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Dolores se quedó embarazada dos veces y las dos perdió el bebé que esperaba. Con 27 años, decidió ponerse en manos de la ciencia y se sometió a un tratamiento con embriones congelados, el primero que se hacía en España. A la tercera fue la ... vencida. Y nació A. Y Dolores cumplió, por fin, su sueño de ser madre.
Ella y su marido imaginaron, como cualquiera cuando es padre, que lo que venía después era un paseo en familia por la playa, en un día soleado y luminoso de verano. Pero a ellos, como en el anuncio, les tocó el invierno. Una carretera sinuosa por la montaña entre el gris, la lluvia y la tormenta. El sueño no resultó ser como habían imaginado.
Dolores acudió con un ojo morado al juzgado para denunciar -imaginen el trauma para una madre- que su hijo le había pegado. A. sólo tenía 11 años. Aunque las agresiones han sido muchas más, Dolores sólo lo ha vuelto a denunciar en dos ocasiones y las dos, por su gravedad, acabaron con A. entre rejas. «Yo no sé cómo estoy viva», confiesa.
La semana pasada, A., que ahora tiene 36 años, arrojó por la ventana a Luna, el pit bull que él mismo adoptó y que ella se encargó de registrar como suyo. Lo lanzó desde una undécima planta y envió un whatsApp a su madre donde lo confesaba. La perra no sobrevivió. Dolores asegura que el detonante fue el de siempre: discutieron porque ella no quería darle más dinero.
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Cuesta entender que Dolores aún afirme que A. quería mucho a Luna. «Por favor, que esto no lo deriven como un maltrato animal, es una persona que tiene un impulso y no es capaz de controlarlo», asevera. Eso sería quedarse en la epidermis, en el titular fácil, y este caso tiene raíces mucho más profundas. Porque A. sufre, según su madre, un problema de salud mental que nunca estuvo bien diagnosticado -lo que más se le aproxima es un trastorno mixto de la personalidad- y Dolores se ha visto sola, desbordada, golpeada y arruinada ante una situación para la que ni las instituciones ni la sociedad ofrecen soluciones.
No tardaron en darse cuenta de que algo sucedía. A., un niño «muy buscado» que acabaría siendo hijo único, empezó a tener un comportamiento extraño en la guarde. «En los colegios nos decían que no se comportaba con normalidad. Del Limonar prácticamente lo echaron. En el San Pablo formó un lío y rompió el mobiliario en el despacho del director», relata.
Empezaron los cambios de centro, los psicólogos, las terapias… «Matar moscas a cañonazos por la propia inexperiencia», reconoce ella. «Después de que me pusiera el ojo morado, lo metimos en el internado de los Salesianos, en Antequera. Pero cuando salía los fines de semana luego no quería volver». En esas fechas, el matrimonio se rompió y Dolores asumió la crianza del menor.
A. siguió agrediendo a su madre y empezó a romper cosas, según cuenta su madre. Dolores, que buscaba el modo de enderezar el arbolito, lo apuntó a un curso de cocina en la Universidad Laboral. Pero no iba a clase ni mostraba interés alguno por las asignaturas. También intentó llevarlo a Barcelona para seguir unas terapias con caballos que decían que funcionaban.
La juventud de A. discurrió entre internados de menores, psiquiátricos y celdas. «Él siempre dice que ha estado mejor en la cárcel que en los centros psiquiátricos por los que ha pasado», añade ella. Y de ahí nace su queja: la prisión no es el lugar adecuado para su hijo.
«Estoy en dos asociaciones y en ningún lado da el perfil, no hay recursos para él. Hablé con trabajadores sociales para que al menos me ayudaran con un acompañamiento, y nada. Para mi hijo no hay sitios. No he recibido ayuda de nadie. La única, de un psicólogo». También de su abogado, Rafael Arrebola Deogracias, que la ha ayudado y asistido durante los últimos 15 años en todos los procesos judiciales por los que ha tenido que pasar.
En marzo de 2012, A. golpeó a su madre con los puños y la agarró del cuello. Acababa de esparcir pintura beige por el edificio, ocasionando unos daños por valor de 3.166 euros. En 2013, A. fue condenado por estos hechos. Le impusieron cuatro meses de prisión y dos años de alejamiento por lesionar a Dolores, así como a pagar 1.080 euros de multa y a indemnizar con 3.166 euros a la comunidad de vecinos.
