La arquitectura de la muerte: la evolución de los camposantos
Tiempo de historias ·
Desde que el ser humano empezó a construir, lo hizo para los muertos además de para los vivos, lo que ha dado lugar a un patrimonio en cuya creación han estado siempre presentes los arquitectos
«Siempre hay arquitectos en el entorno de la muerte», afirma Carlos Lázaro, que es arquitecto. Lo dijo durante un coloquio celebrado recientemente con la también arquitecta Elena Velasco en la sede bilbaína del Colegio de Arquitectos Vasco Navarro (COAVN) bajo el título 'Cementerios entretenidos'. «Un título trampa, para atraer a más gente», confesaron los ponentes. Porque en realidad en el encuentro se hablaba del valor patrimonial y la estética en los camposantos, «en los que confluyen dos importantes aspectos: la esperanza y la creatividad. Y esa creatividad tiene que ver con la arquitectura».
Desde que el ser humano empezó a construir, lo hizo para la muerte además de para la vida. De hecho, a menudo los únicos restos arquitectónicos de las culturas más antiguas son funerarios. «Si nos damos cuenta, cuando viajamos y hacemos de turistas, no hacemos otra cosa que visitar monumentos funerarios. Visitamos dólmenes, pirámides, mausoleos romanos...». Tumbas, en definitiva.
Como explica Elena Velasco, «en los espacios funerarios siempre resuena la voluntad de trascender». Y como añade Lázaro, «todas las culturas, de una forma o de otra, han ido enterrando siempre en los espacios más sagrados». La expresión más llamativa de «esta voluntad de estar cerca de lo sacro» en nuestro propio entorno fueron los enterramientos familiares dentro de las iglesias, en los llamados 'encajonados'. Como los que fueron objeto de excavaciones arqueológicas en la bilbaína iglesia de San Antón, por poner un ejemplo.
No se trata de las tumbas monumentales dispuestas en arcosolios o túmulos en capillas exclusivas de los poderosos, sino sepulturas comunes, fosas dispuestas regularmente en el suelo de las naves del templo, que estaban cubiertas con una losa o tapa. «Cada una correspondía a una familia. De hecho, se consideraban como parte de la casa propia», detalla Velasco.
La inhumación en los templos suponía unos problemas evidentes de salubridad que se acentuaban si se desencadenaba una epidemia y aumentaba la mortandad. Para evitarlo, a partir del siglo XVIII se intentó reglamentar los enterramientos 'extra ecclesiam', fuera de los templos y, más adelante, alejados de los núcleos habitados. No fue fácil, precisamente por el apego de las familias a sus difuntos y a la cercanía de lo sagrado.
El «fedor intolerable» que se respiraba en una iglesia de Pasajes, en la que se habían acumulado los enterramientos simultáneos de 83 cadáveres, dio lugar a una Real Cédula dictada el 3 de abril de 1787 por Carlos III cuya tercera disposición proponía la construcción de cementerios en los campos. No se le hizo mucho caso en el País Vasco. Se sucedieron las normativas y prohibiciones infructuosas, hasta un Decreto de José Bonaparte, del 28 de noviembre de 1808, que extendía de Madrid a toda España la obligatoriedad de construir los camposantos fuera de las ciudades. Ya con Fernando VII en el trono, en Bilbao, la nueva reglamentación dio lugar a la apertura del cementerio de San Francisco, situado junto a la huerta de este convento y del que apenas se conserva hoy un plano.
Panteones trasladados piedra a piedra
A este primer cementerio bilbaíno le sucedió el de Mallona, terminado en 1830 según proyecto del arquitecto Juan Bautista de Belaunzarán. Era una necrópolis porticada de estilo neoclásico, un tipo de disposición raro fuera de Vizcaya que, según el historiador José Ángel Barrio, se basaba ligeramente en las grandes casas pompeyanas, por un lado, y en los claustros de camposantos italianos como el de Pisa. «De este cementerio apenas quedan restos», comenta Velasco. El más llamativo es su antigua portada, que domina las calzadas.
«Cuando se abrió el cementerio de Vista Alegre, muchas familias que tenían sus sepulturas en Mallona encargaron a sus arquitectos que las desmontaran piedra a piedra para trasladarlas y reconstruirlas en Derio», apunta Velasco. Fue el caso, por ejemplo, del panteón Linares, que acoge los restos del músico Andrés Isasi, obra de Casto de Zavala. Vista Alegre se empezó a construir en 1895 a partir del proyecto original de Joaquín Rucoba, continuado por Edesio de Garamendi y terminado por Enrique Epalza. Fue inaugurado el 27 de abril de 1902.
La construcción de este camposanto, que hoy día forma parte de la Ruta Europea de Cementerios monumentales, corresponde a la época del auge industrial de Bilbao. Como en el resto de Europa, las grandes familias burguesas buscaron «demostrar la misma representatividad social que les correspondía en vida en la villa de los difuntos», señala Velasco. Es probablemente en este periodo cuando la palabra 'necrópolis', la ciudad de los muertos, es más adecuada que nunca para describir un lugar de enterramientos.
Los mismos arquitectos que proyectaban las casas de las familias adineradas, proyectaban sus mausoleos. En Derio hay un catálogo magnífico de ellos, la mayoría adscritos al Eclecticismo, un estilo que en realidad es una suma de varios históricos, entre ellos el románico y el bizantino. «Estos panteones interpretan la arquitectura casi como si fuera un juguete, alterando las proporciones y mezclando los órdenes arquitectónicos a capricho», señala Lázaro.
Los grandes panteones de nuestros cementerios son ya cosa del pasado. Por su carácter monumental, sus familias propietarias los han mantenido y los han seguido usando, así que no han necesitado sustituirlos por unos nuevos. Después, la falta de espacio y el auge de la incineración ha ido acabando con este modelo de gran capilla familiar. Es raro ver mausoleos de arquitectura notable más allá de periodo del Art Nouveua y la Secesión. Un ejemplo moderno que Velasco y Lázaro destacan está también en Derio, es de los años 60 y se debe a Juan Daniel Fullaondo, «un destacadísimo arquitecto vasco».
Ya no se construyen cementerios como el de Vista Alegre. Sí que se exploran nuevos planteamientos, como el camposanto ajardinado de Arrigorriaga, proyecto de Patxi Gutiérrez, o el nuevo de Urduliz, que reaprovecha el paisaje de una cantera, ideado por Francisco Soriano. «Siempre hay arquitectos en el entorno de la muerte», repite Lázaro, «pero con los nuevos usos funerarios es un campo que estamos perdiendo», concluye.
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