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No es muy común que en la historia de un hallazgo arqueológico participen unos pastores, un zapatero, el arzobispo de una iglesia oriental, militares, arqueólogos, monjes, anticuarios y diplomáticos. Y Albert Einstein. Este elenco asombroso, digno de una novela de misterios bíblicos, se dio en ... el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto, documentos únicos entre los que se encuentran los manuscritos bíblicos más antiguos que se conservan.
El episodio se ha narrado muchas veces. Pero si se cotejan los diferentes relatos, que figuran en todos los libros que hablan de estos textos, se observa que no casan. Bailan las fechas, también los nombres, y en ocasiones es difícil fijar quién hizo qué o cuándo lo hizo. Jaime Vázquez Allegue, doctor en Teología Bíblica, especialista en el estudio de estos pergaminos, ha querido resolver esto en su último libro, 'Los manuscritos del Mar Muerto' (editorial Arzalia), un ensayo literario que reconstruye toda la historia con un nivel de detalle inédito hasta ahora.
Los manuscritos del Mar Muerto «son un testimonio escrito histórico excepcional, único, que habla del judaísmo que vivió Jesús, el de la época de la dominación romana», explica Vázquez. Incluyen todos los libros del Antiguo Testamento judío, comentarios a los mismos y un conjunto de textos propios de un grupo religioso que decidió retirarse al desierto y vivir en comunidad, que la mayor parte de los expertos ha identificado con los esenios o una escisión de los mismos. Estos pergaminos, cuya cronología va del siglo III a.C. al I de nuestra era, incluyen «la única documentación extrabíblica conocida que aporta información para conocer no solo cómo era el judaísmo de este cambio de era, sino también el contexto social en el que nació el cristianismo».
El descubrimiento en sí, un pastor que busca una cabra y encuentra un tesoro, parece un cuento oriental y por ello algunos expertos lo han considerado legendario. «Pero así fue», dice Vázquez, que en su libro data el acontecimiento en el verano de 1946. Fueron tres pastores beduinos, de la tribu Ta'amireh: Jum'a –hijo del patriarca, Jum'a Mohammed–, El-Dhib –en realidad un apodo que significa el lobo– y Jalil, de entre 12 y 15 años. «Aunque sus edades son difíciles de asegurar», apunta el autor.
Los tres jóvenes estaban al cuidado de un rebaño de cabras, en una zona con pozos, cerca de la orilla occidental del Mar Muerto, en Transjordania, cuando perdieron una de vista. Es una zona plagada de cuevas y oquedades, así que la buscaron arrojando piedras en los agujeros hasta que oyeron los balidos del animal salir de una de ellas. «El-Dhib, que era el más pequeños y más delgado», se introdujo en la cueva y recuperó la cabra. Pero notó que había algo raro en el suelo. Trozos de cerámica y de cuero. Se llevó algunos. Sin saberlo, acababa de extraer fragmentos de unos manuscritos de valor incalculable del yacimiento que terminaría siendo designado como la Cueva 1 de Qumrán.
Era bastante habitual que los beduinos encontraran restos antiguos y, cuando lo hacían, mercadeaban con ellos. Así lo hizo el patriarca de la tribu con aquellos trozos de cuero, acudiendo a los comerciantes conocidos que tenía en Belén. A través de un amigo, Jorge Isaías Shamoun, cristiano ortodoxo de origen sirio que compaginaba su trabajo en una tienda con su formación para ingresar en el monasterio de San Marcos, llegó hasta la tienda del zapatero Khalil Iskander Shahin, conocido como Kando, que hacía bastante más que vender zapatos. «En aquel momento tener una zapatería allá era como tener un banco», comenta Vázquez sobre el peculiar negocio de este fantástico personaje.
«Se dedicaba a la compraventa, al mercadeo de lo que fuese». El suyo era un tipo de negocio que funcionaba «aunque el protectorado británico de Palestina (1922-1948) había intentado poner orden». Inútilmente, se entiende. «Kando vendía zapatos, sí, pero también antigüedades», si se terciaba la oportunidad.
Kando no reconoció los textos –ninguno de los primeros que los vieron aquellos días, entre ellos algunos expertos, lo hizo–, pero vio negocio en ellos y se ofreció a ejercer de intermediario a comisión. Jorge Isaías habló de los pergaminos con su maestro en Jerusalén, el archimandrita Mar Samuel, que se interesó por ellos y acabó comprando tres después de observar que estaban escritos en hebreo del siglo I. Quedó con los beduinos en adquirir más. Pero olvidó en avisar al portero del monasterio el día de la cita. Así que cuando este abrió la puerta y se encontró con lo que le parecieron unos andrajosos con unos trozos de cuero mugrientos «les dio con la puerta en las narices».
