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Son las diez de la mañana cuando la puerta de la habitación de Wafa El Elj se abre. Ella ya ha subido las persianas con el mando domótico instalado en su móvil y que usa con la vista. El personal de la residencia especializada en lesión medular donde vive le presta sus brazos y sus piernas. La asean, la visten y la pasan a la silla con ayuda de una grúa. La rutina sigue con la rehabilitación, los días que toca. Su expareja, cuyo nombre ella prefiere olvidar y se omite en este reportaje, le disparó por la espalda. La bala rompió su columna vertebral y se alojó en la mandíbula. Quedó tetrapléjica. Durante meses se debatió entre la vida y la muerte, anestesiada, delicada del corazón, con dolores físicos y lagunas mentales. Estuvo cuatro meses ingresada en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda y otros once meses en el Hospital de Toledo.
«De repente despiertas en el hospital sin ser consciente de lo que está pasando, ni desde cuándo llevas ahí. Van quitando la anestesia y yo, despertando poco a poco. Sabía que no podía moverme y sentía algo en el lado derecho de la boca, pero no sabía que era la bala que estaba alojada allí. Inconscientemente sabía que él tenía algo que ver, pero cuando empezaba a recordar saltaban las alarmas de las máquinas a las que estaba conectada. Hasta que vinieron los recuerdos y los fui encadenando». Las amenazas, su presencia, el disparo.
Luego vino la noticia más dura, su inmovilidad permanente. «Empecé a escuchar que me iban a operar y cuando vino la doctora le pregunté si cuando lo hicieran me iba a poder mover», rememora Wafa. «Su mirada nunca se me olvida, me lo dijo todo. Me respondió que no me iba a poder mover nunca más. Empecé a llorar y a llorar. A pensar lo injusta que es muchas veces la vida y, en ese momento, te pasa sólo lo malo por la cabeza. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo? Cuando te lo dicen es como si te echaran un jarro de agua fría. Vamos, la vida se me acabó en ese momento. Te preguntas cómo va a ser de ahora en adelante, en un mundo que no conoces. Y tienes que esperar que baje la inflamación de la médula para ver qué lesión te queda realmente».
Con la pandemia se han reducido las actividades y las visitas en su residencia en la Fundación del Lesionado Medular, en Vallecas (Madrid). Ella se contagió en verano, ya estaba vacunada. Hay días que se reúne con sus amigas, las del instituto, «las únicas, las que quedan porque esto te va quitando personas y las que te quieren realmente se quedan contigo», dice. «Quedamos bastante y el centro de Madrid es lo que mejor me pilla», dice Wafa. Le gusta que la llamen 'sobreviviente de violencia de género' porque «él me quiso quitar la vida y yo estoy viviendo la vida a tope», asegura Wafa, que nació en 1987, en Marruecos y llegó a España con tres años.
A los 27 su expareja, al que había denunciado y que tenía orden de alejamiento, intentó matarla en Galapagar (Madrid). A aquel hecho ella lo nombra «accidente». «Muchas veces no sé ni cómo llamarlo, le digo así para no tener que dar explicaciones».
Frente a la inmovilidad del cuerpo y un dolor que late en el lugar de la herida, único sitio de su cuerpo donde quedó cierta sensibilidad, Wafa buscó proseguir con la libertad recién adquirida cuando se rebeló a la violencia de género. «Quería mi independencia», dice Wafa, que acaba de ser galardonada con el Premio a la Mujer Superviviente del Año, concedido por la Fundación Ana Bella. «Desde el momento que él no estaba empecé a hacer y decidir, fue una liberación emocional. Empecé a vivir realmente». Esa vida libre duró siete meses, hasta que él le tendió la emboscada a la salida del gimnasio.
Wafa se desplaza con cierta autonomía y con el móvil ejecuta otras actividades. Puede ver series y pagar en los cajeros. Va sola, en autobús o taxi, y pasea. Le gusta la música pop y acude a los macroconciertos. Suele ver series de plataformas y hace turismo «sin tener que pedir permiso».
Su agresor se suicidó. Huyó en su coche y se disparó en la cabeza. «Al principio me sentí culpable», asegura Wafa. «Culpable por algo que no había hecho, porque aún persistía el efecto de su manipulación». Se sobrepuso sola a la «fatalidad», confiesa Wafa. «Se te hunde el mundo pero, entre levantarme de la cama o morirme, decidí seguir sin pensar en la lesión. No le voy a dar gusto».
Wafa se dirige al salón de pintura, donde tiene su caballete y sus acuarelas. Pinta con la boca. Realiza un retrato contra la violencia de género. «Quiero dedicárselo a la mujer que ya no está y a la que sigue luchando», explica. El rostro tiene sus ojos.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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