El viaje frustrado de Pablo Ibar
El Piscolabis ·
jon urarte
Viernes, 24 de mayo 2019, 10:40
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A veces la vida es una ecuación matemática. Un ejemplo, es lo que hoy les cuento. La vida de Pablo Ibar o cómo la muerte puede estar a la vuelta de una operación. Y nunca mejor dicho. En junio de 1994, la policía encontraba en ... Mirarmar, Estado de Florida, los cuerpos sin vida de un hombre y dos mujeres. Casimir Sucharski, Sharon Anderson y Marie Rodgers. Tras una rápida investigación, el 25 de agosto son acusados y detenidos Seth Peñalver y Pablo Ibar. El primer juicio se celebró en Fort Lauderdale, el 5 de mayo de 1997, y fue declarado nulo el 25 de enero de 1998 al no ponerse de acuerdo el jurado sobre el veredicto. Desde entonces, el camino ha sido tortuoso y surrealista. Tanto, que la suerte de ambos acusados fue dispar. De ahí que Pablo estuviera en el corredor de la muerte y hoy, tras esquivar la pena capital, se enfrente a una vida entre rejas. Pero pudo no ser ese el destino de Pablo. Para entenderlo hay que viajar al ayer.
Todo lo contado es público. También que Pablo es sobrino del mítico José Manuel Ibar Azpiazu. Urtain. Llamado así por el nombre del caserío familiar de Ibañarrieta, Zestoa. No tuvo un buen final. El gran boxeador y mejor harrijasotzaile, según Perurena, se tiraba por la ventana el 21 de Julio de 1992, en Madrid. Dos años antes del inicio del calvario de su sobrino al otro lado del charco. Pero hay otra fecha que no conoce casi nadie y que es vital en este caso. Julio de 1980. No tengo claro el día. Pero sí los protagonistas. José Luis y Maite. Él de Bilbao. Ella de Galdakao. Casados, cuatro hijos y un problema. El de José Luis y su corazón que le había llevado hasta Houston para ser operado a corazón abierto. La cosa salió bien y tiempo después abandonaron el Methodist Hospital, con la idea de descansar en Florida, volver para la revisión y regresar a Bilbao. Ambos estaban felices. Desde entonces, Maite no puede evitar recordar aquellos años al escuchar a Julio Iglesias. El cantante arrasaba en Florida. Música celestial para una pareja que había vivido tiempos inciertos. El caso es que, paseando por Miami, encontraron un restaurante vasco. Lo regentaba un matrimonio. Los días fueron pasando. Y entre dueños y clientes surgió una buena relación. Tanta, que un buen día la pareja del restaurante les pidió un favor inesperado. Que se llevaran a su hijo a Bilbao. Creían oportuno que cambiara de aires. EE UU no era tan tranquila tierra como la vieja Europa. Hay intuiciones que no deberíamos dejar pasar. Aquella familia eran los Ibar. Y el niño, de 8 años, Pablo.
El caso siempre fue tortuoso. Tiene más lagunas que Ruidera. Para empezar, el abogado de oficio que le tocó en el primer juicio ha reconocido que hizo una mala defensa, se encontraba enfermo y pasó lo que pasó. Por otro lado, expertos juristas hablan de irregularidades procesales. Ninguna de las pruebas de ADN, huellas y pelos, realizadas en el lugar del crimen, corresponden a Pablo. La principal prueba es una imagen de malísima calidad extraída del vídeo que grabó el crimen y que, posteriormente, fue manipulada. Todo ello, resultaría exculpatorio en cualquier lugar.
Menos en EE UU. Conste que aquí vemos sentencias como para borrarse de este mundo, pero al menos no te limpian el forro con inyección letal, horca o silla eléctrica. Pablo no será ejecutado. Pero se enfrenta a cadena perpetua. Sus abogados recurrirán y los años pasarán. Aunque eso, a estas alturas, casi se me antoja lo de menos. Lo peor es que al final, la ecuación del espacio-tiempo le ha dado como resultado que su vida sea un drama carcelario envuelto en color naranja. Por eso Maite me cuenta la historia y derrama una lágrima mientras vemos a Pablo en televisión. Al final no trajeron al niño porque los padres no pudieron conseguir los malditos papeles a tiempo. Y Pablo se quedó en Miami. Por eso cree ella que su destino podría ser otro. Yo le digo que no se martirice, que la vida es así. Maite es mi suegra. Por eso la historia. Por eso la pena.
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