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María José Carchano
Martes, 19 de noviembre 2024, 07:40
La parroquia María Madre de la Iglesia de Catarroja no tiene siglos de antigüedad ni su interior alberga obras de arte con valor histórico. «Ni falta que hace», sentencia un voluntario, mientras descarga una furgoneta llena de material escolar que acaba de llegar. Impresiona la ... nave central del templo, convertida en un almacén logístico de productos de primera necesidad que ya querrían algunos. Donde antes había bancos donde rezar y escuchar misa ahora hay estanterías que llegan hasta el techo, y apenas se ve el crucifijo del altar detrás de pañales, papel higiénico, lejía y pan bimbo. «No sé qué haríamos sin su ayuda», dice llorosa Pilar, una vecina que espera en la larguísima cola a que le toque el turno para la comida caliente. Hoy reparten legumbres guisadas y arroz con verduras.
Antes de las ocho de la mañana, Joan Magraner y el equipo de voluntarios que coordina ya está barriendo la plaza y adecentando la parroquia. «A los pocos minutos tenemos que empezar a repartir». Con las botas llenas de barro, el alzacuellos, una bolsa de supermercado al hombro y el móvil pegado a la oreja, el párroco, que se llama José Vicente Alberola, aparece en la iglesia, y apenas tiene tiempo de contestar a algunas preguntas para seguir con la intensa actividad que ha desarrollado desde que, dos días después de la DANA, y todavía con el shock en el cuerpo, llegaron treinta chavales coordinados por la parroquia Santiago Apóstol de Valencia. El objetivo era convertir la iglesia en el centro de ayuda más importante con el que cuenta Catarroja, y para ello trabajaron toda la noche limpiando sin parar.
Tras ellos, como en un engranaje que ha funcionado a la perfección en medio del caos, apareció Joan. Como cada vecino de Catarroja, todavía se acuerda de aquella tarde del 29 de octubre, en casa con sus tres hijos de 11, 7 y 4 años, mientras su mujer tardó tres días en volver a su casa.
Desde que pudo bajar a la calle supo que su deber era con quienes habían perdido más que él, que vive en un piso. «Yo me he quedado sin coche». Todavía no ha vuelto a su puesto de trabajo en el departamento de calidad de una empresa cárnica ubicada en la A-3 por la imposibilidad de llegar, así que se ha volcado en la parroquia. «Trabajamos hasta catorce horas al día», asegura Joan, convertido en el mago que hace funcionar este engranaje.
El templo no es sólo un punto de entrega de alimentos y productos de primera necesidad, sino que es también un lugar donde encontrar atención psicológica, donde mantener a los niños ocupados en una ludoteca improvisada e incluso donde cortarse el pelo al aire libre gracias a peluqueros voluntarios.
Pero no lo han tenido fácil. «Todos los días tengo que ir a buscar la comida caliente a las afueras del pueblo porque no dejan pasar al camión», cuenta Joan, mientras observa jugar entre estanterías a sus hijos, que todavía no tienen colegio. A veces se sube a una ambulancia, o a un camión del Ejército, que le sirven de transporte improvisado para hacer llegar la comida a la parroquia. También han tenido problemas con el punto de atención sanitaria, porque desde la Conselleria de Sanidad les han puesto trabas para que los médicos y enfermeros voluntarios que echaban una mano pudieran desarrollar su labor. «Todo lo que hemos conseguido aquí ha sido gracias a la ayuda de voluntarios; hemos llegado a tener hasta un centenar los fines de semana. También de muchas empresas».
Una de las labores más importantes que está llevando a cabo la parroquia y su ejército de voluntarios es la atención domiciliaria. «Preguntamos, casa por casa, qué necesitan». Y necesitan de todo. «Aún estamos esperando que aparezca por aquí alguien del Ayuntamiento. Si no fuera por la parroquia nos habríamos muerto de hambre», dice un vecino, que se va contento a casa con dos raciones de arroz.
Para no perder el sentido eclesiástico de la iglesia, el párroco ha habilitado la capilla como lugar de oración de nueve a seis de la tarde, cuando cae el sol y la avenida de la Rambleta se queda casi a oscuras. En esas mismas condiciones, sin luz y con el agua al cuello, dos feligreses entraron aquel 29 de octubre a salvar el Sagrario. «Hay mucha gente muy implicada en esta parroquia», agradece José Vicente, que ha conseguido la proeza de dar de comer a tres mil personas y ayudar a un total de siete mil casi cada día.
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