CECILIA CUERDO
Martes, 10 de septiembre 2019
Hecha un mar de lágrimas, de las que se reponía de repente para responder a las preguntas del fiscal, Ana Julia Quezada trató de desmontar ayer la imagen de una mujer perversa que eliminó al elemento que se interponía en su relación sentimental. La autora ... de la muerte del pequeño Gabriel Cruz reconoció que acabó con su vida, pero mantuvo que fue un accidente. «Cuando le quité la mano de la boca ya no respiraba, y me bloqueé», justificó. Su relato prosiguió subrayando que los días siguientes actuó medicada «para tapar su conciencia» y que no fue capaz de explicar lo ocurrido a nadie, ni siquiera a sus más allegados. «No sabía lo que hacía, quería que me descubrieran porque no podía aguantar más ese secreto», resaltó.
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Quezada basa su defensa en la ausencia de premeditación y ensañamiento, como quiere probar la acusación particular con los informes médicos. Por el contrario, ella se presentó como una víctima, una mujer que no supo cómo actuar tras acabar con la vida del hijo de su pareja. «¿Cómo podía contárselo?», se preguntó, «no pensé en nada, sólo en que le he quitado la vida a un niño, al hijo de mi pareja». Un daño psicológico que centró precisamente la sesión de la tarde, cuando tanto los padres de Gabriel Cruz como su abuela y una de sus primas declararon a puerta cerrada.
La acusada presentó al pequeño como un niño muy educado, con el que nunca tuvo problema alguno o desavenencia. Al contrario, intentó mostrarse cómplice y se mostró como la abnegada novia que se hacía cargo del hijo de su pareja cuando a éste le tocaba según el régimen de visitas establecido y tenía que trabajar. Sin embargo, no pudo explicar cómo, de repente, la tarde del 27 de febrero en que se ofreció a hacer tiempo para ir a jugar en la finca de Rodalquilar, en la localidad almeriense de Níjar y mientras sus primos terminaban de comer, el niño comenzó a insultarla, llamándola «negra fea» e instándola a regresar a su país para que así sus padres pudieran retomar la relación.
El «secreto»
El papel de víctima
La versión de Quezada es que se puso nerviosa y «trató de acallarle». Por esos nervios no recordó los detalles, tan solo que le puso la mano en la cara, tapando boca y nariz, y que cuando la apartó, «el niño ya no respiraba, estaba en el suelo». «Le puse la mano en el pecho para ver si respiraba, y no respiraba, me quedé bloqueada. Empecé a fumar como una loca, salía, entraba...», afirmó. Tras confirmar que lo había matado, decidió cavar una fosa y ocultarlo, aunque para ello tuvo que ayudarse de un hacha porque el cuerpo sobresalía. A cada detalle la mujer se derrumbaba, tapaba su rostro con las manos y al levantarlo, miraba a la cámara que graba la sesión y pedía perdón a la familia de Gabriel y a su propia hija.
El relato de los días siguientes hasta que fue detenida el 12 de marzo es una nebulosa para ella porque los pasó «hasta arriba del diazepam que tomaba para limpiar mi conciencia». A ese estado atribuye las pérdidas del móvil, que según la investigación eran intentos de despistar sobre su posición. También el falso hallazgo de una camiseta del pequeño, justo en las inmediaciones de la casa de una expareja con la que terminó de malas formas. «No sé ni lo que hacía, no sabía que hacer», insistió, «quería que me detuvieran, no podía más con ese secreto».
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Su papel de víctima se extendió hasta el momento de su detención, cuando aseguró a los policías que la habían grabado trasladando el cuerpo del niño de la fosa hasta su coche que ella no había sido. Según explicó ayer de forma sorpresiva, en realidad quería dejarlo en la vivienda de la casa familiar de Vícar para que fuera descubierto, mientras ella acababa con su vida en el piso superior después de dejar sendas cartas de arrepentimiento y perdón a su hija y al padre de Gabriel.
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