
Asalto a la casa del rico de Urioste
Una noche de terror. ·
En 1886, unos mineros se colaron de madrugada en el domicilio de un vecino pudiente y acabaron matándolo, sin lograr que les revelase dónde escondía el dineroSecciones
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Una noche de terror. ·
En 1886, unos mineros se colaron de madrugada en el domicilio de un vecino pudiente y acabaron matándolo, sin lograr que les revelase dónde escondía el dineroEl asalto a la casa de Mateo Salcedo parecía un golpe fácil, pero acabó siendo un desastre. La evolución de los acontecimientos en este suceso de 1886 recuerda poderosamente al célebre crimen de Santa María de las Hoyas, cometido tan solo cuatro años antes: en aquella ocasión, ocho mineros viajaron desde Bilbao hasta la localidad soriana para desvalijar la residencia de un rico, acabaron matándolo y fueron condenados a muerte, aunque finalmente recibieron el indulto en 1885. Como si hubiesen utilizado la misma plantilla diseñada en alguna escuela de delincuentes chapuceros, nuestros protagonistas de hoy tramaron una operación muy parecida, pero sin necesidad de alejarse tanto de casa.
Mateo Salcedo era un hombre soltero de unos 60 años que vivía con sus tres criados en Urioste, el barrio de Ortuella, que entonces pertenecía aún –como toda esa zona– a Santurtzi. La prensa dijo de Mateo que se trataba de una «persona apreciadísima por su carácter sencillo y modesto», aunque «poseía cuantiosos bienes» y en su casa guardaba una «considerable cantidad de dinero». Esa fortuna procedía de «sus propiedades rústicas y urbanas» y de «las participaciones mineras que le correspondían», según recogió el diario andaluz 'La Crónica Meridional', que también se hacía eco de la «fama de pleitista» del rico propietario, con «gruesas sumas» invertidas en enfrentamientos y reclamaciones ante los tribunales.
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Pese a su proceder poco ostentoso, la presencia de este hombre acaudalado llamaba necesariamente la atención en un entorno donde abundaba la miseria y los jornales a menudo no daban de sí. Nunca estuvo claro –y, de hecho, fue uno de los principales motivos de discrepancia durante el juicio– si los mineros que asaltaron su casa llevaban ya la intención de asesinarlo, pero ese fue el trágico desenlace de su acción. Según la instrucción de la causa, que ocupaba más de 600 folios, en el domicilio había en aquel momento «más de 24.000 duros», es decir, 120.000 pesetas, pero los delincuentes ocasionales no dieron con ese dineral escondido y apenas se llevaron botín.
Lo que ocurrió en aquella noche de terror se puede reconstruir gracias a la declaración de uno de los imputados, Miguel Aguirre, el único que reconoció los hechos, y a los relatos de los tres criados, que también temieron por su vida. El 9 de agosto de 1886, los mineros llegaron alrededor de medianoche a la casa de don Mateo, la inspeccionaron detenidamente y decidieron abrir un boquete en la pared que separaba la cuadra y la residencia. Les costó, porque se toparon con una piedra enorme en el muro, pero al final excavaron un butrón lo suficientemente grande para que uno de ellos se deslizase por él y abriese la puerta principal.
Cuando irrumpieron en el dormitorio del propietario, este empezó a dar gritos para alertar a su criado, Juan Capetillo, de 21 años. Pero el joven, que salió atropelladamente de su cuarto, se dio de bruces con un hombre armado con un revólver que le ordenó tumbarse en el suelo. En el juicio, el sirviente mantuvo este diálogo con uno de los abogados.
–¿Urioste está en despoblado?
–Muchas casas no hay.
–¿Tuvo usted miedo?
–¿Miedo? ¡Ya lo creo!
El mismo asaltante entró después en la habitación que compartían las criadas, Marta Arteagabeitia, de 77 años, y su nieta Nieves Gorostiza, de 13. La mujer mayor le rogó que les permitiese rezar antes de matarlas y él le cubrió la cabeza con un manto y le mandó que se pusiese de rodillas.
–¿Tenía mucho dinero Salcedo? –preguntó un abogado a Marta.
–¡No había de tener!
Pero los mineros desconocían dónde estaban ocultos todos esos ahorros y, a juzgar por los ruidos que se escapaban del dormitorio principal, don Mateo no estaba dispuesto a revelárselo. «Se negó obstinadamente», recogía la prensa, «por más que los criminales no solo le amenazaban de muerte, sino que le martirizaban apretando una cuerda que le pusieron al cuello». Sus gritos de auxilio cada vez se oían más ahogados. Finalmente, resonó el estruendo de un tiro y los asaltantes se marcharon. El desventurado Mateo yacía desnudo y muerto sobre la cama: según los forenses, presentaba un balazo y una herida de arma blanca, pero lo que le había causado la muerte era el estrangulamiento. En el juicio, que se celebró en febrero de 1887 en presencia de «distinguidos jurisconsultos y personas conocidas por su ilustración y talento», los cuatro mineros (el citado Miguel Aguirre, Bernardo Funes, Manuel Pérez y Pedro Lacalle) fueron condenados a muerte y a pagar una indemnización de mil pesetas. Cuando se les notificó la sentencia, firmaron «con pulso seguro y sereno», sin manifestar «turbación ni abatimiento».
En septiembre de 1887, la reina regente visitó Bizkaia. Los abogados de los cuatro mineros aprovecharon la ocasión para implorarle el indulto y María Cristina, «deseando unir la memoria de un acto de clemencia al grato recuerdo» de su viaje, concedió la gracia en nombre de su hijo, el rey Alfonso XIII: el día 18 de aquel mes, la pena capital se conmutó por cadena perpetua.
En las informaciones sobre el asesinato, la prensa hizo constar que Mateo Salcedo carecía de parientes cercanos. «Todos los bienes de este han pasado a un amigo suyo, a quien instituyó heredero universal», puntualizaba una crónica.
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