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Nada había preparado a Fidel y Tamara -él de Sestao, ella de Santurtzi- para el giro copernicano que iban a sufrir sus vidas. ... Fue durante una excursión a Wamba, un pueblo vallisoletano de raíces visigóticas, rodeado de campos de colza y de girasol, de alfalfa y trigo, punteado aquí y allá por aerogeneradores que, cuando se apaga el viento, suenan como flechas que le pasan a uno rozando. A la salida de Santa María compraron un catálogo, 'La Ruta de los Castillos', y decidieron que, por una vez, estaría bien que las páginas que habían escrito otros les sirvieran de guion. Fue así como llegaron a Urueña, la villa medieval levantada sobre un otero y rodeada por una muralla del siglo XII. «Fue un flechazo», coinciden en señalar.
Compraron una casa pequeña, arrimada a esa suerte de empalizada de piedra que otros levantaron cuando Saladino guerreaba por hacerse con Jerusalem. Era otro mundo, uno donde el silencio es dueño y señor y las mañanas llegan acompañadas del zureo de las palomas y el trino de las golondrinas. Quiso entonces el destino que su profesión les arrancase de allí y los enviase a Ceuta y Melilla, donde pasaron casi una década retratando y escribiendo sobre el yihadismo, el narcotráfico, la inmigración que salta la valla que separa el Primer Mundo del Tercero. Pero, sin saberlo, ya habían echado el ancla. Tierra adentro.
Urueña es conocida como la Villa del Libro, una iniciativa de la Diputación de Valladolid para poner en valor un rincón de la Castilla profunda, acosado por el envejecimiento de la población, la falta de servicios y un frío en invierno que pela. Eso sí, lectura no les falta. Hay doce librerías, aunque eso no significa que estén todas abiertas ni que las que lo hacen lo hagan todos los días. 'Primera Página', volcada en textos periodísticos y de fotografía de viajes, y 'El Grifilm', de cine, son las irreductibles. Y 'Alcaraván', que funciona también como colmado. El resto abre en fechas señaladas o cuando se acuerdan, sin atender esa lógica mercantilista que impera fuera de la muralla. Es el caso de la 'Boutique del Cuento', de 'Páramo', del 'Rincón del Ábrego', donde un fragmento del 'Aleph' de Borges saluda a los visitantes desde el dintel de la puerta. «El punto donde convergen todos los puntos del universo infinito», dice.
Y si les choca que ese puñado de vecinos tenga una oferta cultural acorde una ciudad de tamaño medio, esperen a saber del taller de encuadernación de Rosita y Fernando, de la Fundación cultural Joaquín Díaz, del Museo de la Música Luis Delgado... ¿Saben? Siempre se ha discutido sobre si en Urueña había más librerías que bares, pero ni a Raquel, que atiende la barra del 'Pago de Marcelí', ni a Luis y Olga, del Bar de la Plaza, les importa gran cosa con tal de que la gente siga entrando a probar su picadillo de chorizo con huevos.
Es Urueña un rincón de belleza austera que le permite a uno sumergirse en esas noches en que las estrellas se despliegan sobre la bóveda celeste, esperando, como diría Sabina, que asome la madrugada para colgarse del cuello de una nube. Así, Fidel y Tamara viven estos días un confinamiento por partida doble, porque al hecho de estar encerrados en la librería, preparando pedidos por internet y atendiendo las redes sociales, se le suma esa muralla almenada que se apoya sobre la escarpadura, dominando el páramo. Urueña es enteramente peatonal y aunque los registros certifican que hay 180 vecinos censados, ahora apenas están abiertas medio centenar de casas y los niños no llegan a la media docena.
Esa soledad alcanza su máxima expresión recorriendo cada mañana el camino de adarve, que bordea el Corro de Santo Domingo o la calle Lagares y se asoma por el lado oeste sobre los campos de colza y alfalfa, entre caminos polvorientos de tierra y grava. La niebla se extiende sobre el valle como un enemigo emboscado y envuelve el pueblo, que visto desde abajo emerge incongruente, como un barco fantasma que hubiera quedado varado en la meseta.
Urueña es la excusa perfecta para adentrarse en Tierra de Campos, esa mancha parda que se extiende entre las provincias de Palencia, Valladolid, Zamora y León. Es el epítome de la España despoblada, tantas veces retratada por Miguel Delibes, por Cristina García Rodero, por Ramón Masats; los jornaleros apostados al borde del camino protegiéndose del frío con mantas zamoranas, mientras el viento levanta nubes de polvo en encrucijadas que se han formado no se sabe muy bien cómo. Ahí donde los ven, sus habitantes desciendan de aquellos 'castellanos viejos' que engrosaron los ejércitos de los Austrias y marcharon en tromba al Nuevo Mundo.
A 25 kilómetros de Urueña se levanta Medina de Rioseco, una población que gozó de prestigio antaño, sustentado en el comercio de la plata que llegaba de las India. Sus ferias, equiparables a las de Medina del Campo, y sus iglesias, levantadas con donaciones y herencias de los que hicieron fortuna en ultramar, han llegado hasta nuestros días. Igual que la Semana Santa, declarada de Interés Turístico Internacional, con los pasos recorriendo en procesión ese dédalo de calles que discurre entre soportales de piedra y madera, que desafían el paso del tiempo.
Cerrando el triángulo está Wamba, la única localidad española que empieza por 'W', lo que certifica su origen visigodo. Su principal atractivo es la iglesia de Santa María. O quizá sería mejor decir su osario, el mayor de España y el único visitable. Un hallazgo macabro que hunde sus orígenes en la noche de los tiempos y que ha llegado hasta nuestros días prácticamente de milagro, ya que las corrientes subterráneas que corren bajo los cimientos del templo han derribado muros, erosionado columnas y amenazado su conservación. Los osarios han sido desde siempre objeto de todo tipo de leyendas. Los cristianos no podían incinerar a sus difuntos, debían enterrarlos, a poder ser en las inmediaciones de una iglesia -o dentro- por aquello de tener más fácil la entrada al Paraíso.
Las supersticiones entraban en colisión con la falta de espacio, y el resultado fue un batiburrillo de restos que engordó con el paso de los siglos hasta convertirse en un problema de salud pública. Cuentan que el científico Gregorio Marañón vino al pueblo y cargó dos camiones con estos restos para llevarlos a Madrid y que los alumnos de Anatomía tuvieran con qué hacer sus prácticas. Ahora son los turistas los que perturban el sueño de los Justos bajo la bóveda de piedra, buscando muecas imposibles en las calaveras que se amontonan como melocotones en la frutería.
Cuando se cansen de emociones fuertes y de espacios claustrofóbicos sobre los que planea la Muerte, no tienen más que salir al encuentro del sol, que en esta tierra se sobrepone a las nubes la mayoría de los días del año. Los parques eólicos han invadido la planicie y cada vez son menos los espacios que han logrado mantenerse ajenos a este signo de los tiempos. Quedan los palomares, esa prolongación vertical de la arcillosa tierra castellana, muchos desmoronados, otros cuidados con el esmero propio de un antropólogo. Y las bodegas, cuyas chimeneas asoman del suelo en Ampudia, en Mucientes, en Dueñas, en Fuensaldaña. La promesa de un banquete a base de pichones, cordero, morcilla o pisto, de pan castellano empapado en Cigales.Ya lo dice el refrán: donde fueres, haz lo que vieres.
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