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ana del castillo
Lunes, 13 de enero 2020, 16:10
Alejandro Ramírez pudo notar por unos segundos cómo los cimientos de su edificio se tambalearon. Con el primer estruendo, tumbado en la cama, a oscuras y con los ojos aún cerrados, se preguntó qué había sido ese atronador ruido. Con la segunda 'explosión', corrió hacia la ventana: «Pensé que había ocurrido algo en la GSW, pero cuando subí la persiana y vi aquello, me quedé pálido». Pero el suceso no era en la vecina fábrica de Global Steele Wire, en Santander. La estampa que se encontró no podía ser más desoladora. El parque infantil y el campo de futbito, donde los residentes de los cuatro bloques de la calle Tomás y Valiente hacen «vida a diario» y donde habitualmente hay niños jugando, estaba hundido sobre el aparcamiento subterráneo. A Ramírez se le heló la sangre pensando en que algún vecino pudiera estar atrapado en el garaje. Eran las seis y media de la mañana y comenzaron a sonar los timbres. «La Policía nos pidió que bajáramos corriendo de casa», cuenta.
Daniel González, del bloque A (uno de los más afectados), llegó a ver cómo la zona Sur, donde se ubicaba la pista de futbito, se derrumbaba: «El primer golpe me despertó. En ese momento me asomé a la ventana y vi cómo cayó todo. Comenzó a salir mucho humo y polvareda y a los diez minutos vino la Policía a precintar la zona y a desalojarnos». González ha perdido la moto que llevaba pagando hace tan solo un año y el coche de su madre.
A las siete y media de la mañana, con seis grados de temperatura en la calle, Cristina Balza acunaba nerviosa el carro de su bebé de un mes y cinco días con la incertidumbre de no conocer la magnitud del hundimiento. «Estamos en shock. Te asomas al balcón y dan ganas de llorar. Y ahora tenemos miedo de que esto pueda afectar a nuestras viviendas. No me atrevo a volver a subir», contaba esta mañana, a pesar de las advertencias tanto de la alcaldesa de Santander, Gema Igual, como de la Policía Nacional de que podía volver a sus viviendas con total normalidad.
María Rosa Anero y su marido fueron de los primeros en bajar, a las siete de la mañana, al portal de su bloque, el tercero. Era aún de noche y los 1.800 metros cuadrados hundidos se ocultaban bajo la oscuridad. «Estábamos en la cama, hemos oído una explosión y acto seguido la Policía nos ha llamado a la puerta para que saliéramos de casa. Oímos a una chica gritar porque se había quedado atrapada en el ascensor, que subía y bajaba sin parar», cuentan.
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Pasado el susto, vestido ya con ropa de calle, y cabreado, muy cabreado, Javier Conde lamentaba que finalmente haya ocurrido lo que los vecinos llevaban años vaticinando: «Si pasa a las seis de la tarde, aquí hay cien muertos y noventa son niños. Llevamos cinco años denunciando que hay filtraciones de agua, a veces se acumulaban hasta tres centímetros y algunos residentes compraron fundas para proteger sus coches por las goteras. Bajabas al parking y había zonas por las que no se podía pasar. Al final, pasó lo que nos temíamos, menos mal que ha sido un mal menor», cuenta Conde.
A Andrea Pilia le despertó su mujer. Lo primero que le dijo fue que había escuchado un ruido «raro» y que segundos después una de las puertas del garaje «salió volando», aunque en realidad la onda expansiva reventó todas las entradas peatonal y de vehículos tras el hundimiento.
«Afortunadamente no tenemos coche, pero la preocupación ahora es que no pase más. Hay muchas filtraciones de agua que pueden llegar a afectar a los edificios», dice temeroso Pilia.
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