
Volver a Indy desde la otra orilla
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La aventura de Machine Games llega a PlayStation 5 el 17 de abrilJugar por segunda vez a Indiana Jones y el Gran Círculo, esta vez en PS5 Pro, ha sido algo más que un reencuentro. Ha sido como volver a una ciudad que creías conocer bien y descubrir, de pronto, que sus calles han cambiado de forma bajo tus pies. Todo sigue ahí —los templos semiocultos, el látigo que silba como una promesa, los ecos de lenguas muertas flotando entre ruinas—, pero hay algo distinto en cómo resuena el paso. Algo físico, inmediato, como si el juego hubiera aprendido a respirar conmigo.
No es solo una cuestión técnica, aunque también lo es. La vibración háptica del DualSense, por ejemplo, añade una capa que transforma la experiencia de un modo casi imperceptible pero decisivo. No es solo que sientas el chapoteo del agua al avanzar entre arrozales o el peso del polvo cuando la piedra cede bajo tus dedos: es que, de pronto, el juego no solo se ve o se escucha; se percute. Lo que antes era atmósfera ahora es tacto. Y eso, para una obra como esta, no es accesorio. Es revelador.
El cambio de plataforma no modifica la esencia del juego, pero sí permite habitarla desde una sensibilidad renovada. Sigo pensando que la gran apuesta de El Gran Círculo fue esa mirada en primera persona que tantos veían como una traición a la mitología. Pero desde aquí, desde la retina digital de la PS5, la apuesta se siente más clara que nunca: no queremos contemplar al héroe, queremos ser él. No rendirle culto, sino acompañarlo en la duda, en el miedo, en la intuición súbita de una trampa activada demasiado pronto.
En esta versión, ese principio de inmersión se intensifica. El juego se entrega con una fidelidad técnica admirable: los 60 fps constantes, el trazado de rayos refinado, la escala a 4K que saca a relucir el brillo húmedo de los mosaicos en el Vaticano o el verde opresivo de la jungla tailandesa… todo suma en esa voluntad de hacernos creer que los escenarios no están construidos para nosotros, sino que existían ya antes de que llegáramos. Como si estuviéramos interrumpiendo algo.
Y no deja de ser eso El Gran Círculo: una interrupción. Una irrupción arqueológica en un mundo de signos, donde lo visual se encadena a lo simbólico, y donde cada espacio parece cargado de un mensaje anterior a nuestra propia presencia.
Podría parecer anecdótico, pero no lo es: la forma en que el mando te devuelve el eco de cada acción tiene algo de sinestesia elegante. No es un festival de vibraciones por el mero gesto de mostrar músculo, sino una partitura discreta que acompaña el ritmo del juego como una percusión invisible. No hay sobresaltos gratuitos, sino texturas. Sentir cómo cede una trampilla, cómo vibra un muro tras una explosión a lo lejos, cómo tiembla el cuerpo al deslizarse por un saliente mojado… son matices que, sin ellos, seguirían funcionando. Pero con ellos, se elevan.
Y lo más interesante no es solo que el DualSense te devuelva las sensaciones. Es que te invita a modular tu propio gesto. Golpear, lanzar el látigo, incluso abrir una compuerta a mano ya no es pulsar un botón: es encontrar el tempo. El juego convierte la interacción en un pequeño ritual. Como si, al igual que Indy, tú también tuvieras que aprender a mirar con respeto antes de tocar.
En un medio obsesionado con la gratificación instantánea, lo que hace especial a El Gran Círculo es su decisión de ralentizar el asombro. De exigir pausa. Sus mejores momentos no son las escenas espectaculares —que las hay, y muchas—, sino los intervalos: esos tramos donde no hay enemigos, solo la tensión muda de unas ruinas que te observan. Es en ese silencio donde Indy deja de ser una silueta icónica y se vuelve humano. No un mártir del espectáculo, sino un intelectual en mitad de un mapa aún por descifrar.
Esta fisicidad se nota en el modo en que el personaje tropieza, en cómo el sonido espacial amplifica la respiración entrecortada o el murmullo lejano de un enemigo que quizás aún no te ha visto. Se nota en los pasos que resuenan distinto si caminas sobre mármol, sobre arena, sobre madera húmeda. Y en cómo cada una de esas superficies parece tener memoria, como si conservara la huella de otros que pasaron antes.
Uno de los grandes logros del juego sigue siendo su antagonista. No tanto por lo que hace, sino por cómo nos hace sentir. No es un nazi cualquiera, ni un esbirro de opereta. Es una presencia psicológica. No está ahí solo para dispararte: está ahí para verte. Y esa mirada —que no ves, pero sientes— es lo que convierte al villano en algo incómodo. Porque, de algún modo, también él quiere descifrar el enigma. También él cree en el conocimiento, aunque lo instrumentalice.
Y ahí está el mayor conflicto del juego: no se trata solo de detener a un malo. Se trata de salvar una forma de mirar el mundo. La mirada de quien explora para comprender, no para conquistar.
Lo que vuelve a destacar al revisitar el juego en esta nueva versión es la ausencia de cinismo. No hay necesidad de pedir disculpas por ser un juego de Indiana Jones. Tampoco hay esa ansiedad por recordarnos cada cinco minutos que «sí, esto es como las pelis, ¿recuerdas?». Los guiños están ahí, claro. Pero no se sienten como una muleta. Se sienten como una conversación entre épocas.
La música, en ese sentido, funciona como un puente: no copia a John Williams, pero lo invoca. No para repetir, sino para reinterpretar. Lo mismo con los escenarios: sí, hay desiertos, bibliotecas ocultas y catacumbas laberínticas. Pero cada espacio parece tener una lógica interna, como si hubiese sido diseñado más para ser leído que para ser recorrido. Como si la arquitectura misma susurrara una historia que tú debes desentrañar.
El Gran Círculo en PS5 Pro no reinventa la obra, pero la reencuadra. Añade una capa de sensación que no cambia lo esencial, pero lo matiza. Como una reedición cuidada de un libro querido: las palabras son las mismas, pero la textura del papel, la tinta nueva, el margen más generoso… todo invita a releer con otros ojos.
Y en esa relectura, uno entiende mejor lo que ya intuía: que este juego no intenta congelar a Indiana Jones como una postal del pasado. Lo que intenta es activarlo. Dinamizarlo. Entender que el héroe no es el que lo sabe todo, sino el que nunca deja de preguntar.
Así, cuando volvemos a cerrar la consola después de varias horas —otra vez—, no lo hacemos con la sensación de haber repetido una vieja aventura. Lo hacemos con la certeza de haberle dado un nuevo significado. Porque no se trata de ver a Indy desde fuera, sino de vivirlo desde dentro.
Y ahí, en ese vértice extraño entre lo clásico y lo sensorial, El Gran Círculo en PS5 no solo mantiene su fuerza. La renueva.
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