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Salamanca, lunes, 12 de octubre de 1936, primera hora de la tarde. Miguel de Unamuno sale de su casa del número 4 de la calle Bordadores y camina hasta el casino, muy cerca de la plaza Mayor. Cruza el amplio salón central de la sede ... de esa entidad de la que fue elegido presidente días antes de tener que salir hacia su destierro -han pasado doce años desde entonces- y se dirige a su mesa de siempre, situada junto a una cristalera que da a la calle Zamora. En ese momento, algunos abucheos se imponen sobre los murmullos que se han desatado con su llegada. «Desde la balaustrada del primer piso, alguien gritó '¡Buque a la vista!', como para dar a entender que había llegado el enemigo», explica en el mismo lugar de los hechos Pablo Unamuno, el nieto más joven del escritor y el único de los nueve que aún viven que reside en la ciudad. La tensión va en aumento y alguien llama a Rafael, el octavo de sus nueve hijos, para que se lo lleve a casa. «Un directivo del casino les sugiere que abandonen el edificio por la puerta de atrás, que da a la plaza de la Libertad, pero mi abuelo dice que él no piensa salir por una puerta distinta a la que había usado para entrar». Y por ella se marcha para regresar a su hogar triste de viudo, colindante con un bello inmueble de piedra de siniestro nombre: la Casa de las Muertes. «Apenas volvió a salir a la calle. Vivió un confinamiento de hecho porque siempre había alguien en la puerta vigilando, con la orden estricta de no dejarlo subir a un coche». Fueron los 80 días más amargos de su vida, los posteriores al final de la película de Alejandro Amenábar. Este periódico ha recorrido acompañado por su nieto los escasos escenarios de su biografía en sus dos meses y medio finales, del paraninfo de la Universidad donde protagoniza su último acto público, al cementerio. Es el decorado en el que se mueve el Unamuno postrero; un Unamuno amargado, perplejo y que se va cargando de razones en sus críticas a unos militares rebeldes a quienes apoyó en los primeros días del golpe de Estado.
La que fue vivienda de Unamuno ocupa el primer piso y se abre a la calle Bordadores con dos pequeños balcones. Una placa colocada en la fachada, junto al portal, recuerda que ahí residió y murió el Rector por excelencia de la Universidad de Salamanca. No hay más referencias porque se trata de una vivienda particular que, por tanto, no puede ser visitada. Pablo Unamuno mira hacia la fachada. «De aquí salió mi abuelo la mañana del 12 de octubre para dirigirse al Paraninfo y aquí regresó inmediatamente, tras el acto», explica. Fue un paseo breve, de menos de diez minutos.
El nieto pequeño del escritor y el periodista cruzan la plaza Mayor para ir hacia el Paraninfo y se encuentran con Jesús Málaga, que fue alcalde de la ciudad durante doce años y subdelegado del Gobierno otros ocho. Ahora está escribiendo un libro de historia local. Es él quien aclara que el Paraninfo donde tuvo lugar uno de los episodios más importantes en lo simbólico de la Guerra Civil era en aquel 1936 algo distinto. Se trata de una sala solemne, de techo alto, artesonado de madera y bancos tapizados con tela roja. «En aquella época, la presidencia estaba en el lado opuesto al que se encuentra ahora. Y la puerta de acceso, donde se hizo la famosa foto con el obispo Plá y Deniel, rodeados de falangistas, no es la actual, sino una que se abre a la plaza de Anaya, frente a la catedral».
A estas alturas, tras las aportaciones de Emilio Salcedo, Póllux Hernúñez y Colette y Jean-Claude Rabaté, parece claro que la frase lapidaria dirigida a Millán Astray («Venceréis pero no convenceréis») no fue dicha así, aunque ese fuera el espíritu. «¿Polémica sobre lo que dijo?». Pablo Unamuno se detiene un momento en la calle, camino del Paraninfo. «Algo pasó, desde luego, porque lo destituyeron de inmediato y estuvo prácticamente confinado en su casa». El historiador y cronista Francisco Blanco, que preside la Asociación Amigos de Unamuno, cree que «no hubo tanta teatralidad en ese acto como se ha dicho, pero hay que situar el momento: Salamanca era la capital de la zona nacional, en esos días estaba llena de nazis y fascistas y la guardia sembraba el temor entre la población civil. Había una ametralladora que disparaba al aire de vez en cuando solo para sembrar el terror. Eso explica también el silencio cobarde de la mayoría cuando esa tarde entró en el casino», explica en una larga conversación con este periódico.
