Olga Vallejo, bilbaína de Tiboli, nació en diciembre de 1960 y, en agosto de 1961, ya estaba de vacaciones en Casalarreina. «Nos hospedábamos en la fonda, que no tenía agua corriente. Mi padre tenía un taller de tornos y fresadoras en Olabeaga y, cuando se ... casó con mi madre, un compañero le recomendó esta zona, por la caza. Vinieron por primera vez en el 58. Yo he seguido viniendo, me he comprado casa... ¡Me hice maestra por tener vacaciones más largas y pasar aquí el veraneo! Y mis hijos han podido disfrutar aquí de una infancia parecida a la mía».
Como Olga, hay un montón de vascos que también son un poco (o un mucho) de Casalarreina. El pueblo de la Rioja Alta -donde, por la mañana, los pájaros hacen mucho más ruido que las personas- es un destino tradicional de vacaciones que, para muchos, se ha acabado convirtiendo en residencia definitiva. Y Olga, que se ofrece a mostrar la localidad a los periodistas forasteros, emprende a la vez un recorrido por la historia sentimental de todos esos veraneantes del norte: «Para los niños -resume-, era todo calle, río y travesuras». Y de ahí van surgiendo estampas de un pasado libre, feliz y un poco salvaje: los saltos al río Oja desde el puente, para zambullirse en el Pozo de los Perros; los perdigonazos de chimbera al cartel de Nitrato de Chile que aún sobrevive en una pared del café-bar Montañés; las bajadas por el río, desde Castañares, sobre los neumáticos que les dejaba Fortunín el del taller; las escapadas a Haro haciendo dedo desde el cruce de las Cuatro Carreteras, por donde pasaban los camiones del pescado; el salón de juegos que revolucionó a la chavalería, abierto por un marino vasco que se había enamorado de una chica del pueblo...
Junto a las piscinas, abiertas en los 90, Olga se cruza con un viejo amigo del pueblo, José Ignacio Amelivia, que en realidad se llama José Luis pero tuvo un padrino vasco empeñado en que llevase el nombre del patrón de Bizkaia. «En EL CORREO -se ríe José Ignacio- vinieron una vez unos folletitos hablando de Briones, de Ezcaray... Y el de Casalarreina decía: 'Llegan los colonos vascos'. Para mí aquello era la repera: teníamos una tienda de ultramarinos de esas que vendían desde fruta hasta un calcetín o una braga».
- ¿Y ya se ligaba con las veraneantes?
- ¡Aquí hemos ligado la órdiga!
Para algunos, como Juan Antonio García, de Zumarraga, venir a Casalarreina supone regresar a la tierra de sus mayores: «Los padres eran de aquí y emigraron allá, pero seguíamos viniendo todos los años, y bien a gusto. ¿Ya te han contado que nos tirábamos del puente?», sonríe Juan Antonio, que en el año 2000 decidió dar el paso de comprarse un piso en el pueblo con su mujer, Carmen Amondarain. Otros han ido todavía más lejos y han acabado asentándose en Casalarreina de manera definitiva. Marisa Paredes, de Portugalete, empezó a venir cuando tenía 15 años, con sus padres: «Nos gustó a todos. Había mucha juventud. Mis padres decidieron comprarse una casa, que fuimos arreglando nosotros mismos. Y, cuando abrió el restaurante de La Cueva de Doña Isabela, mi madre empezó a trabajar en él y nos mudamos aquí. Mi novio también se vino y encontramos trabajo nada más llegar», relata.
Mocedades y Baccara
Marisa y aquel novio tan lanzado, Rafa, hoy marido, regentan desde 2015 el bar Galigón, que también ocupa un hueco muy relevante en la memoria casalarreitera: originalmente se llamaba Galygom (de Galilea y Gómez, los socios fundadores) y fue una discoteca por donde pasaron estrellas de la época como Mocedades, María Ostiz, el dúo Báccara, Isabel Tenaille, Micky o Bigote Arrocet. «Lo mejor de este pueblo es la tranquilidad -elogia Marisa- y que aquí todos nos conocemos y nos saludamos. En realidad, saludas también a los desconocidos. Es otra manera de ver la vida: en Portu, decías 'buenos días' al subir al autobús y a lo mejor no te contestaba ni el chófer».
Hoy a nadie se le ocurre ya brincar desde el puente -para empezar, porque aquel río de los recuerdos era más profundo que el de la actualidad-, pero los niños siguen disfrutando de una libertad que en otros sitios se les niega. Durante unos días, unas semanas o unos meses, pueden escaparse de esa vigilancia constante a la que les someten sus padres e ir de aquí para allá en cuadrillas, sacando todo el jugo a las vacaciones. Daniel Sebastián, del barrio bilbaíno de Miribilla, vuelve en bici con sus hijos Nagore y Andoni: se han ido hasta Cihuri, a cinco kilómetros, y regresan trazando planes para el resto de la jornada. Al pobre padre le va a tocar teletrabajar: «Mi mujer y yo somos los dos informáticos. De hecho, ahora mismo ella está en casa, teletrabajando también. Llevamos viniendo a La Rioja desde que mi hija era pequeña: primero a Castañares y luego ya a Casalarreina. El clima es muy bueno, es muy tranquilo, los pueblitos son preciosos y puedes hacer una buena excursión todos los días».
¿Y qué hay de los dos jóvenes? ¿Cómo van a llenar este día que tienen por delante? Andoni está pensando ya en bajar a la plaza para echar un partido de fútbol. ¿Con amigos de allí o de aquí? «Los de la cuadrilla son de allí, pero para jugar al fútbol nos juntamos con los del pueblo». Nagore, por su parte, ha quedado con su amiga Ane para «ir a la piscina o a lo mejor al río», lo que se les antoje al final. Los interminables veranos de la infancia, cuando el tiempo parece elástico e inagotable, duran todavía más en un lugar como Casalarreina.
«Solo con el tiempo que ahorro en aparcar, tengo otra vida»
No todos los vascos de Casalarreina son veraneantes, ni mucho menos: en gran cantidad de casos, han acabado convirtiéndose en residentes fijos, como si el verano hubiese ganado su pulso con el resto del año. Mavi Aguilera, alavesa de Zurbano, empezó a venir «de turista» en la adolescencia, pero su familia había tenido un restaurante en Vitoria y acabó haciéndose cargo aquí del Oasis. «En verano, prácticamente toda nuestra clientela es vasca», explica. A los de las segundas residencias y al turismo familiar más ocasional se suman los autocares del Imserso venidos desde Euskadi. Begoña Fernández, de Bilbao, comenzó a frecuentar La Rioja por el asma de su hija y también ha terminado quedándose: «Vivo en una urbanización y estoy como en casa. De hecho, hay muchísima gente de Bilbao que vive aquí o de Vitoria que va y viene: en mi zona, la gente es vitoriana y un poco más allá son de Donosti. Al principio, el único problema es que necesitas más el coche, pero Casalarreina siempre ha tenido de todo: gimnasio de taekwondo, pista de pádel, piscinas... Eso sí, sigo comprándome la ropa en Bilbao».
Y, hablando de coches, otro bilbaíno, Txomin Ruano, resume en una sola frase la experiencia de vivir en las tranquilas localidades de la Rioja Alta: «Solo con el tiempo que pierdo en Bilbao buscando sitio para aparcar, aquí es como si tuviese otra vida».