Esta sentencia es una de muchas, pero sirve para ilustrar el segundo drama en la vida de Dolores: la ruina. «Tengo diez mil juicios pendientes y me veo obligada a responder económicamente de todo. Y él hace cosas cada vez más graves», se lamenta ella. La lista es interminable: en el bloque ha vaciado extintores, destrozó el parabrisas de un coche, roció con spray de pimienta, ha tirado motos… Hace poco, cuando iba a tirar el escaparate de una herboristería, lesionó levemente a una empleada que se interpuso, por lo que tiene otro juicio pendiente. «Ahora, por el tema del perro, la historia volverá a repetirse: el juzgado lo condenará a una multa y tendrá que pagarla ella», comenta un familiar.
A. no trabaja. No tiene estudios -se quedó en primero de ESO- ni oficio. La administración le ha reconocido una discapacidad del 75%, por lo que reciben una ayuda familiar y la prestación por la Ley de Dependencia. «Le doy 1.300 euros a principios de mes, pero al segundo día se los ha gastado», explica ella. Él sale poco a la calle y no mantiene relaciones porque todas acaban en muy poco tiempo. Ella cree que toma la medicación porque encuentra los blíster vacíos, pero también sospecha que consume porros y alcohol. «Estoy arruinada. Cuando se lo gasta todo, voy adelantándole dinero como puedo. Ahora vengo de darle 50 euros (lo que sucede casi a diario) para que al menos coma, porque no sabe cocinar», describe.
Dolores, que está casi en la ruina pese a que ha trabajado toda la vida como enfermera en el quirófano pediátrico del Hospital Materno, compró hace unos años una casita en Lagunillas para alquilarla. Cuando A. salió la segunda vez de la cárcel, aún tenía vigente una orden de alejamiento de su madre, por lo que ella le dio cobijo en esa vivienda. Allí también tuvo problemas y se marchó tras un incendio cuyo origen nunca se aclaró.
Después, cuando caducó la prohibición judicial, convivieron durante un par de años, pero no consiguió enderezarlo. Él se quedó en el domicilio familiar, en la zona de Carlos Haya, y fue ella quien se tuvo que mudar poco antes de la pandemia. Actualmente los dos inmuebles están completamente destrozados, como muestran las imágenes que ilustran este reportaje. «Un día antes de que lanzara a Luna por la ventana, fui a comisaría porque había tirado unos cajones de cerámica de un mueble por el ojo patio y cayeron sobre el techo del aparcamiento. Pero al final no lo denuncié». Reconoce que eso le ha ocurrido más veces. Amagar con denunciar, pero dar marcha atrás. «Es que soy su madre…», expresa Dolores, a la que ya no le quedan lágrimas con que llorar, sólo dos ojeras crónicas enrojecidas de restregarse el pañuelo.
Todo su relato duele. A ella más que a nadie. Para Dolores es un trago vaciar el cubo de su vida, pero entiende que es el único modo de lanzar un grito desesperado y pedir ayuda. «No quiero hacerle daño ni que todo esto se vuelva contra mi hijo. Él no es un asesino ni un maltratador de animales, sólo es un enfermo», sostiene.
Lo que le empuja a contar su calvario cotidiano es denunciar que la sociedad no dispone de recursos para ayudar a una familia ante un caso como el suyo. «Me quejo de lo desatendida que está la salud mental. Hay poquísimas plazas en los centros, que están saturados. Hace cuatro o cinco años intenté meterlo en el centro asistencial de San Juan de Dios, pero la trabajadora social echó para atrás la solicitud porque decía que había casos mucho peores que el de mi hijo».
Dolores se siente abandonada. «Estoy como una peonza dando vueltas de institución en institución porque esta persona no puede estar viviendo sola. Pero no existe coordinación, todo va separado, cada cosa por un lado. Soy madre, soy enfermera y me informo de todo lo que puedo. No hay un enfoque global, nadie actúa en conjunto. Yo no quiero un circo mediático (asegura que no va a ofrecer más entrevistas) ni salvar el mundo. Sólo quiero salvar a mi hijo».
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