«Muy ofendidos, comprensiblemente, corrieron en busca del primer comprador que quisiera los textos para vendérselos», comenta Vázquez. El resultado fue que los primeros siete manuscritos acabaron repartidos: cuatro en manos de Mar Samuel y tres en las del arqueólogo israelí Eleazar Sukenik. Mientras tanto, se corrió la voz de que andaban circulando por Jerusalén y su entorno varios textos antiguos, lo que llegó a óidos de otro de los grandes protagonistas de esta historia, Roland de Vaux, de la Escuela Bíblica, religioso dominico y «un arqueólogo extraordinario» que terminaría por excavar algunas de las cuevas con manuscritos –acabarían siendo 11– y, sobre todo, el asentamiento donde vivía la comunidad esenia que los produjo, Khirbet Qumran.
Comenzó así una carrera entre expertos, arqueólogos y beduinos por encontrar más manuscritos, por un lado, y por reunir los ya descubiertos. «Y esta carrera se desarrolló en un ambiente muy complicado»: la aprobación en la ONU, el 29 de noviembre de 1947, de un plan que dividía a Palestina en dos Estados; el rechazo de la Liga Árabe; el fin del mandato británico en la zona; la proclamación del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948 y la declaración de guerra de los cinco países árabes colindantes.
Mar Samuel optó por marchar a Estados Unidos con sus rollos, después de permitir que fueran fotografiados por un experto estadounidense, John Trever. Afectado por la muerte de uno de sus monjes en un bombardeo que alcanzó a su monasterio en Jersualén, el religioso se propuso hacer todo lo posible por impedir que sus manuscritos cayeran en manos judías. Y por venderlos. Al final publicó un anuncio por palabras en el 'Wall Street Journal' en 1951, que compartía página con otros anuncios de terrenos, de maquinaria y ofertas de trabajo.
Por el lado israelí, «obtener estos textos se convirtió en una causa nacional, por decisión, entre otros de Ben Gurion», detalla Vázquez. Fue en este punto cuando parece que Einstein tuvo algo que ver en el asunto. «Cuando la Universidad Hebrea de Jerusalén le dio el doctorado Honoris causa, el 31 de mayo de 1949, en la cena, en la que estaba Sukenik, salió a relucir el tema de los manuscritos. Einstein preguntó de qué se trataba y cuando se lo explicaron le dijo a Ben Gurion que había que hacer todo lo posible por comprar los textos, porque eran el testimonio de que aquella tierra había petenecido a los judíos en el siglo I». Curiosamente, el físico rechazaría ser elegido presidente del Estado de Israel dos años después.
Por fin, «el hijo de Sukenik, Yigael Yadin, militar y luego arqueólogo», logró hacerse con los manuscritos de Mar Samuel. Dada la negativa del religioso sirio a tratar con los judíos, Yigael montó una operación de espionaje, con un falso comprador, para hacerse con los textos a cambio de 250.000 dólares. Cuando se enteró, con los textos ya en Israel, «Mar Samuel se sintió engañado, estafado».
Por el otro lado, mientras la zona dependía de Jordania, De Vaux excavó Qumran y varias de las cuevas, a veces contratando a los mismos beduinos que las habían 'explorado' por su cuenta. Se obtuvieron así muchos textos más. Algunos extensos, pero la mayor parte fragmentos diminutos, que acabaron custodiados y estudiados en el museo Rockefeller de Jerusalén.
La historia de uno de ellos es toda una novela de aventuras aparte. Porque resulta que es la lista de un tesoro. «Y de un tesoro fabuloso. Es el rollo de cobre, un texto grabado en este material». Apareció en la cueva número 3 en 1952 «y para desenrollarlo y poder leerlo hubo que diseñar una máquina con la que cortarlo en tiras». Ya abierto, los expertos descubrieron que era una lista de riquezas incalculables, «el tesoro del Templo de Jerusalén».
«De Vaux lo interpretó como una especie de texto metafórico, alegórico, no como un inventario real de tesoros, pero otros se lo tomaron al pie de la letra». Como John M. Allegro, que se dejó llevar y, para disgusto de su colega dominico, se dedicó a abrir agujeros por todas partes, el yacimiento de Qumrán entre ellas. Sin ningún resultado positivo, claro. En la actualidad el Rollo de cobre se exhibe en el Museo Arqueológico de Amán, Jordania.
Por fin, tras la Guerra de lo seis días Qumrán, la parte de Jerusalén en manos jordanas, y con ella el Museo Rockefeller y su contenido, pasó a formar parte del Estado de Israel. Hoy, la mayor parte de los manuscritos está en el Santuario de Libro, en el Museo de Israel y en el Museo Rockefeller (ambos en Jerusalén), así como en el Museo Arqueológico de Jordania (en Amán). Otras instituciones, como la Biblioteca Nacional de Francia (en París), o colecciones privadas, como la Schøyen (en Noruega), tienen algunos fragmentos.
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