Polémica sobre el Paraninfo
Cuando su hijo Rafael lo rescató de allí, el más famoso miembro de la Generación del 98 fue consciente de la gravedad de lo sucedido. «A partir de ese momento, se acabaron las caminatas por la carretera de Zamora y las tertulias», explica Pablo Unamuno. La ciudad que lo había despedido cuando salió al destierro con una ovación de veinte minutos en la estación de tren y que lo recibió a su regreso como a una estrella del espectáculo; la ciudad que lo aclamó cuando proclamó la República desde un balcón del Ayuntamiento en abril de 1931 y de la que era alcalde honorífico hasta su destitución en esos días aciagos de octubre de 1936, le fue esquiva. Francisco Blanco reitera la causa: el terror que se había instalado en sus calles. Y lo ejemplifica en un caso: el de un guardabarrera que vigilaba un paso a nivel próximo al cementerio, que escuchaba cada noche los disparos de los fusilamientos, y terminó por enloquecer.
En esa ciudad atemorizada en aquel otoño oscuro y ventoso, el escritor «salió muy poco de casa y apenas pudo pasear (él no decía 'circular' sino 'cuadrar') por la plaza Mayor», recuerda su nieto. «Este es el corazón, henchido de sol y de aire, de la ciudad, el templo civil sin otra bóveda que la del cielo», había escrito sobre ella.
Durante las semanas previas a su muerte, se dedicó a escribir cartas y recibir algunas visitas. Ir a verlo suponía significarse, así que solo lo hacían quienes estaban a salvo. Paradójicamente, uno de quienes más se prodigaban por su piso era Diego Martín Veloz, «un cacique que tenía capacidad para decidir quién vivía y quién moría en aquellos días», explica Blanco. Años atrás, habían sido enemigos irreconciliables. El bilbaíno lo había combatido con la palabra; Martín Veloz, poco dado a sutilezas, lo había hecho a su manera: había puesto de nombre 'Unamuno' a uno de sus burros.
La guerra fue el peor de sus achaques. El escritor griego Nikos Kazantzakis, autor de las novelas 'Zorba el griego' y 'La última tentación de Cristo', lo había visitado poco antes del episodio del Paraninfo y lo encontró «súbitamente envejecido, literalmente hundido». Entre noviembre y diciembre se consumió. Cuando el falangista y profesor ayudante de Derecho Bartolomé Aragón, que había sido su alumno, fue a verlo a las cuatro y cuarto de la tarde aquel 31 de diciembre -el diario 'El Adelanto' ofrecía el dato con toda precisión en la información en la que daba cuenta de la muerte-, se encontró una sombra del hombre que había sido. Con él estaba cuando sufrió un desvanecimiento del que ya no se recuperaría.
Abucheado en el casino
«El entierro fue al día siguiente, en la iglesia de la Purísima, conocida como de las Agustinas de Monterrey». Pablo Unamuno lo explica sentado ante el templo, en una plaza formada en otro de sus lados por la pared lateral del Palacio de Monterrey, propiedad de la Casa de Alba. La nave de la iglesia, cuyo retablo está dominado por una impresionante 'Inmaculada' de José Ribera de cinco metros de altura, estaba prácticamente llena. Fernando y Rafael Unamuno, hijos del escritor, presidieron el acto, junto al rector Esteban Madruga y el profesor Ramos Loscertales, que habían estado en el Paraninfo el 12 de octubre. El cortejo fúnebre recorrió el camino hasta el Campo de San Francisco. Dos grupos de cuatro falangistas llevaron el féretro a hombros. Víctor de la Serna, en nombre del jefe nacional de Falange, encabezaba la delegación. Entre los catedráticos que llevaban las cintas estaban García Blanco y Maldonado.
