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Arantza Furundarena
Jueves, 27 de marzo 2025
Viajar ya no es lo que era. Esto lo sabe cualquiera que haya tenido la suerte de moverse ampliamente por el mundo durante las décadas ... de los 80 y 90, cuando el turismo no estaba tan masificado y las principales metrópolis no se habían convertido aún en parques temáticos. Claro que, para qué engañarnos, viajar en la edad de la jubilación no es igual que hacerlo de estudiante. La percepción, y no digamos ya la aprensión, cambia por completo. Para empezar yo ahora llevo botiquín. Y entonces, ni una aspirina. De joven, la posibilidad de enfermar me resultaba tan remota e inconcebible como la de que mi avión se estrellara. Luego, claro, pasa lo que pasa. Y en la India, concretamente en Jaipur, pillé una disentería del quince. Pero esa es otra historia digna de otro capítulo…
Volvamos al presente. Mi último viaje ha sido un Madrid-Cancún (ruta habitual por tener un marido mexicano), hace poco más de una semana. Soy una 'controladora de vuelo' vocacional y siempre elijo ventanilla. ¿Porque me encanta ver paisajes desde el aire? Si. Pero también porque cuando el avión se mueve quiero saber si es por viento en altura, por las crestas de las nubes, por una borrasca mediana o por una tormenta monumental. Me ahorraría mucho sufrimiento viajando en pasillo y volando en la ignorancia. Perder. Les aseguro que desde esa atalaya he conocido más tipos de nubarrones que el propio Roberto Brasero. Algunos por cierto bien espeluznantes. Pero supongo que es tarde para cambiar de manías.
Ir en ventana me obliga además a ser rehén de mis compañeros de asiento. Sobre todo en un vuelo de 10 horas en el que tienes que levantarte (y levantarlos) un mínimo de dos o tres veces, bien sea para ir al baño o para estirar las piernas. Así que caerles bien y no dejar de sonreír es fundamental.
Esta vez me tocó una parejita de jóvenes suizos. Encantadores… Hasta que se quitaron los zapatos. Primero ella. Fue hacerlo y llegarme a la pituitaria un inconfundible aroma a queso gruyere o tal vez emmental (no le conté los agujeros de los calcetines) que me dejó un tanto aturdida. Nada comparable al impacto olfativo que sintió cuando él se quitó las zapatillas de deporte… Aquello era ya de otra dimensión. De otra liga. En Suiza hay mucho emigrante español y para mí que ese helvético tenía un abuelo asturiano porque aquello, señores, olía literalmente a Cabrales.
No quise ser la típica cascarrabias y me sentí incapaz de pedirles que volvieran a calzarse. Así que con la sonrisa congelada (y para no desmayarme en las nueve horas siguientes) le pedí al azafato una toallita refrescante, de esas perfumadas que antes te repartían sin tasa en todos los vuelos. Error de Craso. Ya no las dispensan. «Los recortes, ya lo sabes». Sin embargo, tal vez por mi cara de pena o que algo llegó también a sus fosas nasales, al poco tiempo reapareció el azafato con unas enormes servilletas impregnadas en Issey Miyake que fueron mi salvoconducto olfativo durante el resto del viaje.
No acabó ahí la cosa. Tomar hoy un vuelo transoceánico en clase turista es arriesgarte a que el del asiento de atrás (otro suizo, de más uno noventa y de unos 89) te regale un masaje en tus riñones por cortesía de tus rodillas. Confieso que hubo momentos en los que metí mis puños tras los riñones, y en justa correspondencia, le masajeé a él sus huesudas rótulas y meniscos. Invita la casa… Poco después me llovía un capón del cielo en toda la cocorota. Era el insufrible vejete de atrás, al que (quiero pensar que involuntariamente) se le fue la mano de golpe, nunca mejor dicho, cuando intentaba incorporarse aferrándose a mi asiento. Ahí ya la sonrisa se me borró, le lancé una mirada asesina mientras me sobaba la coronilla y recordé los casi tres meses que pasé a los 20 años recogiendo (o haciendo que recogía) fruta en Suiza para 'monsieur le patrón'. Pero de esa batallita ya hablaremos otro día…
Ahora solo diré que, para rematar la faena, al llegar a mi destino mi maleta facturada no apareció hasta 48 horas después. El día que fui a recogerla al aeropuerto coincidí en facturación con la misma tripulación de mi vuelo, que hacía la ruta de vuelta. Y, con todo el morro del mundo, fui a saludar al piloto. «El domingo llevaste el avión súper suave, a pesar de las borrascas», le dije. «No te engañes, todo lo hace el piloto automático y además sí nos movimos», me respondió riendo. Sí, sí. Algo nos movimos. Porque hoy en día volar cada vez se parece más a lo que antaño llamábamos 'coger el tren de La Robla'.
Y al contrario. Hace poco, en el autobús de Bilbao a Castro me tocó un jovencísimo chófer con más profesionalidad y celo que un antiguo piloto de Iberia. Como que, al poco de iniciar la ruta, agarró el micro y, entre otras técnicas de precisión, soltó: «Señores pasajeros, para aportar la máxima sensación de seguridad y comodidad estableceré una velocidad de crucero durante gran parte del trayecto». Fue escuchar esto y asomarme de forma instintiva a la ventanilla a ver si ya estábamos por encima de las nubes...
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