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Lleva días con una tos que, solo escucharla, ahoga. Pensó que bastarían unos remedios caseros, pero no remite. Así que pidió vez y allí está. ... En la sala de espera de su médico de cabecera. Podría haber acudido a urgencias del hospital, pero ni es tan grave ni cree que sea motivo para colapsar, aún más, nuestra sanidad pública. Además tiene la suerte de permitirse una privada. Total que lleva un rato esperando su turno. Y hay algo que no logra entender. La sala a reventar, con pacientes tosiendo, y solo ella lleva puesta la mascarilla. Pero no es eso lo que más le sorprende. Las personas que van llegando, al verla, optan por sentarse lejos, junto a gente que también tose, pero que no lleva mascarilla. Clavadito a lo que pasaba antes de la pandemia cuando solo los asiáticos se la ponían y, al verlos en los aeropuertos, los mirábamos pensando que eran unos exagerados, unos infectados de vaya usted a saber qué o, lo que es peor, unos turistas soberbios que desprecian nuestro aire. Pues seguimos igual. La pandemia no nos ha enseñado nada. Y lo dice un servidor que, pobre iluso, creía lo contrario.
Soy de los lerdos que en los días de aplausos en el balcón y coros al «Resistiré» creían que cambiaríamos. Y a mejor. Que habría más respeto y, sobre todo, más cariño hacia quienes se jugaron la vida en los primeros meses. O que, en asuntos de salud, la higiene de manos pasaría a ser norma. Pero ahora el gel ni está, ni se le espera, en lugares donde antes estaba. Incluidas algunas residencias y centros médicos. Doy fe. Tampoco hemos mejorado en eso de evitar propagar los virus. Durante la pandemia te miraban mal si mostrabas síntomas. Ahora da igual. De hecho le pueden estornudar en la cara y como diga algo acaba a tortas. Lo de no ir a trabajar si cargabas con virus, decisión aplaudida por trabajadores y jefes, también lo hemos olvidado. Por no hablar de guarderías o colegios. Si el nene tiene tos y mocos da igual. Lo llevamos y lo dejamos allí. Luego buscaban las armas de destrucción masiva en Irak, cuando siempre han estado aquí. Entre baberos y pañales. Y, en realidad, en todas partes.
Pasemos ahora al mundo del ocio. Soltamos virus por bares, tiendas, gimnasios o cines. Hubo un tiempo, durante los incipientes momentos de apertura tras la pandemia, en que tosías en el teatro y te fusilaban con la mirada. Ahora lo raro es que pase un minuto sin que escuchemos la tos del Pepe Pótamo de turno.-No te doy un beso, que tengo un gripazo...-. Era frase enterrada tras el Covid. Si estabas malo te quedabas en casa. Ahora no. El burro por delante. Confieso que viajé y fui a trabajar hace unas semanas, cuando debería haber guardado cama. La excusa fue que la cita no podía aplazarse y que mis jefes no habrían entendido la ausencia. Puede. Pero eso no sucedía en 2020. En solo tres años hemos olvidado que más vale un trabajador enfermo una semana, que una plantilla contagiada durante meses. No veo a los sindicatos tan concienciados como entonces. Cierto que estamos más vacunados, aunque la cuarta dosis no ha sido masiva, y los virus nos afectan menos. Pero las cifras asustan y los especialistas nos advierten de que el cóctel de epidemias está siendo brutal. Y ni por esas llevamos mascarilla en la consulta del médico. Luego decían que Dori la de Nemo tenía mala memoria.
Como les confesaba, soy el primero que he incumplido algunas normas que juré llevar a rajatabla hasta la tumba. Pero no logro entender que en una sala llena de gente enferma no se pongan la mascarilla. Y que, a estas alturas, haya gente que no sepa que su uso no es para que no te contagien, sino para no contagiar. Por lo tanto, lo que esa mujer hacía al llevarla puesta era intentar proteger a los demás. Pero los muy cretinos preferían juntarse en el lado de los de la boca al aire. A veces me pregunto cómo podemos llevar tanto tiempo sin extinguirnos. Aunque algo me dice que, a este paso, será cuestión de poco tiempo.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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