En la puerta de San Bernardo, el féretro fue introducido en un coche y trasladado al cementerio. Allí hubo un «acto patriótico». Cuenta la crónica del funeral que, al introducir el ataúd en el nicho, un jefe de la Falange rompió el silencio con un grito: «¡Miguel de Unamuno y Jugo! ¡Presente! ¡Arriba España!». «Una vez tabicado el nicho y rezado el responso por el capellán del cementerio -terminaba la información-, la comitiva se retiró del camposanto». Comenzaba el año 1937.
Sus restos reposan en el nicho 340, en lo más alto de una de las paredes que delimitan el cementerio, ahora vecino de un campus de la Universidad de Salamanca llamado precisamente Miguel de Unamuno. La familia del escritor ocupa otros dos nichos contiguos: ahí están su esposa, varios de los hijos -no todos, uno de ellos fue enterrado en un panteón propiedad de la familia de su mujer-, su hermana y una tía. Bajo el nombre del escritor y las fechas y lugares de su nacimiento y muerte están grabados unos versos suyos: «Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,/ misterioso hogar,/ dormiré allí pues vengo deshecho/ del duro bregar». «He visto en no pocas ocasiones que el cura que oficia aquí los responsos utiliza esos versos», explica Pablo Unamuno. «Antes solía haber siempre flores en el nicho. No supimos quién las ponía. Desde hace veinte años, la Asociación Memoria y Justicia hace aquí un acto cada 31 de diciembre». Lo dejó escrito él mismo: «Cuando yo me muera/ guarda, dorada Salamanca mía,/ tú mi recuerdo».
Sus avalistas para el Nobel Tres de los cinco avalistas de Unamuno para el Nobel estuvieron en Paraninfo y tuvieron papeles destacados. Esteban Madruga, que firmó su candidatura en 1935, era en ese momento vicerrector. Estuvo sentado en una de las filas laterales y fue uno de los primeros que se levantaron para estar junto a él al final del acto, tras las palabras de Millán Astray. José Mª Ramos y Loscertales y Francisco Maldonado (junto a José Camón Aznar y Manuel García Blanco presentaron su candidatura en 1936) fueron dos de los oradores. Las palabras de Maldonado suscitaron el célebre discurso improvisado de Unamuno.
Otros asistentes El acto reunió a muchos políticos e intelectuales. Entre ellos, Pedro Sainz Rodríguez (más tarde ministro de Educación en la zona nacional), falangistas como Felipe Ximénez de Sandoval y Luis Moure Mariño, Francisco Casanova (Renovación Española), el duque de Alba, el marqués de Castelar, el conde de Sástago y el obispo Enrique Plá y Deniel, que acompañaba a Carmen Polo, que llegó tarde al acto. También estaba Dionisio Ridruejo.
80 días vivió Unamuno después del acto del Paraninfo y su inmediata destitución como Rector. En ese tiempo salió muy poco de casa, dejó de frecuentar sus tertulias del casino y el café Novelty (al que prácticamente no volvió) y su vida social se limitó a las visitas que recibía y la correspondencia intensa que, como siempre, mantuvo con amigos, colegas y conocidos de todo el mundo.
«Los falangistas querían a Unamuno como ideólogo porque tenían algo en común, como el rechazo al nacionalismo y la división de España y la defensa de la civilización cristiana. Pero él fue un social liberal toda su vida». Lo explica Francisco Blanco, cronista e historiador, que ha estudiado en detalle la peripecia del escritor vasco en sus últimos años. Esa proximidad que los falangistas buscaban llegó hasta el final:el féretro de Unamuno salió de la iglesia a hombros de cuatro de ellos. Menos de dos años antes, el 10 de febrero de 1935, había habido un mitin falangista en Salamanca. Francisco Bravo, delegado de la organización en la ciudad, habló con Unamuno para que recibiera en su casa a José Antonio y Rafael Sánchez Mazas. El encuentro duró dos horas. Luego, los cuatro recorrieron los 650 metros que separan la casa del Teatro Bretón, donde tendría lugar el acto político. Unamuno asistió al mismo en silencio. Luego diría que lo había hecho por curiosidad intelectual. «Pero toda la ciudad lo vio cruzar la plaza Mayor con José Antonio. Asistir a ese acto le costó el Nobel de ese año», aventura Francisco Blanco. Unamuno fue candidato al premio en 1935 (quedó desierto, fue una de las pocas ocasiones en que ha sucedido) y 1936 (lo ganó Eugene O'Neill).
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