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Los hechos ocurrieron en el número 5 de la calle Viuda de Epalza.

El asesinato del doctor Villasante, médico municipal de Bilbao

Tiempo de historias ·

En 1920, después de que falleciese una paciente humilde a la que atendía sin cobrar sus honorarios, el marido de la difunta mató al facultativo de un tiro en la cabeza

CARLOS BENITO

Martes, 21 de abril 2020, 02:07

Aunque sus habitantes estaban más que acostumbrados a la violencia, presente en sus calles de manera cotidiana, el Bilbao de hace un siglo se estremeció con la muerte del médico municipal Julio María Villasante. Se trataba de una persona muy conocida: hijo de Baldomero Villasante, ... que fue alcalde de la villa durante unos meses en 1902, don Julio había estado al frente de la Casa de Socorro del Ensanche y prestaba sus servicios en el Dispensario Antituberculoso Ledo, inaugurado en 1915. Además, el doctor Villasante solía atender de manera gratuita a pacientes sin recursos, que no podían permitirse el elevado coste de una consulta particular. Fue precisamente una de esas asistencias benéficas la que acabó costándole la vida.

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Los hechos, que horrorizaron a aquella ciudad de poco más de cien mil habitantes, transcurrieron en el número 5 de la calle Viuda de Epalza. Allí, en la tercera planta, residía el médico con su mujer y sus tres hijos, y allí también, en el quinto, vivía el hombre que habría de matarlo. El doctor atendía sin cobrar a María Altamira, de 29 años e hija de Benita, la portera del inmueble. La joven había dado a luz el 31 de enero de 1920, pero el posparto se había complicado y, días después, seguía postrada en la cama, en un estado muy preocupante. La situación había derivado en tiranteces entre el médico y el esposo de María, un tornero tudelano de 38 años llamado Luis Falces: el marido era partidario de recabar la opinión de otro facultativo, pero el doctor Villasante no veía la necesidad de esa consulta. Según algunas fuentes, don Julio había hecho además algunas recomendaciones que la familia no había seguido. El miércoles 4 de febrero, la enferma experimentó un rápido empeoramiento. El viernes 6, a primera hora de la tarde, María falleció a causa de una hemorragia interna.

El primero en acudir a la vivienda del quinto fue un residente del segundo piso, el sacerdote Ramón Plata, que se situó junto a la cabecera de la difunta para rezar sus oraciones. Poco después, subió Julio Villasante, que entabló conversación con su vecino cura: «Puso de manifiesto que la pobre María, por su estado de debilidad, no tenía salvación, habiendo hecho él lo humanamente posible por arrebatarla de las garras de la muerte», detalló la crónica de 'El Liberal'. En ese momento, irrumpió en la habitación el marido, que esgrimió una pistola Browning y disparó al médico en la cabeza. El doctor, hombre de notable estatura y corpulencia, se abalanzó sobre su atacante y quedó abrazado a él. «Luis, loco de dolor, seguía achacándole la muerte de su esposa y en diferentes ocasiones oprimió el gatillo de la pistola para seguir disparando, pero aquel no obedeció», relataba el periódico. En el transcurso de la breve refriega, Julio Villasante llegó a morder a su oponente en la cara, pero finalmente se desplomó, arrastrando en su caída una maceta, y falleció junto al lecho de muerte de María.

Refugiado en casa del cura

Luis Falces («pálido, tembloroso, como alocado») tomó en brazos a su hijo recién nacido, escapó escaleras abajo y se refugió en la vivienda del sacerdote. La esposa del doctor, por su parte, no tardó en subir al piso de la portera y se encontró a su marido muerto. «Dando desgarradores gritos, se arrojó sobre el cadáver de su esposo y le abrazó llorando. Las hijas tampoco pudieron dominarse y se abrazaron al padre. Gran trabajo costó separarlas», recoge la crónica. Incluso un pariente del homicida se abrazó también al médico fallecido, mientras gritaba: «¡Ay, don Julio, don Julio, qué desgracia tan grande!». La situación se volvió todavía más dramática con la aparición del juez de distrito del Ensanche, Rafael María Villasante, hermano de la víctima, que hasta que llegó a la casa no conocía la identidad del asesinado.

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El inspector Guantes, de la Policía municipal, acudió con varios agentes a detener a Luis Falces. Lo encontraron todavía en las habitaciones del sacerdote, con su hijo en brazos. Aunque no opuso resistencia y les entregó dócilmente el arma, que aún tenía tres balas en el cargador, los funcionarios decidieron amarrarle las muñecas por razones de seguridad. Tras prestar declaración ante el juez, fue trasladado a la cárcel de Larrinaga. La abuela se hizo cargo del bebé y del otro hijo de Luis y María, aunque el Ayuntamiento contribuyó a su sostenimiento: el alcalde ordenó que se buscase un ama de cría para el recién nacido y que se proporcionase leche esterilizada al mayor.

La esquela del doctor Villasante.

El funeral del doctor Villasante, celebrado en la iglesia de San Nicolás, se convirtió en una muestra masiva de duelo, pero también de indignación. El Colegio de Médicos quiso «protestar con todas las fuerzas de su alma» ante el «monstruoso hecho social que constituye crimen tan repugnante», cometido por «un hombre que no había recibido más que beneficios» de su víctima. A través de un comunicado, la entidad exhortó a la sociedad a «mostrarse parte activa» en la defensa de la vida de los médicos.

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Un precedente «funestísimo»

El colegio ejerció la acusación particular en el juicio, celebrado en junio de 1921 en la Audiencia provincial. El procesado declaró durante más de dos horas y explicó que había matado al doctor «fuera de sí y sin saber cómo», según reflejó 'El Pueblo Vasco'. También se hizo constar en la vista que la familia de la víctima había concedido su perdón al acusado. Quizá ese detalle pesó en el ánimo del jurado, que emitió un veredicto de inculpabilidad: Luis Falces fue absuelto y quedó en libertad, ante el horror de los compañeros de don Julio. Los Colegios de Médicos de Bizkaia, Álava, Gipuzkoa y Navarra emitieron un extenso comunicado conjunto para manifestar su rechazo ante este inesperado desenlace: según argumentaban, la absolución de Falces equivalía a reconocer que «hay ocasiones en que puede matarse impunemente a un médico».

«Si el dolor de ver morir una persona querida, si el desconsuelo de perder una esposa o un padre o un hijo, sucesos en los que siempre y por ley de humanidad se han de producir esos desequilibrios de la razón, han de justificar un atentado como el que lloramos, será llegada la hora de que los médicos abandonemos a los enfermos a sus propias fuerzas, ante el temor de que un fracaso en el tratamiento de su enfermedad nos cueste la vida», planteaban los facultativos, que lamentaron la decisión judicial como «un precedente funestísimo para el porvenir».

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