 'Monserrat', con destino a Nueva York. El barco zarpó el 25 de diciembre desde Barcelona, donde el revolucionario se había reunido con su mujer y sus dos hijos.

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