A Iñigo Iruretagoiena (Getxo, 44 años) le van las emociones fuertes. Ha cruzado a pie en pleno invierno la cordillera del Himalaya (2.000 kms) y el Yucón (500 kms), ha subido los 214 'tresmiles' del Pirineo en mes y medio, se ha adentrado durante ... una semana en los bosques de Eslovenia en busca de osos, ha participado en las ultratrail más duras del mundo… Aventuras que le han llevado a una veintena de países en quince años. Y siempre en solitario. Pero tenía una espina clavada. «He estado en todos los mundos y me faltaba la selva», apostilla Iru, que es como le gusta que le llamen. Así que puso su ojo en el Amazonas.
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Su plan, convivir durante dos meses con una tribu indígena «la menos contactada posible». Investigó opciones hasta que descubrió a los Waoranis. Esta etnia vive en el corazón del Amazonas ecuatoriano, en la conocida como 'zona intangible', una vasta reserva de 7.000 kilómetros cuadrados (casi la superficie de Euskadi) a la que tienen prohibido el acceso las empresas extractoras, especialmente las petroleras. Allí viven los aproximadamente 1.500 miembros de la tribu, repartidos en una veintena de comunidades, entre ellas dos -los Tagaeri y los Taromenane- que han solicitado a las autoridades no tener relación alguna con la civilización.
La comunidad con la que Iru contactó no era tan extrema. Su medio centenar de integrantes se relacionan con la 'sociedad' -algunos incluso trabajan en la ciudad- pese a estar a más de 300 kilómetros. El siguiente paso era ganárselos para que lo acogiesen como uno más. «Algunas de estas comunidades reciben a turistas a cambio de dinero durante uno o dos días para que saquen fotos, graben vídeos y vuelvan a casa diciendo que han convivido con indígenas», explica Iru. «Yo no quería eso, yo quería comer, beber, vivir como ellos. Ser uno más de la tribu».
Y lo logró, pero solo en parte. Convencerles no fue fácil. En Quito contactó con intermediarios que ya le avisaron de que es una etnia poco acogedora. «'No les interesa el árbol… sino el fruto que tiene el árbol. Si el árbol no tiene fruto… no le harán ni caso', me explicaron muy gráficamente», recuerda. «Minusvaloré la diferencia de cultura y mentalidad que tienen respecto a nosotros. Su mundo es la selva, su día a día es sobrevivir y en su cabeza no tienen lo que tenemos en la nuestra. He convivido 45 días con ellos y todavía sigo sin entender comportamientos y actitudes», confiesa. «El principio sobre el que se rigen es 'tanto tienes, tanto vales'», añade. Así que su convivencia con los Waoranis iba a tener un precio. «Les dije que dinero no tenía y el acuerdo se cerró a cambio de tabaco, gasolina y munición» para sus rudimentarios rifles de un solo disparo.
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Y así es como el 15 de abril montaba en una canoa y tras 12 horas de navegación conocía a la que iba a ser 'su' tribu durante los dos siguientes meses. Las primeras semanas encontró lo que buscaba. Le cedieron una choza y se integró rápidamente en su forma de vida, incluidos «la incesante pelea con las picaduras de millones de insectos y la falta de higiene rodeado de barro y sudor». Su día a día era «estar tumbados y salir a cazar». «Lo que cogíamos, comíamos. Mi menú durante los 45 días ha sido yuca, lo único que cultivan, y carne de mono y de una especie de jabalí pequeño que vive en la selva», recuerda. Así que cuando el segundo día mataron un jaguar que merodeaba la aldea, el festín fue una fiesta.
En las cacerías vivió los momentos más intensos. «Eran horas y horas persiguiendo a una presa cerbatana en ristre. Es increíble ver cómo se mueven en la selva. Es cuando te das cuenta de que son parte de ella». Pero pasaron los días y comenzó a sentir el vacío de los aborígenes. «Ya no me avisaban cuando salían a cazar. Pasaban de mí. En ese momento no fui consciente, pero está claro que consideraron que el árbol había dado ya todos sus frutos». Con una excepción, Ginto, uno de los miembros más veteranos de la tribu, que siempre «me saludaba de manera natural, me sonreía y me estrechaba la mano, pero lo hacía de verdad… con dos cojones», recuerda.
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La «desbordante, incluso excesiva» motivación de los primeros días «poco a poco se fue extinguiendo». Al principio «me iba días enteros yo solo a la selva», pero los últimos veinte los pasó «sumergido en una depresión y sin interés por continuar en la selva», agrabada al final por una gastroenteritis con diarrea y fiebre que le llevó a estar 5 días sin probar alimento. Fue la gota que le llevó a dar por terminada la aventura.
«Aguanté más de lo que hubiera imaginado, pensando que la situación cambiaría…pero no fue así. Cuántas veces me vine abajo, echándome a llorar de rabia e impotencia en mi cabaña», recuerda. Así que el 30 de mayo daba por concluida la aventura y retornaba a Quito con casi 15 kilos menos y el recuerdo de una experiencia imborrable pero agridulce. «La sensación que me queda es que en ningún momento dejaron de considerarme un intruso. La diferencia respecto a los 'turistas' es el tiempo que he estado. No fui como turista y no recibí ningún trato ni atención especial como tal», resume.
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